Recopilación de estudios sobre Leibniz

Javier Pérez Jara

Sobre el libro editado por Ángel Luis González, Las pruebas del absoluto según Leibniz, Eunsa, Navarra 1996, 445 págs.


En este libro, en el que Ángel Luis González es sólo el editor y prologuista, se presenta un compendio de varias tesis doctorales elaboradas recientemente sobre la teodicea leibniziana. En esta breve recensión trataré de cumplir fundamentalmente dos objetivos, a saber, exponer el contenido del libro, de la forma más objetiva posible, y realizar un pequeño análisis –personal y tomando cartas sobre el asunto– sobre los contenidos de la obra recensionada.

§ 1. Recensión objetiva del contenido del libro

Cinco fueron las demostraciones que Leibniz elaboró a lo largo de su vida en torno a la demostración de la existencia de Dios como «Absoluto Creador», aunque algunos autores como Bertrand Russell sostienen que, en realidad, tan sólo puede decirse que una de las cinco demostraciones fuese genuinamente creada por Leibniz; a saber: la demostración por la armonía preestablecida; siendo, así, las demás hábiles reelaboraciones de argumentos anteriores a él, como es el caso del argumento ontológico de San Anselmo.

Sin embargo, el Dios de Leibniz no es el Motor inmóvil de Aristóteles, cuyo pensamiento gira sin cesar entorno a él mismo, en una suerte de solipsismo eterno, indiferente a las acciones de los hombres; ni tampoco es la Natura naturans de Espinosa, ni el Gran Ser de Newton que se despliega necesariamente en el espacio y el tiempo; ni el Dios de Descartes, que inspira más terror que amor, ni tampoco se asemeja a elaboraciones teológicas posteriores, como el Espíritu Universal en Hegel (aunque este mismo autor tratase a veces de diferenciar entre Dios y el Weltgeist para eludir las acusaciones de panteísmo); sino que, ante todo, se trata de «un Dios vivo y personal que se revela tanto al corazón como a la razón» (pág. 197).{1}

Esto significa que Leibniz, en sus argumentaciones a favor de la existencia de la divinidad, nunca caminó al margen de su fe cristiana, sino que, bien lejos de ello, trató siempre de fundamentar racionalmente al Dios cristiano con sus atributos de trascendencia (frente a la inmanencia del Dios espinosista o hegeliano), de «suprema bondad» o «perfectísima sabiduría». Pasaré ahora a exponer, del modo más breve posible (sin perjuicio por ello de seguir manteniendo el espíritu del libro), las diferentes pruebas mentadas que elabora Leibniz para demostrar la existencia de Dios.

1) El argumento cosmológico

Leibniz se ocupó de esta argumentación probativa de la existencia de Dios durante casi cincuenta años de su vida, tanto en sus escritos de juventud como en aquellos en los que ya había alcanzado su plena madurez filosófica (48); ocupando esta prueba, por tanto, un importantísimo lugar dentro de su sistema filosófico, siempre vertebrado por la Idea trascendental de Dios.

Este argumento está principalmente elaborado bajo la premisa fundamental de la filosofía de Leibniz de la razón suficiente, formulada en su conocido principio de nihil est sine ratione, esto es, nada es sin razón, todo lo que existe tiene una «razón suficiente» para ser como es y no de otra manera, lo que, en realidad, no deja de ser una reformulación del principio clásico de causalidad pasado por el tamiz de la lógica leibniziana. De este modo, Leibniz elabora esta prueba mediante dos clases fundamentales de formulaciones, las mecánicas y las metafísicas. En las formulaciones mecánicas se llega a la demostración de la existencia de Dios como Ser Necesario tras aplicar el principio de la razón suficiente a la observación del movimiento y al origen de la materia en el mundo físico. En el desarrollo de esta prueba Leibniz alega que todo lo que se mueve es movido por otra cosa; así, si todas las partes del mundo físico se mueven, el mundo físico como Todo (esto es, como conjunto de todas sus partes), también se moverá, pero la causa de su movimiento se habrá de hallar fuera de sí mismo, en un principio extracorpóreo, el cual, obviamente, es Dios. Frente al posible argumento de que el movimiento mundano podría no estar causado, esto es, remontarse al infinito, Leibniz alega que «tal hipótesis de la eternidad no explica porque no se mantuvo desde la eternidad el mundo en reposo» (106). Así, si el mundo está en movimiento, habrá una razón suficiente para que esto sea así y no de otra manera, y esta razón es nuevamente Dios. Leibniz también llega a la existencia de Dios en este tipo de formulaciones mecánicas mediante la noción de origen de la materia, puesto que el origen de ésta, al igual que en el caso anterior del origen del movimiento en el mundo físico, no puede estar en ella misma, sino en una sustancia externa inmaterial: Dios.

En las formulaciones metafísicas, Leibniz llega a la idea del Ser Necesario mediante su noción ontológica de contingencia. En primer lugar, este filósofo define como contingente aquello que su negación no implica contradicción; o lo que es lo mismo, aquello que, simplemente, podría ser de otra manera sin que por ello se cayese en un absurdo lógico.

En el desarrollo del argumento Leibniz pone de manifiesto que en el mundo es de experiencia que existen entes contingentes, pues estos entes podrían ser de otro modo en tanto que no va implícito en ellos mismos la causa de su propia existencia. Así, de este mismo modo, el mundo, como conjunto de todo lo contingente, también resulta él mismo contingente, o lo que es lo mismo, no tiene en sí su propia causa.

Leibniz piensa que el mundo pudo ser de otras infinitas maneras, en tanto que existen infinitos mundos lógicamente posibles (en potencia de ser reales). Esta tesis nos introduce de lleno en la doctrina leibniziana de la modalidad, que, junto con el principio de razón suficiente, constituye el núcleo neurálgico del argumento cosmológico de este filósofo. En definitiva, la razón (conocidísima por otra parte) por la que el mundo es así y no de otra manera es Dios, y la razón por la que Dios eligió este mundo y no otro de los infinitos posibles es porque «éste es el mejor de los mundos posibles» (86) lo que le llevó a Dios a crearlo, acorde con sus atributos de perfecta bondad e infinita sabiduría.

Los entes mundanos, en tanto contingentes, no pueden tener la razón de su propia existencia en ellos mismos, pues sino no serían entes posibles, sino necesarios, pero eso implicaría caer en una contradicción absurda, pues se ha demostrado que los entes mundanos son contingentes en tanto que podrían ser de otra manera, mientras que si fuesen necesarios no cabría esa posibilidad. Con lo que podemos resumir este argumento de la siguiente manera: «si no hubiera ser necesario no habría seres contingentes, pero hay seres contingentes, luego hay ser necesario» (155) o «algo existe, luego Dios existe» (155).

Sin embargo, este argumento no se ha visto exento de críticas, como prueban las oposiciones por parte de Kant o Russell hacia él. Aunque también es cierto que estas oposiciones son discutibles. Así, en el caso de Russell, que «al Leibniz al que llega es un Leibniz spinozista y ateo» (96) al argumentar que todo monadismo lleva necesariamente al ateísmo, en tanto que las substancias, en esta opción filosófica, son presentadas ontológicamente como autosuficientes, no necesitando entonces a Dios en nada. Sin embargo, a esto se puede responder que «Russell comete el error fundamental de no distinguir entre dos planos radicales de la realidad: el ontológico y el noético» (96), con lo que «de lo contingente podemos pasar a lo necesario, en contra de lo pensado por Russell» (97).

También están las críticas de Kant. Este filósofo, en los análisis epistemológicos llevados a cabo en su crítica de la razón pura, presta atención al análisis de los argumentos propuestos por la razón especulativa en su intento por demostrar la existencia de un ser supremo. Su pretensión es demostrar que la razón no consigue ningún resultado positivo en este intento, quedando, de este modo, toda prueba de la existencia de Dios relegada al fracaso. Respecto a la prueba cosmológica, Kant la considera como un argumento tan simple y natural que se adecua al entendimiento más común tan pronto como éste dirige hacia él su atención, y esto es así porque sigue una vía de argumentación plenamente natural, por así decirlo, «menos filosófica que la propia del ontológico» (98). Sin embargo Kant considera que en esta argumentación se reúnen multitud de principios sofísticos, de tal manera –dirá– que la razón especulativa parece haber desplegado todo su arte dialéctico para producir la mayor ilusión trascendental posible. A juicio de este filósofo, uno de los principales defectos de este argumento consiste en mezclarse con el argumento ontológico, así como pensar que el ser necesario –o la causa última– por él alcanzado es el Dios de los cristianos o cualquier otro ser concreto. Según sus propias palabras: «Para poner bien a salvo su fundamento, esta prueba se basa en la experiencia, lo cual le permite ofrecer de sí misma una imagen distinta del argumento ontológico, que pone toda su confianza en meros conceptos puros a priori. Pero la demostración cosmológica no se sirve de esta experiencia más que para un único paso, el requerido para llegar al ser necesario [...]. Toda la fuerza demostrativa contenida en el llamado argumento cosmológico, no consiste, pues, en otra cosa que en el argumento ontológico, construido con meros conceptos; la supuesta experiencia es superflua; tal vez pueda conducirnos al concepto de necesidad absoluta, pero no determinar tal necesidad en una cosa determinada» (99).

2) La demostración de Dios por las verdades eternas:

Leibniz entiende por verdades eternas, o verdades de razón, aquel tipo de verdades –como las de la lógica o la matemática– que son siempre irrefutables, en tanto que «tienen validez objetiva en sí mismas» (183) y gozan de «un carácter absoluto, tanto del sujeto que las conoce como de la voluntad de Dios» (183), y sobre las cuales se apoyan el resto de las otras verdades, también llamadas por él contingentes.

Para Leibniz, en esta prueba se aprecia la misma exigencia de llegar a Dios como fundamento, como razón suficiente, por la cual existen estas verdades. Hasta tal punto se hace necesaria la existencia de Dios que él mismo afirmará que si Dios no existiera, no habría nada real en la posibilidad, y no sólo nada existente, sino nada posible. Esto es comprensible si se tiene en cuenta la gran importancia que para este filósofo tenían las verdades eternas; «por el conocimiento de éstas –dirá– nos distinguimos de los simples animales, porque nos podemos elevar a los actos reflexivos que nos hacen pensar en lo que se llama yo, y de este modo, pensando en nosotros, pensamos en el ser, en la sustancia y en Dios mismo, concibiendo que lo que está limitado en nosotros, está en Él sin límites» (163).

Leibniz identifica la región ontológica en la que se encuentran estas verdades con el entendimiento de Dios, alegando que «es preciso que las verdades eternas tengan existencia en cierto sujeto absoluto o metafísicamente necesario, esto es, Dios. [...] Las verdades necesarias siendo anteriores a la existencia de los seres contingentes es necesario que estén fundadas en la existencia de una sustancia necesaria» (196).

En la prueba de las verdades eternas se pone de manifiesto la relación de Dios con el mundo; las verdades eternas, que están en Dios, son el fundamento regulador y la raíz de la existencia de las cosas, aunque en ellas mismas no esté la razón de su propia existencia. De este modo, Dios se presenta, nuevamente, como la fuente de todo lo real y de todo lo posible; de lo posible es fuente por su esencia, y de las existencias por su voluntad.

Las substancias inteligentes –los hombres– constituyen el motivo principal por el que Dios realiza el fin de su creación, pues «el universo es un espejo de las perfecciones divinas donde las almas inteligentes pueden conocer la grandeza y la bondad de Dios, dirigirse libremente a él y darle toda su gloria» (204). La peculiaridad de estas sustancias inteligentes radica en que «son capaces de conocer las verdades eternas que se encuentran en su interior por la acción que Dios ejerce sobre ellas, y pueden imitar en su pequeño mundo en el que son capaces de obrar lo que Dios hace en el grande» (204). Del mismo modo que Dios contiene en sí todos los posibles, todas las verdades eternas, el alma contiene en sí todas las ideas a través de las cuales puede acceder al conocimiento del mundo y de la divinidad.

3) El argumentos de la armonía preestablecida:

Leibniz concedió gran importancia a este argumento, ya que, según él, «este argumento aporta una nueva prueba, desconocida hasta ahora, de la existencia de Dios» (208). Sin embargo, autores como Jalabert afirman que «Leibniz recoge a su manera el viejo argumento por la finalidad, el más viejo de todos, que Platón y tantos otros después de él han invocado» (208). Pero hay que precisar que la novedad no está tanto en el punto de partida de la prueba como en su desarrollo y alcance. Es cierto que el tema de la relación entre Dios y el orden o armonía del universo no era nada nuevo en la historia de la filosofía. Y Leibniz no ignoraba estos antecedentes. Se ha subrayado, por ejemplo, «la relación de la filosofía de Leibniz con el Timeo de Platón» (209). La filosofía estoica, que también dedica una especial atención a la armonía del universo, influye en el pensamiento de Leibniz a través de autores renacentistas como J. Thomasius y J.A. Bose, maestros de Leibniz, y que son a sus vez discípulos de J. Lipse, renovador del estoicismo. Pero la originalidad del argumento leibniziano no consiste en que haya sido el primero en establecer una relación entre Dios y el orden del mundo, ni siquiera en fundar sobre dicha relación el argumento demostrativo de la existencia de Dios. La verdadera novedad está en considerar ese orden armónico sobre el que se construye la prueba como una armonía preestablecida, es decir, «una armonía apriorística, universal y necesaria» (210).

Leibniz alega que la armonía preestablecida es necesaria para dar razón de los cambios y variaciones de mónadas sin interacción mutua, pues este filósofo, en su filosofía de la sustancia, huyendo del panteísmo al que llevaba inexorablemente el monismo spinozista, había dejado bien claro que las mónadas son sustancias individuales que no se comunican entre sí (recuérdese su conocida frase «las mónadas no tienen ventanas al exterior» (258)). Lo que le lleva a afirmar que si las substancias son incomunicables, el desarrollo de cada una de ellas debe de estar ordenado por una armonía universal y preestablecida que sincronice su desarrollo con el de las demás. Por eso, la armonía está preestablecida en la naturaleza misma de las substancias. También hay que decir que «es imposible sostener que el azar, la necesidad bruta, o la naturaleza privada de conocimiento puedan producir la correspondencia perpetua de seres entre los que no existe ninguna correspondencia» (242). Por tanto, es preciso recurrir a una causa de orden superior infinitamente inteligente y perfecta que dé razón de todo esto.

Pero Dios, en cuanto fuente de toda armonía, es inabarcable para el entendimiento humano. El espíritu finito es un punto de vista parcial sobre la totalidad, y desde su peculiar perspectiva –finita y limitada– no alcanza a comprender la articulación de todo lo que le rodea en una armonía universal. La armonía misma del universo le excede y no puede contemplarla en plenitud. Por eso, el hombre no puede conocer completamente a Dios, pero sí puede conocer esa causa común en sus emanaciones, a través del conocimiento de la armonía del universo. La armonía, por tanto, «no sólo es una vía de acceso racional a la existencia de Dios, sino que también resulta necesaria para el estudio de su naturaleza» (249).

Sin embargo, también Russell ataca este argumento, alegando –como ya había hecho frente al argumento cosmológico– que todo monadismo, cuando es lógico, lleva al necesariamente al ateísmo. Este filósofo también desvincula existencia y armonía en la filosofía de Leibniz, con lo que, a partir de ese momento, el argumento por la armonía preestablecida pierde todo su sentido, «es arrancado de su ámbito natural y se hace blanco fácil de críticas y objeciones» (251). No obstante, la coherencia de este argumento rara vez ha sido puesta en duda, excepto en la línea de la interpretación abierta por Russell. Las principales críticas contra este argumento se han dirigido contra los supuestos de los que parte. En efecto, un sistema denominado por su propio autor como sistema de la armonía preestablecida, exige, en virtud de los presupuestos sobre los que se apoya, el reconocimiento racional de la existencia de Dios. «No parece, en contra de la afirmación de Russell, que todo monadismo deba de ser necesariamente ateo» (259). Por el contrario, un monadismo cuya razón de ser es una armonía universal y preestablecida exige la existencia de un Ser infinitamente sabio y poderoso, causa común de todas las cosas.

4) La demostración de la existencia de Dios mediante el argumento ontológico:

Este argumento juega un papel crucial en la historia de la metafísica desde que San Anselmo lo elaborase por primera vez en el siglo XI, siendo posteriormente articulado de nuevo en la obra de filósofos como Descartes, Leibniz, Malebranche, Hegel o Gödel.

El argumento ontológico (así llamado desde Kant) se funda en la premisa fundamental de que la existencia de Dios es puramente deducible a priori, esto es, se puede llegar a la certeza racional de que Dios existe como Ser necesario mediante el análisis de la propia Idea de Dios (que en el caso de Leibniz, Descartes o Malebranche, se presenta, además, como una idea innata) prescindiendo, de este modo, de los datos que nos otorgan nuestros sentidos (datos a posteriori).

Para Leibniz, las formulaciones del argumento ontológico anteriores a él son en sí mismas válidas. Aunque tal como se había formulado desde San Anselmo, y después de él Descartes, no constituía una demostración estricta, porque daba por supuesto que la idea de Dios es la idea de un ser posible; decir que si Dios es posible existe, no prueba sin más que la idea de Dios es la idea de un ser posible; tampoco se podía decir, como hace Santo Tomás de Aquino, que el argumento ontológico es un mero paralogismo, esto es, un razonamiento falso, sino que lo que Leibniz sostiene es que se trata de una demostración imperfecta, pues supone tácitamente que la idea del ser absolutamente grande y perfecto es posible y no implica contradicción alguna.

Aunque exista en principio una presunción del lado de la posibilidad (se dice que todo es posible hasta que se demuestre su imposibilidad, o lo que es lo mismo, que todo lo que no se demuestre que implica contradicción lógica es posible) esta presunción no es suficiente para convertir el argumento ontológico en una demostración estricta, sino que tenemos que probar con toda exactitud imaginable que haya una idea de un ser totalmente perfecto, es decir, Dios, pues si la idea de Dios es posible, entonces podemos afirmar sin temor a equivocarnos que este ser existe.

Para demostrar que la idea de este ser perfecto es posible, Leibniz argumenta que puesto que todas las perfecciones son compatibles (esto es, que no existe una perfección que excluya a otra) el ser perfecto es posible. Pero si contiene en él todas las perfecciones, contiene necesariamente la existencia, que es una perfección, con lo que nos encontramos que hemos de afirmar la existencia de Dios. Leibniz concluye el argumento con que, puesto que esencia de Dios y suma perfección son inseparables, y, a su vez, suma perfección y cualquier perfección también lo son, se concluye que esencia y existencia de Dios son inseparables, con lo que «Dios es el único ser que en su esencia lleva implícita su existencia» (353). Aunque también es cierto que Kant criticó este argumento en su crítica de la razón pura, alegando que el concepto de Dios no puede implicar jamás su existencia, en tanto que el plano conceptual no se confunde con el real; esto es, la existencia no es una perfección, y que algo exista o no, no depende de su concepto, pues un concepto no contradictorio de, por ejemplo, una determinada cantidad de dinero –ejemplo que el propio Kant expone– sólo implica una cantidad posible, pero nada más. La existencia no es un predicado que pueda atribuirse a priori a ningún sujeto. La crítica kantiana rechaza el argumento ontológico porque éste pretende deducir la existencia exclusivamente a partir de conceptos de la razón, sin pasar por la experiencia.

La conclusión es que en el ámbito de lo finito y desde el punto de vista de la gnoseología, la existencia no es un predicado, y por tanto una nota más de la esencia, ya que no está en absoluto en la definición de la cosa. Desde el punto de vista de la creación, la existencia se sobrepone a la esencia, pero no la enriquece intrínsecamente, no aporta ningún complemento, o contribuye a su perfección. Así, desde un punto de vista propiamente ontológico, la existencia no puede ser nunca una perfección, dándole entonces la razón a Kant. No obstante, también hay que decir que la refutación de Kant al argumento ontológico ha sido puesta en entredicho por Hegel.

De este modo, señalar que la existencia es necesaria y que su fundamento es toda la posibilidad que se da en Dios, como en la característica, nos aproxima a los planteamientos que más tarde desarrollará Hegel en su sistema metafísico. En cambio, indicar que la existencia es extra-esencial, y que no añade nada a la esencia aunque su predicación es relevante en el ámbito de la facticidad, conduce a posturas típicamente kantianas.



5) La demostración por el argumento modal:

Frente a este argumento los estudiosos de la obra de Leibniz se pueden dividir en dos grandes grupos, a saber, los que piensan que este nuevo argumento no es más que una reformulación del argumento ontológico, y los que sí piensan que este argumento presenta una nueva formulación para demostrar la existencia de Dios irreductible a una mera reformulación de ningún otro argumento anterior. En el primer bloque nos encontramos con pensadores como Russell –el cual no cuenta el argumento modal en su análisis del catálogo de las pruebas leibnizianas de la existencia de Dios– o bien con filósofos como Parkinson, Jalabert o Henrich, los cuales presentan el argumento modal de Leibniz como «una variante espinosiana del argumento ontológico» (384). En cuanto al segundo grupo de investigadores en los que podemos dividir a los estudiosos de la obra leibniziana (acorde, como se dijo antes, con la postura que toman frente a la naturaleza del argumento modal) tenemos a Rescher o Iwanicki, y, más recientemente, a Blumenfeld, Lomaski, Dumoncel y Auletta; pensadores, todos, que sostienen que el argumento modal es distinto del ontológico.

En el argumento modal la posibilidad de Dios está probada a priori no por la contradicción, como en el argumento ontológico, sino por la fundamentación de lo posible. Leibniz intentó formar un argumento puramente a priori y para eso propuso un razonamiento modal, esto es, un razonamiento en el que el pilar es el concepto a priori de posibilidad. Con lo que Leibniz, en este argumento, cambia la definición clásica de Dios como Ser perfecto a la de Ser necesario, en tanto que si Dios no existiese, nada existiría, o lo que es lo mismo, ningún ser sería posible. De este modo, el argumento modal puede resumirse de la siguiente forma: 1) si el Ser necesario no es posible, entonces ninguna existencia es posible. 2) Si el Ser necesario es posible, entonces existe. 3) Por tanto, si el Ser necesario no existe, entonces nada existe. 4) Pero algo existe, luego el Ser necesario existe.

De este modo Dios es considerado existente en este tipo de argumentación no porque a su esencia le pertenezca existir como consecuencia de su mera posibilidad, como sostenía el argumento ontológico, ni tampoco porque sea la fuente de las existencias –todo lo cual, no obstante, es bien cierto para Leibniz– sino porque sin él no habría nada real en la posibilidad, en tanto que toda realidad debe de estar fundada en algo existente y real, con lo que, «aunque un geómetra fuese ateo, sin Dios ni siquiera habría objetos de la geometría, pues no habría nada posible» (425).

§ 2. Breve comentario sobre este libro

Trataré ahora, en pocas líneas, de exponer mi opinión sobre el contenido anteriormente recensionado. En primer lugar, si la teodicea leibniziana me parece, en general, mera sofística, más aún me lo parecen los argumentos aducidos en este estudio para seguir manteniendo la veracidad de las pruebas de Leibniz por la mayoría de autores del libro. Leibniz, primeramente, parte de la estrategia sofística de identificar al supuesto «Ser Necesario» con, casualmente, el Dios personal cristiano; ahora bien, ¿en el caso de que existiese esa supuesta entidad metafísica, «causa necesaria de todo lo contingente», por qué tendría que ser un ser mitológico, casualmente, como digo, el Dios cristiano de la religión que profesaba Leibniz? La estrategia del sofisma es la siguiente, a saber, si se consigue demostrar la existencia de una causa primera, entonces todo el mundo aceptará (o deberá aceptar) ineludiblemente que se trata del Dios cristiano; lo cual es, obviamente, inaceptable; a parte de que la supuesta «causa primera» no es más que un producto de una argumentación metafísica sencillamente falsa. Se parte de que toda causa tiene un efecto, lo que no es más que una tautología; lo que está por demostrar es que todo lo real, por el mero hecho de ser real es efecto y por tanto tiene una causa. Luego se aplican propiedades de objetos particulares (como la de ser un efecto) al Mundo, esto es, al conjunto de todo lo real; ahora bien, esto es simplemente absurdo y sofístico: las propiedades de los elementos de un conjunto (propiedades que, además, están por demostrar) no se pueden traspasar sin más al conjunto. Por ejemplo, el conjunto de todos los números complejos en matemáticas no es, a su vez, un número complejo. Es usual leer argumentaciones metafísicas estériles donde se trata a la Idea de Mundo como un elemento más de este mismo conjunto. Así, se habla de un Dios «trascendente» al Mundo que lo crea y rige, en una especie de «Meta-Mundo» (¿dónde sino, están el Mundo y Dios?), lo que es simplemente risible o ojos de quien tenga unos mínimos conocimientos de lógica. Encima, se habla de que este Dios es una causa sui, concepto completamente absurdo y contradictorio para tratar de explicar «racionalmente» (pues en realidad no es más, como digo, que mera sofística) algo completamente absurdo y falso. Luego, a esta «causa sui» que explica el «origen» del Mundo (repetimos: ¿por qué se aplica una categoría ontológica que sólo funciona entre elementos reales al propio conjunto de todo lo existente, como si éste fuera un mero elemento más de él mismo?) se la identifica con una entidad mitológica que, casualmente, se comporta exactamente igual que un «hombre grande», como una especie de «Gran Emperador»; Dios ama, odia, piensa, desea, etc., ¿acaso tiene Dios la misma estructura cerebral humana de cerebro reptiliano, cortex y neocortex que posibilitan estos sentimientos y acciones? ¿Acaso no se ha enterado Dios que estos sentimientos no son más que mecanismos biológicos adquiridos por la evolución darwinista (una evolución ciega, no presidida por ninguna entidad mitológica ni metafísica) para la supervivencia y adaptación al medio de la especie y que sólo comparten los mamíferos (que tienen cortex y cerebro reptiliano pero no neocortex) porque proceden de un mismo eslabón de la cadena evolutiva? Las religiones monoteístas son el caso más exagerado y sangrante de antropocentrismo que jamás haya conocido la historia. En ellas, el hombre proyecta su propia esencia, como bien decía Feuerbach en su Esencia del Cristianismo, como creadora y máxima soberana de la realidad. El hombre es tan antropocéntrico que los más ignorantes en biología, se creen, por ejemplo, que los insectos también «aman» o tienen «miedo». Ya los niños pequeños conceden actitudes y expresiones humanas a la propia naturaleza; el problema es cuando esta visión mitológica, supersticiosa y falsa del mundo persiste en el adulto, atribuyendo cualidades humanas a la realidad, a la muerte, a la justicia, o simplemente inventando toda suerte de entidades «divinas» (que, como digo, no son más que hombres en mayúsculas) que no tienen nada mejor que hacer que crearnos y ayudarnos si les adoramos y oramos, manteniendo con nosotros una especie de simbiosis delirante. No obstante, Lo más irónico en este asunto, a la par que ridículo, es que, normalmente, los religiosos acusan de antropocéntricos a los ilustrados que niegan toda forma de divinidad mitológica, lo que es simplemente sonrojante.

Otra argumentación absurda es hablar del «Ser Perfecto por sí», como si la categoría de «perfección» fuera algo objetivo, que pudiera existir extramentalmente, y no un mero concepto ideológico relativo a cada Cultura, momento histórico e intereses políticos. Hablar de valores como «justicia», «bondad», «perfección», etc., como conceptos puros, contenidos bien en nuestra «conciencia a priori trascendental» o bien como conceptos que fueran aplicables extramentalmente es simplemente inaceptable. Valores como «perfección» son, en lenguaje husserliano, donaciones de sentido que la conciencia otorga al noema (el contenido objetivo de conciencia) constituyéndolo en la noesis. Dicho en palabras de Nietzsche, «no existen fenómenos morales, sino interpretación moral de los fenómenos». Lo cual no implica caer en un idealismo en el que toda la realidad que se nos presenta no fuera sino producto de nuestra mente (piénsese en el «Yo Absoluto» de Fichte), sino únicamente en la toma de conciencia de que los valores estéticos y morales no son aplicables a las cosas de suyo, sino únicamente a los fenómenos que se presentan a nuestra conciencia. Las valoraciones estéticas y morales son donaciones de sentido que nuestra conciencia otorga a las cosas que se le presentan, pero no propiedades que las cosas, fuera de toda conciencia, pudieran tener de suyo. Quizá podría alegarse de que, admitiendo que valores como «perfección» no fuesen más que producto de una donación de sentido de nuestra conciencia, serían donaciones de sentido no relativas, como el caso de los colores a los objetos físicos (excepto por algún daño cerebral, todos los cerebros humanos interpretan cada determinada frecuencia de la onda electromagnética que emite tal o cual objeto físico dentro del espectro visible –que no es sino un determinado rango de longitud de onda–, con el mismo color, con lo que los colores tendrían una base objetiva, a saber, las frecuencias de ondas electromagnéticas que emiten los objetos físicos, que sí son extramentales), sin embargo, esto es falso, porque los valores estéticos y morales son relativos, como antes dije, a cada Cultura, ideología y determinaciones políticas. De este modo, para un buen católico el ser casto constituirá sin duda un paso hacia la perfección, pero para un buen comunista lo será ser fiel al Partido, para un chamán tener buenas experiencias místicas, etc. Y lo que sobre todo es bien claro es que la entelequia de un «Ser Perfecto» que encima, existe por su propia definición, es completamente ilegitima y sofística; y, como dije antes, la identificación de ese «Ser» con una criatura mitológica que no es más que un hombre grande roza el delirio.

En cuanto a la demostración por «las verdades eternas», cabe decir que está vertebrada en una suerte de idealismo platónico del todo punto inaceptable, primeramente por substancializar las ideas de la lógica y las matemáticas, y situarlas en una especie de cielo platónico (el entendimiento divino) con independencia del ser humano, y segundo por tratar de hacer creer que la existencia de estas «verdades eternas» garantizan la existencia de Dios (sobre todo si se parte de la petición de principio de que el lugar donde se sitúan esas «verdades eternas» es el entendimiento divino). Creo que la realidad está vertebrada por una estructura que una vez racionalizada por el hombre constituiría el campo de las verdades lógicas y matemáticas entre otras; proposiciones que no flotan en ningún «cielo platónico» ni «entendimiento divino», sino que únicamente acontecen en la razón del hombre una vez ha racionalizado alguna parte de la realidad o de su propio entendimiento. Además, si la estructura del mundo (vista como conjunto de «verdades eternas») garantizase la existencia de Dios (hipótesis ya de por sí absurda), entonces la estructura sobre la que se vertebra Dios implicaría la existencia de un «Meta-Dios» que la garantizase y legitimase; y así hasta el infinito, en pura sucesión de disparates sin sentido. Ahora bien, eso sería absurdo, con lo que la estructura de un sistema no implica que haya ningún elemento externo a él que la vertebre y legitime, deduciéndose, así, por tanto, la falsedad de la prueba leibniziana por las «verdades eternas».

La concepción leibniziana de la «armonía preestablecida» también es completamente ilegítima. Leibniz, en ella, hace otra flagrante petición de principio, a saber, postula que existencia una «armonía preestablecida»; acto seguido establece que tal sistema sólo es posible si se acepta la existencia de un Ser Creador que la legitime, concluyendo efectivamente, con que existe tal Ser, pues se ha partido efectivamente de que en la realidad se da tal «armonía preestablecida». Leibniz, así, traza un discurso sofístico usando hipótesis que se autovalidan de todo punto inaceptables. Primeramente se contradice en su teoría de las mónadas, pues, como bien apunta Russell, si Leibniz establece un pluralismo ontológico para escapar del panteísmo spinozista, niega necesariamente, quiera este filósofo o no, la necesidad de Dios como explicación de la realidad, pues como bien es sabido, substancia se define como aquello que existe por sí, con lo que, decir que la naturaleza está compuesta de mónadas y que, a la vez, dependen de Dios (la mónada de las mónadas) es una contradicción absoluta. Si la existencia de las mónadas depende de Dios, simplemente no son mónadas, por simple definición. Y, si se acepta que no son mónadas (cosa que no hace Leibniz), se cae en el panteísmo (sólo existe una substancia: Dios) o en el monismo materialista y ateo (sólo existe una sustancia: la naturaleza). Lo que es de todo punto de vista inaceptable es recurrir a la teoría de las mónadas para no caer en el panteísmo (que en la práctica es un ateísmo, pues niega la existencia del Dios personal cristiano, motivo por el cual Leibniz huye de esta concepción ontológica), postular su supuesta «armonía preestablecida» y recurrir finalmente a Dios para explicar todo este montaje metafísico delirante.

Leibniz, además, cae en el culmen del absurdo cuando dice que la causalidad que se observa en la naturaleza es mera apariencia, pues no es más que producto de la «armonía preestablecida», que niega las relaciones de unas mónadas con otras (si no, no serían «mónadas»), negando, así, la causalidad, y explicándola por la apariencia que surge ver como las mónadas se mueven{2} (sin relacionarse entre sí) formando «aparentes fenómenos causales», pero que no son más que el producto de la «armonía preestablecida» dada por Dios (una mónada) al resto de mónadas en el momento de la creación. Teoría ridícula que no sólo niega la libertad, postulada también por Leibniz en otra parte (si todo está predeterminado no existe la libertad), sino que niega su propia teoría de las mónadas (¿cómo puede Dios crear e interactuar con substancias?). Aparte de que la teoría de la «armonía preestablecida» implica la falsa teoría ontológica de que «todo está relacionado con todo», que lleva al monismo holístico (que como es obvio se contrapone al pluralismo ontológico leibniziano) y que conlleva una consecuencia falsa, pues si todo estuviese relacionado con todo, como bien apuntó Platón en el Sofista, entonces no podríamos conocer nada, con lo que se deduce que habrá cosas que estén relacionadas con otras, y cosas que no lo estén, negando así toda supuesta «armonía» en la realidad, así como la idea monista de «Cosmos».{3}

Así pues, como espero que se haya podido ver, el edificio metafísico de Leibniz se desmorona con poco análisis racional y crítico que se le haga, pues no es más que el precario producto de un discurso sofístico y metafísico para tratar de legitimar lo que ya antes de iniciar el discurso quería demostrar: que Dios existe, y que ese Dios no es el panteísta, sino el cristiano. Y para tratar de demostrar este principio mitológico y dogmático, Leibniz se vale de toda suerte de estratagemas y contradicciones, lo que, obviamente, desde una perspectiva racionalista (a la que supuestamente se adhería este filósofo) resulta absolutamente inadmisible. Y cabe decir que si nos situamos fuera de una perspectiva racionalista, entonces todo es posible, por el propio principio del Ingsoc del que habla Orwell en su 1984 (ahora bien, todo sería posible en nuestra mente, no fuera de ella).

La Teodicea de Leibniz es un claro ejemplo de la instrumentalización ideológica de la filosofía (como lo fue en su día el caso del Diamat en la Unión Soviética), esto es, del modo de usar la filosofía como mero medio o herramienta para legitimar tal o cual ideología, lo que es absolutamente deleznable y atenta absolutamente contra el verdadero espíritu de la filosofía: la construcción racional crítica y antidogmática, donde no cabe ningún tipo de conciencia mitológica, acrítica o sofística.

Para acabar, me gustaría decir que no pretendo insinuar que toda la filosofía de Leibniz sea mera palabrería, sino simplemente que sus «demostraciones de la existencia de Dios» son completamente ilegítimas y falsas y que, desde luego, el valor teórico de Leibniz no se encuentra precisamente en esta parte de su sistema.


Notas

{1} El número entre paréntesis marcará, a lo sucesivo de la recensión, la página del libro de donde extraigo la cita.

{2} O más bien, diríamos de «inteligir», para no confundir «ver» en el sentido sensitivo, pues las mónadas leibnizianas no son extensas (huyendo de la res extensa de Descartes) y por tanto no son visibles, aunque compongan y constituyan todo lo real, entre ello, obviamente, lo visible.

{3} Cabe añadir que en nuestros días la refutación tanto del monismo holístico (todo está relacionado con todo) como del pluralismo radical (nada está relacionado con nada) ha visto su maduración en la teoría ontológica de la Symploké de Gustavo Bueno.