Si me puedes mirar

Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un telón caído
para que no te quedes allí, del otro lado,
donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a descifrarme en medio de un muro de fantasmas hechos de arcilla ciega.
Madre, tampoco yo te veo,
porque ahora te cubren las sombras congeladas del menor tiempo y la mayor distancia,
y yo no sé buscarte,
acaso porque no supe aprender a perderte.
Pero aquí estoy, sobre mi pedestal partido por el rayo,
vuelta estatua de arena,
puñado de cenizas para que tú me inscribas la señal,
los signos con que habremos de volver a entendernos.
Aquí estoy, con los pies enredados por las raíces de mi sangre en duelo,
sin poder avanzar.
Búscame entonces tú, en medio de este bosque alucinado
donde cada crujido es tu lamento,
donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo,
donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad,
y cada resplandor, la lámpara que enciendes para que no me pierda entre las galerías de este mundo.
Y todo se confunde.
Y tu vida y tu muerte se mezclan con las mías como las máscaras de las pesadillas.
Y no sé dónde estás.
En vano te invoco en nombre del amor, de la piedad o del perdón,
como quien acaricia un talismán,
una piedra que encierra esa gota de sangre coagulada capaz de revivir en el más imposible de los sueños.
Nada. Solamente una garra de atroces pesadumbres que descorre la tela de otros años
descubriendo una mesa donde partes el pan de cada día,
un cuarto donde alisas con manos de paciencia esos pliegues que graban en mi alma la fiebre y el terror,
un salón que de pronto se embellece para la ceremonia de mirarte pasar
rodeada por un halo de orgullosa ternura,
un lecho donde vuelves de la muerte sólo para no dolernos demasiado.

Ernest Hemingway

Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salado, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana.

Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.

El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces.

Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos…

Fragmento de “El viejo y el mar”

Conversando con Paul Bowles

El verano pasado fui por una semana a Tánger. ¿Mi propósito? Conversar un rato con Paul Bowles (New York, 1912-1999), un santo contemporáneo que recibe en el Immeuble Itesa, lugar donde vive el iluminado. Entre las gente que veo entrar a su casa están Helen Strauss, Eduardo Urculo y Bernardo Bertolucci, a quien no veía desde 1978, luego de una tremenda curda en el Harry´s Bar de Venecia.

Paul Bowles va a cumplir ochenta y dos y varios de los visitantes quieren hacer una parranda mundial, a lo cual se opone con amabilidades el interesado. Bowles viste pantalón azul de algodón y una chaqueta amarilla cerrada hasta el cuello de tortuga que lleva debajo. Al lado izquierdo de la chaqueta un inmenso bolsillo que parece más una adherencia nefanda, y sobre todo ello una bata de seda de medio cuerpo con una figura preciosa de un mandala tibetano rojo y gualda.

Le pregunto qué pone en el inmenso bolsillo y me muestra un racimo de tarjetas que han dejado los visitantes en las últimas semanas y que guarda para tener a mano y no olvidar nombres y datos.

El mejor oficio del mundo


A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.

Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.

Los placeres y los días - MARCEL PROUST

Como la naturaleza, la inteligencia tiene sus espectáculos. Nunca las auroras, nunca los claros de luna que me han hecho delirar tan a menudo hasta las lágrimas, han sobrepasado para mí en apasionada ternura ese amplio incendio melancólico que durante los paseos del final del día, matiza tantas aguas en nuestra alma, que el sol cuando se pone, hace brillar en el mar. Entonces precipitamos nuestros pasos en la noche. Más que un jinete al que aturde y embriaga la velocidad creciente de un animal adorado, nos entregamos temblando de confianza y alegría a los pensamientos tumultuosos a los que, cuanto más los poseemos y los dirigimos, sentimos pertenecer cada vez más irresistiblemente. Es con emoción afectuosa que recordaremos el campo oscuro y saludaremos las encinas llenas de noche, como el campo solemne, como los testigos épicos del impulso que nos arrastra y que nos embriaga. Elevando los ojos al cielo, no podemos reconocer sin exaltación, en el intervalo de las nubes aún conmovidas por la despedida del sol, el reflejo misterioso de nuestros pensamientos: nos hundimos cada vez más rápido en el campo, y el perro que nos sigue, el caballo que nos lleva o el amigo que se ha callado, más aún, cuando a veces no hay ningún ser viviente a nuestro lado, la flor de nuestra solapa o el bastón que revolotea alegremente en nuestras manos febriles, reciben en miradas y en lágrimas el tributo melancólico de nuestro delirio.

Marcel Proust
Los placeres y los días (fragmento)

Entrevista a Astor Piazzolla

"Yo soy Astor Piazzolla, tengo 48 años y a mí me gusta mucho Astor Piazzolla..." Mientras pronuncia esta declaración del fondo mismo de su última bronca, en la calle, un pueblo que nunca le comprendió, va coreando su "Quereme así, piantao, piantao, piantao..."
Crucificado entre su talento y su carácter, luchando solo desde hace 25 años, por un tango distinto, que lo revitalice, que le quite las polillas, que lo extraiga de la tristeza llorona y del "chim-pun" tradicional, Astor agravió y fue agraviado y tuvo que vivir tenso y alerta. Alerta como un soldado en víspera de la batalla. Duro, sacrificado, honesto consigo mismo, tiene "la facha" de un león incorruptible, de una dulzura inhumana. Uno tiene la impresión de que se colocaría frente a un tren expreso y lo haría parar.
Pertenece a la familia de los sentimentales incontrolados. Tiene un tremendo apetito de afecto, tan enorme, tan enorme, con su poder de irritación. Puede ser arbitrario sin el menor esfuerzo, y causar la herida última. Conflictuado y temible, inseguro y genial, difícil, sensible, desamparado. Para quererlo hay que ser su amigo. De otro modo, es fácil odiarlo, discutirlo, rechazarlo. Tiene hambre de ética y de rigor. Se exige a sí mismo como el demonio para terminar de ser el peor diablo. O el mejor músico. Es un argentino que dejó de ser italiano de New York hace mucho tiempo, cuando el acordeón de su padre despilfarró los primero sones de algo que quería ser tango mezclado con música de calesita. Por eso sus compases tienen acentos de la música que acompaña la tristeza infinita de las películas de Fellini. "El valcesito" casi circence, con que el loco de la Balada recibe la narración de su propia descripción, que es la descripción de casi todos nosotros. De los locos buenos que habitamos el mundo y queremos cambiarlo. Piazzolla fue un enigma para él mismo, hasta el Luna Park. Ahí se descubrió. Quiere ser mayoritario. Su música para minorías, es un recuerdo muy lejano y querido. Amado y ahora cumplido. Quiere ver 2600 personas en La Plata. Quiere que lo saluden los pañuelos en alto. Quiere tocar en la cancha de Boca. Quiere gritar que "le ganó al país", o que le venció. Sí, porque lo convenció. Un soñador desengañado que mantiene la esperanza de no se sabe que... Está frente a mí. En mangas de camisa. Excitado. Sólido y solitario. Vital y nihilista. Exaltado por su encuentro con el público-masa. No comprendiendo nada de lo que le pasa sobre el filo de un año que se fue... lo tiene a Horacio Ferrer pegado como si fuera su pared de apoyo. Su respaldo filial. Se miran, se adivinan. Sueñan, vuelan, viven en el piso mejor de la fantasía...