Jacqueline Goldberg: Un alegato a favor del desencanto

Por Harry Almela








El domingo 28 de junio de 1998, el Papel Literario del diario El Nacional daba continuidad a la serie El Cuaderno de Narciso Espejo con un testimonio de Jacqueline Goldberg, acompañado de una fotografía de su temprana infancia. El texto lo dice todo. No sólo acerca de la fotografía en cuestión. Aquí están todas las pistas, todas las virtudes que su poesía ha conseguido a lo largo de los años. Dice el texto:



Una piscina puede ser cualquier hondura Un transparente rectángulo apostado con lujos de cloro entre los jardines de un gran hotel Un diminuto círculo de plástico inflable. Un charco después de la tormenta. O una olla destinada a la lenta cocción de camarones y cangrejos venidos de las orillas del Lago de Maracaibo Cada domingo mi privada piscina abandonaba los fogones desparramándose en el patio de la abuela Luba como rudimentario jacuzzi áspero acuario donde mi desnudez de fruta asoleada el jabón la risa de las tías y la cámara de mis traviesos padres eran los únicos ingredientes de la ya entonces escurridiza felicidad



No me gustaría ofrecer una lectura de la obra de Goldberg a partir de los parámetros ya establecidos por cierta crítica y que han convenido en llamarse, de manera perversa, poesía femenina en Venezuela. No es nuestra intención acá revitalizar esa antigua discusión. En todo caso, vale la pena señalar que parte de los libros que vamos a comentar conversan con los de algunos publicados por algunas coetáneas (María Auxiliadora Álvarez, Sonia Chocrón, Sonia González, Alicia Torres y Yolanda Pantin), quienes divulgan sus primeros libros entre los años ochenta y noventa. En estas poéticas, incluyendo la de la autora que hoy nos ocupa, la modernidad literaria se ha sometido a una dura prueba, al ampliar los registros temáticos y la manera de abordarlos. En ellas se pueden leer los alegatos acerca de las preocupaciones vitales y literarias de una generación que, extendiendo los recursos retóricos de las autoras inmediatamente anteriores, profundizaron en la escritura como testimonio. Por una parte, pusieron en escena el cuerpo, la tristeza, la ironía y el monólogo dramático. Por la otra, y esto marca a muchas de esas escrituras, partieron en busca de la recuperación del habla cotidiana en detrimento del habla culta, consagrada por muchas de las poetas anteriores.



Una segunda circunstancia que caracteriza a estas poéticas la constituye el hecho de que sus autoras han disfrutado de los beneficios propios de la cultura citadina, ya sea por la vía formal de la instrucción universitaria o por la vía informal de los múltiples talleres literarios que proliferaron a lo largo y ancho del país en esas décadas. Este acceso a los bienes culturales citadinos implicó, en relación con la generación anterior, un desplazamiento tanto de las materias poéticas como del lenguaje. Debido a eso, las referencias al libro de la cultura está presente en grandes fragmentos de estas obras. Por otra parte, estas poéticas se desplazaron hacia la interioridad del yo, interesadas en ampliar los horizontes escriturales que tradicionalmente habían sido asignados a lo específicamente femenino. De allí el interés por el cuerpo, por la tradición mitológica que refiere a lo femenino, la preocupación por personajes históricos y el anhelo por testimoniar las dolencias terrenales del amor, en detrimento de un discurso pleno de metaforizaciones de tono idealista que caracterizó a la literatura escrita por mujeres ¿pertenecientes a generaciones anteriores. Cuando decimos esto, pensamos en Ana Enriqueta Terán y Enriqueta Arvelo Larriva, en cuyas obras se condensa gran parte de lo que aquí afirmamos.



A estas premisas, queremos agregar ahora la siguiente, de carácter literario y que ya hemos declarado en otras partes. Son tres las edades que caracterizan la obra de un poeta. Comienza su destino literario construyendo poemas sueltos. Son los años del aprendizaje, de la confrontación con el temor y la duda, de las lecturas intensas. Luego (si los astros son favorables, como dice Borges), el conjunto de poemas colaboran en la construcción de un libro, ese dibujo en gran formato que testimonia una visión del mundo en un momento determinado de la historia personal. Al final, la sumatoria de libros construyen la obra, el espacio que permite apreciar, en profundidad, el decir de un poeta y su desarrollo, aquello que en fin de cuentas ha de dejar para continuar la tradición o transformarla. Es a partir de esta última instancia que deseamos conversar acerca de la particular poesía de Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966). Autora precoz, su primer libro, Treinta soles desaparecidos, lo publica en 1985 a los diecinueve años de su edad. Su más reciente título publicado, Víspera, apareció en 2000, de la mano de los amigos de Pequeña Venecia. Estos quince años de escritura describen una larga parábola que incluye también los siguientes títulos en poesía: De un mismo centro (1986), En todos los lugares, bajo todos los signos (1987), Luba (1988), A fuerza de ciudad (1989), Máscaras de familia (1991) e Insolaciones en Miami Beach (1995). Consideración aparte, pues no serán tocados en estas líneas, merecerán sus libros Una mujer con sombrero, texto para niños (1996) y Carnadas, novela corta publicada en 1998.



Desde sus primeros libros (y esto se ha dicho ya en muchas notas acerca de la autora), la poesía de Goldberg ha estado marcada por la brevedad o la contención. Esta forma, a mi parecer, es muy al uso en poetas que entienden el oficio como una forma del conocimiento y que en Venezuela se corresponde con ciertas líneas poéticas que huyen de lo barroco y lo excesivo. Más interesada en el funcionamiento del artilugio que en comunicar, la brevedad apunta hacia la interioridad del poema. Sus claves reposan casi exclusivamente en los límites marcados por la página, a pesar de su deseo de contactar con el mundo real. De esta contradicción se desprende, en general, esa especie de oscuridad que caracteriza esta forma poética en Occidente. La brevedad busca la consagración del instante, la fotografía mínima del pensamiento y la emoción. Quizás por eso se considere siempre a la brevedad como el filo de una navaja por donde se camina entre los precipicios del logro y del fracaso.



En la poesía de Goldberg esa oscuridad es evidente en sus primeros libros (Treinta soles desaparecidos, 1985; De un mismo centro, 1986 y En todos los lugares, bajo todos los signos, 1987). Pero este juego entre claves internas y mundo real, nos parece más la búsqueda de una expresión, la tímida indagación en procura de lo que es, definitivamente, el rasgo principal que caracteriza una obra: la Voz. En este sentido, estos libros nos presentan a un autora más interesada en la estructura y en el precario decir que en su eficacia comunicativa pues, al mismo tiempo, ese decir huye de lo declarativo en beneficio de la contención. Los poemas de esta primera época nos parecen preparaciones para los libros que vendrán. Son ejercicios para la estructura narrativa en la cual experimentará en sus siguientes títulos, donde el tono del desencanto jugará un papel principalísimo.