Ismael de Diego sobre Gorki Águila: Nuestros mejores años

 

La primera vez que vi a Gorki fue en la cárcel durante la producción de Habana Blues. Fue en un comedor grande, con varias mesas de cemento empotradas en el suelo, en un extremo estaban los familiares apretados en la puerta de entrada con la vista fija en una puerta de hierro al otro extremo de la habitación. Sólo se escuchaban las voces de los oficiales, "No pasen hasta que no se les avise". Estuvimos así un rato en silencio hasta que comenzaron a salir los reclusos, los esculcaban uno por uno antes de entrar y quedar parados a 40 metros frente a nosotros, así que tuve tiempo de tratar de adivinar cuál de ellos era Gorki. Cuando salió por la puerta no lo reconocí, fue sólo un rostro familiar, esa empatía que se siente ante un posible amigo, una camisa azul grande estampada y una mirada desilusionada. Fue cuando nos sentamos y lo tuve cerca que lo reconocí, no tenia nada que ver con aquella imagen eufórica y provocadora de los conciertos, se veía cansado, "esto es como un teatro, te subes a cantar y representas un personaje, pero cuando te bajas del escenario todos esperan que seas siempre así", me dijo. Estaba hecho mierda y me lo pegó, sentí que él no pertenecía a ese lugar y la visita me dejó la sensación de injusticia en el cuerpo. Supe que cualquiera podía estar ahí sólo con molestar un poco más de la cuenta y me pregunté qué tan débil y enclenque debe estar este gobierno para que un grupo de música le pueda representar algún peligro. Al conocer las acusaciones, las supuestas pruebas que se esgrimieron y la sentencia totalmente desmedida e injustificada, recordé aquellas persecuciones estúpidas y medievales que me contaron de los años 70 en la UMAP y que tanto afectaron a generaciones de cubanos que lo vivieron. Generaciones que hoy están convencidos que eso fue algo del pasado sólo porque ya no les ocurre a ellos y que se rehúsan a tomar partido. Siempre pensé que fue el pueblo y no el sistema, no Pavón, no Quesada, no Fidel, los culpables de aquella tragedia, el pueblo que lo permitió, que lo aprobó, que se calló y no habló cuando pudo, por miedo o por lo que fuese. Me pregunto qué tanto abuso puede cometer un gobierno, hasta dónde puede llegar, si su pueblo nunca protesta y permite todos los atropellos, y qué tan solo y vulnerable está un hombre cuando nadie quiere comprometerse, por justa que sea la causa. Esto le está ocurriendo ahora a nuestra generación, a la que se ha mantenido encerrada en esta isla y a la cual nunca se le ha permitido tener voz propia. La cultura, para que sea auténtica y genere una identidad real, debe ser espontánea y nacer del ímpetu por expresar. La cultura impuesta, moral o políticamente correcta, utilizada como una estadística para impresionar y ganar puntos políticos, no es más que pura evasión enajenada y conlleva inevitablemente al desapego, no en vano nuestra cultura es cada vez menos nuestra y más americana, puertorriqueña, europea o lo que sea que esté de moda. No existe en Cuba una sola tarima, un solo micrófono donde se pueda expresar una idea que no esté previamente revisada y avalada, todos los teatros, cines, bares de mala muerte, tugurios y glorietas pertenecen al gobierno y éste impone leyes enmascaradas en instituciones, permisos y membresías para crear un filtro infalible. No sé qué principio revolucionario puede justificar semejante carencia de libertad. Los artistas e intelectuales que piensan que reflejan nuestra realidad de una forma crítica y logran el acceso a los medios de comunicación son aquellos que han sido aprobados y que han pasado a ser una especie de contestatarios oficiales, cuyos pensamientos no representan en lo más mínimo las carencias, las miserias y la increíble falta de libertad que vivimos a diario. Aquellos que se niegan a modificar, endulzar o transformar su discurso con tal de entrar en el sistema y poder ganarse el derecho a tocar en algún lugar y vivir de lo que hacen les esta reservado el anonimato, la persecución y la indiferencia. Al parecer, la honestidad y el compromiso con la verdad individual no tienen pegada en un país dormido y apático que ha decidido que hacer de la vista gorda es lo más inteligente y correcto. Vaya pueblo culto que hemos generado. Si piensan que no son evidentes las razones por las cuales se intenta encancelar a Gorki se equivocan, son obvias. Hace rato que el engaño no es más que una burda manipulación. Si piensan que esta torpe solución a la hora de lidiar con la crítica no hace notar su patética incompetencia política se equivocan, todos nos damos cuenta de la falta de compromiso con la verdad. No pronunciarse ante este tipo de hechos nos hace cómplices de la intolerancia porque existen situaciones que nos conciernen a todos y donde lo que está en juego no es más que la libertad. Esa libertad pura de ser como somos sin condiciones ni juicios, ésa que para disfrutar hay que ganársela. No me gusta apoyarme en las citas, pero él lo dijo mejor que yo:
"Quienes son capaces de renunciar a la libertad esencial a cambio de una pequeña seguridad transitoria, no son merecedores ni de la libertad ni de la seguridad".
Benjamin Franklin
Ahí está la historia para contarnos cómo fue que lidiaron los líderes revolucionarios con la generación de nuestros padres, queda por ver cuál va a ser la relación que establezcan con nosotros y hasta qué punto vamos a dejar que nos roben nuestros mejores años con el silencio como verdugo. Mientras tanto, Gorki se queda en la celda de la Quinta esperando a que se inventen una buena excusa para que se pudra en la cárcel donde lo conocí y logren que deje de cantar para siempre.

HÉCTOR TIZÓN: "Un escritor no debe tener apremios económicos ni apuros"

"El ritmo de la escritura debe ser casi biológico, como el de la circulación de la sangre. El apuro puede lograr fines no queridos", dice Tizón en esta entrevista.
El jardín, solitario y recoleto, está en el centro de Buenos Aires. Altos muros lo separan del ruido exterior, como si fuera el claustro de un convento. En los canteros florecen heliotropos y malvones e, invisible entre las ramas altas del árbol que nos da sombra, un zorzal canta con entusiasmada esperanza. Si las sillas de hierro en que nos hemos sentado Tizón y yo estuvieran provistas de sendos almohadoncitos, el mundo sería perfecto.

Con Tizón nos acordamos del día en que acompañé a Borges a Yala, hace más de treinta años. Yala, donde todavía tiene Héctor su casa, queda a sólo trece kilómetros de la ciudad de Jujuy, pero la memoria, que suele modificar en general para bien los recuerdos, la ubicaba mucho más lejos, cerca del paraíso . -Sí -dice Héctor-, es un lugar paradisíaco, antiguo y grande. Esto tiene ventajas e inconvenientes. Por ejemplo, cuando me pintan la casa, los pintores reacomodan los libros por tamaño y entonces es como no tenerlos; no encuentro nada, pero lo lindo es irlos redescubriendo. Hoy, Yala se ha convertido en un lugar suburbano, con una ruta excelente, y en minutos se está en la ciudad. En mi niñez quedaba muy lejos y era un pueblo autónomo. Había de todo. Se podía comprar whisky importado; entonces funcionaba bien la colonia. Bueno, ahora también. La gente vivía, se maleducaba y moría allí. No abandonaba el pueblo. Hoy se van a trabajar a la ciudad, los que tienen trabajo.

- Me acuerdo de que antes sólo podías escribir en Yala. ¿Sigue siendo así?

- Antes era antes. Ahora, después de haber tenido, no sé si por gracia o por desgracia, la necesidad de la escritura para vivir, se me fueron todos los tics. Lo hago en cualquier lado.

- ¿Cuál es la gracia y cuál la desgracia?

- Un escritor no debe tener apremios económicos ni apuros. El ritmo de la escritura debe ser casi biológico, como el de la circulación de la sangre. El apuro puede lograr fines no queridos. Escribir debe ser una función armónica. Es lo mismo que hacer el amor de prisa, eso es una barbaridad.

- ¿Escribís todos los días, como lo confesaron Vargas Llosa o Graham Greene?

- No, no, no. A lo sumo suelo anotar en papelitos. En general escribo los fines de semana. Greene era un gran macaneador, yo lo conocí. Más que escribir, bebía repetidas y supuestas tazas de té que no contenían té. El solía decir cosas que podían sonarle agradables a su interlocutor. No creo que nadie escriba todos los días. Puede ser Vargas Llosa, allá él.

- Tu última novela, La mujer de Strasser, es tu libro número catorce, ¿no?

- Sí. Son demasiados. A mí me gustaría componer un volumen que llevara un pedacito de cada uno de mis libros pero no la suma de todos. Es un lugar común, y tú lo sabes, que uno siempre escribe el mismo libro con variantes. Yo puedo ser escritor y puedo ser juez, pero no dos escritores diferentes .

- Sos camarista, ¿no es cierto?

- No. Soy juez de la Corte Suprema.

- ¡Ah! Muy superior. Estoy frente a un señor muy importante, que tiene mucho trabajo.

- ¡Por favor! Nosotros resolvemos los casos en los que está en juego la Constitución. Tampoco es demasiado trabajo, porque nos llegan los casos muy masticados que admiten dos hipótesis de resolución, a lo sumo. Pero es tarea delicada porque por encima de uno no hay nadie.

- Sólo Dios.

- Algunos dicen que sí, yo no lo creo. Por eso me preocupa decidir una cosa y, de pronto, no sentirme demasiado seguro. Ocurre muy pocas veces.

- Debe de ser horrible convivir con ese sentimiento. La mujer de Strasser transcurre en Yala. ¿Por qué?

- Un escritor debe escribir sobre el lugar y la gente que conoce, tratando en lo posible de que no se note y lo pueda leer todo el mundo. Los únicos que pueden escribir sobre cualquier cosa son los ingleses, porque en cualquier lugar del mundo en que estén, en Pakistán, en Africa... siguen siendo ingleses.

- ¿Cómo definirías esta novela?

- Es el cruce de los caminos de personas con orígenes y destinos diferentes, que no tenían por qué cruzarse, alrededor de una metáfora, que es la construcción de algo, en este caso un puente. Puente que a nadie le importa y que nadie sabe adónde va, salvo la pobre gente que lo construye. Es una novela de pasiones. La protagonista, la mujer del título, crece hasta desbordar la existencia de los demás. El segundo personaje en importancia es otra mujer, la anciana aborigen, y detrás de ellas dos está el retrato de la abuela. En mis novelas las mujeres son piedras basales porque así es la sociedad en que vivimos. Aparentemente dejan que el hombre gobierne, pero la mujer es más fuerte, por eso es más longeva.

- Al leer tu libro me pareció que estabas enamorado de la protagonista.

- Siempre lo estuve, desde que tenía cinco años y ella, treinta más que yo. Su retrato, mirálo, aparece en la primera página del cuadernillo de fotos y yo, niño, en la siguiente.

- Es muy linda.. Entonces, se trata de un libro autobiográfico.

- Sí. Pero si bien tiene pantallazos intensos, no muestra la continuidad de la vida de esa mujer. No fui capaz de describirla entera. Además, sería una forma de traicionarla. En la vida hay cosas que mejor no conocer. Tal como está escrita la novela, creo que se lee bien. Por supuesto, pude haberla mejorado si mis posibilidades me lo hubieran permitido. Es la historia de una mujer que amó mucho, quizá más de lo necesario, y a quien no debía amar.

- Hace más de treinta años que nos conocemos. Dejando de lado los relativos estragos producidos por el tiempo, ¿en qué has cambiado?

- En el carácter. Ya no tengo impaciencias ni apuros. Si me muriera hoy, no tendría pena por las cosas que supuestamente podría haber hecho y no hice. Además, y por no vivir en una gran ciudad, disfruto algo que pocos tienen, salvo los muy ricos: tiempo.

-¿Cómo has recibido la cantidad de distinciones que te han dado últimamente?

- Sorprendido. No creía demasiado en mí. Pero como hace cuatro o cinco meses he estado desahuciado, lo primero que pensé, fue: qué suerte tuve en no morirme.

- ¿Deseas algo que te falte?

- No. Sólo deseo conservar la paz que tengo y, si es posible, acrecentarla.

Historia y mito: el abecedario del amor, por MARIO VARGAS LLOSA




En Diccionario del amante de América Latina (Paidós), Mario Vargas Llosa ha reunido los artículos que escribió desde su juventud acerca de todos los temas imaginables relacionados con este continente
Yo descubrí América Latina en París, en los años sesenta. Hasta entonces había sido un joven peruano que, además de leer a los escritores de mi propio país, leía casi exclusivamente a escritores norteamericanos y europeos, sobre todo franceses. Con excepción de algunas celebridades, como Pablo Neruda y Jorge Luis Borges, apenas conocía a alguno que otro escritor hispanoamericano y en esos años jamás pensé en América Latina como una comunidad cultural, sino más bien como un archipiélago de países muy poco relacionados entre sí.
Que era algo muy distinto lo aprendí en París, ciudad que, en los años sesenta, se convirtió, en palabras de Octavio Paz, en la capital de la literatura latinoamericana. En efecto, la mayoría de los escritores más importantes de esa región de mundo habían vivido, o vivían, o pasaban por París, y los que no, de todas maneras terminaban siendo descubiertos, traducidos y promovidos por Francia, gracias a lo cual América Latina reconocía y empezaba a leer a sus propios escritores.
Los sesenta fueron unos años exaltantes. América Latina pasó a estar en el centro de la actualidad gracias a la Revolución cubana y a las guerrillas y a los mitos y ficciones que pusieron en circulación. Muchos europeos, norteamericanos, africanos y asiáticos veían surgir en el continente de los cuartelazos y de los caudillos una esperanza política de cambio radical, el renacimiento de la utopía socialista y un nuevo romanticismo revolucionario. Y, al mismo tiempo, descubrían la existencia de una literatura nueva, rica, pujante e inventiva, que, además de fantasear con libertad y con audacia, experimentaba nuevas maneras de contar historias y quería desacartonar el lenguaje narrativo.
Mi descubrimiento de América Latina en esos años me catapultó a leer a sus poetas, historiadores y novelistas, a interesarme por su pasado y su presente, a viajar por todos sus países y a vivir sus problemas y sus luchas políticas como si fueran míos. Desde entonces comencé a sentirme, ante todo, un latinoamericano. Lo he seguido siendo todos estos años y lo seré los que me quedan por vivir, aunque ahora entienda mejor que antaño que lo latinoamericano no es más que una expresión de lo universal, sobre todo de lo occidental, y aunque mis ilusiones de una América Latina libre, próspera, impregnada con la cultura de la libertad hayan pasado muchas veces del optimismo al pesimismo y de éste otra vez al optimismo, y de nuevo al pesimismo, a medida que el mundo en el que nací parecía encontrar el rumbo democrático o caía otra vez más en el autoritarismo y la violencia.
¿Qué significa sentirse un latinoamericano? Primero que nada, tener conciencia de que las demarcaciones territoriales que dividen a nuestros países son artificiales, ucases políticos impuestos de manera arbitraria en los años coloniales y que los líderes de la emancipación y los gobiernos republicanos en vez de reparar, legitimaron y a veces agravaron, dividiendo y aislando a sociedades en las que el denominador común era mucho más profundo que las diferencias particulares. Esta balcanización forzada de América Latina, a diferencia de lo que ocurrió en América del Norte, donde las trece colonias se unieron y su unión disparó el despegue de los Estados Unidos, ha sido uno de los factores más conspicuos de nuestro subdesarrollo, pues estimuló los nacionalismos, las guerras y conflictos en que los países latinoamericanos se han desangrado, malgastando ingentes recursos que hubieran podido servir para su modernización y progreso. Sólo en el campo de la cultura la integración latinoamericana ha llegado a ser algo real, impuesto por la experiencia y la necesidad -todos aquellos que escriben, componen, pintan o practican cualquier otra tarea creativa descubren que lo que los une es mucho más importante que lo que los separa de los otros latinoamericanos-, en tanto que en los otros dominios, la política y la economía sobre todo, los intentos de unificar acciones gubernativas y mercados se han visto siempre frenados por los reflejos nacionalistas, por desgracia muy enraizados en todo el continente: es la razón por la que todos los organismos concebidos para unir a la región, desde el Pacto Andino hasta el Mercosur, nunca han prosperado.
Las fronteras nacionales no señalan las verdaderas diferencias que existen en América Latina. Ellas se dan en el seno de cada país y de manera transversal, englobando regiones y grupos de países. Hay una América Latina occidentalizada, que habla en español, portugués e inglés (en el Caribe y en Centroamérica) y es católica, protestante, atea o agnóstica, y una América Latina indígena, que, en países como México, Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia, consta de muchos millones de personas, y que conserva instituciones, prácticas y creencias de raíz prehispánica. Pero la América indígena no es homogénea, sino, a su vez, otro archipiélago y experimenta distintos niveles de modernización. En tanto que algunas lenguas y tradiciones son patrimonio de vastos conglomerados sociales, como el quechua y el aymara, otras, como es el caso de las culturas amazónicas, sobreviven en comunidades pequeñas, a veces de apenas un puñado de familias.
El mestizaje, por fortuna, está muy extendido y tiende puentes, acerca y va fundiendo a estos dos mundos. En algunos países, como en México, ha integrado cultural y racialmente a la mayoría de la sociedad -es tal vez el único logro de la revolución mexicana-, dejando convertidas en minorías a aquellos dos extremos étnicos. Esta integración, por cierto, esmucho menos dinámica en el resto del continente, pero continúa ocurriendo y, a la larga, terminará por prevalecer, dando a América Latina el perfil distintivo de un continente mestizo. Aunque, esperemos, sin uniformarla totalmente y privarla de matices, algo que no parece posible ni deseable en el siglo de la globalización y la interdependencia entre nacionales. Lo indispensable es que, más pronto que tarde, gracias a la democracia -la libertad y la legalidad conjugadas- todos los latinoamericanos, con prescindencia de raza, lengua, religión y cultura, sean iguales ante la ley, disfruten de los mismos derechos y oportunidades y coexistan en la diversidad sin verse discriminados ni excluidos. América Latina no puede renunciar a esa diversidad multicultural que hace de ella un prototipo del mundo.
Este libro es un testimonio del compromiso con América Latina que contraje en París, pronto hará medio siglo, y al que sigo fiel. Aunque cualquiera que hojee sus páginas comprobará que, a lo largo del tiempo, mis opiniones literarias y mis juicios políticos y mis entusiasmos y críticas han cambiado muchas veces de blanco y contenido -todas las veces que la mudable realidad me lo exigía-, mi interés, mi curiosidad y también mi pasión por ese mundo complejo, trágico y formidable, de inmensa creatividad y de sufrimiento y penalidades indecibles, en el que las formas más refinadas de la civilización se mezclan con las de la peor barbarie, se han conservado intactos hasta hoy.
Una de las obsesiones recurrentes de la cultura latinoamericana ha sido definir su identidad. A mi juicio, se trata de una pretensión tan inútil como imposible, pues la identidad es algo que tienen los individuos y de la que carecen las colectividades, una vez que superan los condicionamientos tribales. Pero, al igual que en otras partes del mundo, esta manía por determinar la especificidad histórico-social o metafísica de un conjunto gregario ha hecho correr océanos de tinta en América Latina y generado feroces diatribas e interminables polémicas. La más célebre y prolongada de todas, aquella que enfrentó a hispanistas, para quienes la verdadera historia de América Latina comenzó con la llegada de españoles y portugueses y la articulación del continente con el mundo occidental, e indigenistas, para quienes la genuina y profunda realidad de América está en las civilizaciones prehispánicas y en sus descendientes, los pueblos indígenas, y no en los herederos contemporáneos de los conquistadores, que todavía hoy marginan y explotan a aquellos.
En verdad, cualquier empeño por fijar una identidad única a América Latina tiene el inconveniente de practicar una cirugía discriminatoria que excluye a millones de latinoamericanos y a muchas formas y manifestaciones de su frondosa variedad cultural.
La riqueza de América Latina está en ser tantas cosas a la vez que hacen de ella un macrocosmos en el que cohabitan casi todas las razas y culturas del mundo. A cinco siglos de la llegada de los europeos a sus playas, cordilleras y selvas, los latinoamericanos de origen español, portugués, italiano, alemán, chino o japonés son tan oriundos del continente como los que tienen sus antecesores en los antiguos aztecas, toltecas, mayas, quechuas, aymaras o caribes. Y la marca que han dejado los africanos en el continente, en el que llevan también cinco siglos, está presente por doquier: en los tipos humanos, en el habla, en la música, en la comida y hasta en ciertas maneras de practicar la religión. No es exagerado decir que no hay tradición, cultura, lengua y raza que no haya aportado algo a ese fosforescente vórtice de mezclas y alianzas que se dan en todos los órdenes de la vida en América Latina. Esta amalgama es su riqueza. Ser un continente que carece de identidad porque las tiene todas.
Aunque no se aborde de manera explícita, un asunto merodea por todos los vericuetos de este diccionario: la paradoja de la abismal contradicción que existe en América Latina entre su realidad social y política y su producción literaria y artística. El mismo continente que, por sus astronómicas diferencias de ingreso entre pobres y ricos, sus niveles de marginación, desempleo y pobreza, por la corrupción que socava sus instituciones, por sus gobiernos dictatoriales y populistas, por los niveles de analfabetismo y de escolaridad, sus índices de criminalidad y narcotráfico y el éxodo de sus pobladores, es la encarnación misma del subdesarrollo, detenta un altísimo coeficiente de originalidad literaria y artística. En el campo de la cultura sólo se puede hablar de subdesarrollo en América Latina en su vertiente sociológica: la pequeñez del mercado cultural, lo poco que se lee, el ámbito restringido de las actividades artísticas. Pero, en lo tocante a la producción, ni sus escritores, ni sus cineastas, ni sus pintores, ni sus músicos (que hacen bailar al mundo entero) podrían ser llamados subdesarrollados. En sus mejores exponentes, el arte y la literatura latinoamericanos han dejado atrás hace tiempo lo pintoresco y lo folclórico y alcanzado unos niveles de elaboración y de originalidad que les garantizan una vigencia universal.
¿Cómo explicar esta paradoja? Por los grandes contrastes de la realidad de América Latina, donde no sólo conviven todas las geografías, las etnias, las religiones y las costumbres, sino también, como lo mostró Alejo Carpentier en Los pasos perdidos , todas las épocas históricas. En tanto que las élites culturales se modernizaban y abrían al mundo y se renovaban gracias a un cotejo constante con los grandes centros de pensamiento y creación cultural de la vida contemporánea, la vida política, con muchas excepciones, permanecía anclada en un pasado autoritario de caudillos y camarillas que ejercitaban el despotismo, saqueaban los recursos públicos, y mantenían la vida económica congelada en el feudalismo y el mercantilismo. Un divorcio monstruoso se produjo: en tanto que los pequeños reductos de la vida cultural -mínimos espacios de libertad librados a su suerte por un poder político generalmente inculto y desdeñoso de la cultura- se hallaban en contacto con la modernidad y evolucionaban y salían de ellos escritores y artistas de alto nivel, el resto de la sociedad permanecía poco menos que inmovilizada en un anacronismo autodestructor. Es verdad que en los últimos tiempos han mejorado algo las cosas, pues hay en América Latina una gran mayoría de gobiernos democráticos. Pero algunos de ellos se tambalean por su incapacidad para satisfacer las demandas sociales y por la corrupción que los corroe, y el continente tiene todavía, como recuerdo emblemático de su pasado, la dictadura más longeva del mundo: la de Fidel Castro (46 años en el poder).
Este libro es, a su modo, una mezcolanza plural, muy parecida, aunque en formato microscópico, de lo que, creo yo, es América Latina. Se compone de textos escritos desde que, en mi juventud, me descubrí un latinoamericano, hasta la fecha, que se ocupan de todos los temas imaginables -la revolución, la fotografía, ciertos hábitos del lenguaje popular, el cine, las dictaduras, el paisaje, los escritores, la historia, el humor, el fútbol, los viajes, la pintura-, y comprenden variedad de géneros: el reportaje periodístico, el artículo, la evocación, la reseña, la nota necrológica, la crónica y hasta la ficción. Como están escritos en épocas diferentes hay entre ellos divergencias y contradicciones, que hubiera sido deshonesto tratar de disimular. Lo que les da unidad es que todos ellos, desde distintas perspectivas y con diferentes pretextos, tratan de capturar a través de la escritura un instante, una imagen, de ese vértigo incesante que es América Latina, en alguna de sus infinitas manifestaciones.
El libro no aspira a ser objetivo e impersonal. Por el contrario, está cargado de subjetividad. La mayoría de los textos están escritos en primera persona y dan cuenta de mis experiencias y reacciones frente a determinados asuntos de la realidad latinoamericana. Y, por eso, de una manera un tanto accidental, este libro es también como el revés de una autobiografía, la materia prima que la haría posible. No se puede entender América latina sin salir de ella y observarla con los ojos y, también, los mitos y estereotipos que se han elaborado sobre ella en el extranjero, porque esa dimensión mítica es inseparable de la realidad histórica de una comunidad, y, asimismo, porque muchos de esos mitos y estereotipos América Latina los ha hecho suyos y metabolizado, empeñándose a menudo en ser lo que, por razones ideológicas y folclóricas, muchos europeos y norteamericanos decían que era y querían que fuera, empezando por el cronista colonial León Pinelo, quién "demostró" que en la Amazonia se encontraba el Paraíso Terrenal. Por eso, en estas páginas figuran muchos pensadores y escritores que, sin ser latinoamericanos, han tenido una influencia relevante en su vida cultural y política, y, como premio o castigo, merecerían serlo.
Entre esas influencias ha prevalecido, en buena parte de la historia latinoamericana, la cultura francesa. Desde los tiempos de la Independencia, en que las ideas de los enciclopedistas y los doctrinarios de la Revolución dejaron una huella fundamental en los ideales de emancipación, y pasando por el positivismo que marcó el quehacer intelectual y cívico de un confín a otro de la región pero, sobre todo, a Brasil y México, hasta hace relativamente poco tiempo los modelos estéticos, las ideologías, los valores filosóficos, los temas y prioridades del debate intelectual en América Latina han seguido muy de cerca lo que ocurría en Francia. Y, a menudo, lo que llegaba hasta nosotros de otras culturas lo hacía a través de las traducciones, las modas y las interpretaciones francesas. Eso ha cambiado en nuestro tiempo, con la ramificación de centros culturales y la desaparición de las fronteras, pero, hasta mi generación por lo menos, la vida artística y cultural de América Latina sería incomprensible sin la fecundación francesa. Es la razón por la que Francia está presente en este libro; además de reflejar una preferencia personal, esta presencia, creo, sintoniza cabalmente con una verdad histórica.
Jamás hubiera sido posible este diccionario sin la ayuda generosa de mi traductor y amigo, Albert Bensoussan, incansable sugiriendo la inclusión de textos, perfeccionando la estructura del libro y preparando las notas aclaratorias, y la de mi antigua colaboradora y amiga, Rosario Muñoz-Nájar de Bedoya, quien se las arregló siempre, escarbando archivos, bibliotecas y cajones, para hacer aparecer los textos que creía desaparecidos. A ambos, muchas gracias.

Apuntes sobre Roberto Arlt, por LUIS GREGORICH


(fragmento)

"...Sabemos que sus obras más importantes son cuatro novelas (El juguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas y El amor brujo), un tomo de cuentos (El jorobadito y otros cuentos), cuatro dramas (Saverio el cruel, El fabricante de fantasmas, La isla desierta y 300 millones) y varios tomos de crónicas periodísticas (las Aguafuertes porteñas).

Su vida nada tuvo de confortable ni descansada. Hijo de inmigrantes pobres, soportó una infancia de penurias y frecuentes cambios de domicilio, agravada por ausencias intermitentes del padre. En la escuela no tuvo mayor fortuna ni gustó de las aulas. Cursó la primaria hasta el tercer grado, y después, como él mismo dice, "lo echaron por inútil”. Como Silvio Astier, el protagonista de El juguete rabioso, desempeñó irregularmente diversos oficios: dependiente de librería, aprendiz de hojalatero, mecánico.

Sabemos que a los dieciséis años abandonó la casa paterna para vivir una aventura sentimental en Córdoba y quedarse allí un par de años, trabajando duramente para ganar el sustento; que en esa provincia conoció a Carmen Antinucci, con la que se casó cuando los dos eran muy jóvenes; que tras el nacimiento de su hija Mirta y crecientes dificultades en los diversos trabajos e inversiones que intentó, debió volver, con mujer e hija, a Buenos Aires. Sabemos también que, a partir de ese regreso, viviría básicamente de su tarea periodística, y se vincularía, cada vez más estrechamente, con el ambiente literario. En 1940 murió su mujer; poco después se casó con Elizabeth Shine, que le daría un hijo póstumo, que llevará su mismo nombre.

Fue un autodidacta, tal vez más notoriamente que cualquier otro gran escritor argentino. Ganó su pasión por la literatura en los folletines franceses publicados en los periódicos de la época o en libros baratos, pero también en los narradores rusos del siglo XIX malamente traducidos en modestas ediciones, así como en lecturas desordenadas de las bibliotecas de barrio empapadas de atmósfera anarquista y socialista. Rocambole, Dostoievski y, por supuesto, la emoción y la premura del periodismo, que, como queda dicho, finalmente sería su único oficio estable. Fracasó como inventor, y su asociación con el actor Pascual Nacaratti para explotar un sistema (de propia creación) de vulcanización de medias resultó tan poco rentable como el resto de sus aventuras económicas.

Pese al sello de transgresión y rebeldía que Arlt imprimió a su vida y obra, sería un error suponer que renegó del mundillo literario y editorial, e imaginárselo como un creador primitivo y salvaje, liberado de todo contacto con el competitivo aparato cultural y las figuras consagradas de su tiempo. Aunque trató de publicar su primera novela, El juguete rabioso, en la colección "Los Nuevos" de la Editorial Claridad, cercana al izquierdista y antioficialista grupo de Boedo (cuyo asesor, el escritor Elías Castelnuovo, rechazó la novela), también por esos años se hizo amigo de Ricardo Güiraldes y su mujer Adelina del Carril, y hasta fue secretario de Güiraldes por algún tiempo. Finalmente, El juguete rabioso fue publicado en 1926 por la Editorial Latina, gracias a la recomendación de Enrique Méndez Calzada, otro conocido escritor de la época. Muerto Güiraldes, que en cierto modo era su protector, Arlt recaló -ahora ya definitivamente- en el periodismo, primero en la revista humorística Don Goyo, dirigida por su amigo Conrado Nalé Roxlo, enseguida en el diario Crítica de Natalio Botana y por fin en otro diario, El Mundo, en el que, de la mano de Carlos Muzzio Sáenz Peña, adquiriría prestigio como cronista porteño con la serie de sus Aguafuertes. En la década de 1930, otro de sus amigos, Leónidas Barletta, lo estimuló a escribir teatro y le brindó el escenario del Teatro del Pueblo para representar sus obras dramáticas, que hoy, a la distancia, en algunos aspectos nos parecen tan revolucionarias como sus narraciones.

Una nueva biografía de Arlt, si fuera emprendida con un criterio amplio y sin la prejuiciosa pretensión de legitimar una personalidad explosiva y romántica, podría quizás acercarnos a una nueva tipología del escritor argentino en los dorados años ´20, a la ardua profesionalización de un oficio que sólo lentamente emergía del mecenazgo político y social, al verdadero papel de los grupos y movimientos literarios que, en sus luchas y conflictos, renovaban su vital autoafirmación. Con todo, nada garantiza que en esa biografía quedaran develados los secretos de la escrlitura de Arlt, y de las lecturas contradictorias que ha ido suscitando.

Aprendizajes

Hace ya más de veinticinco años describí a El juguete rabioso - primera novela y primer obra publicada de Arlt - como una narración de iniciación o aprendizaje, y señalé que en 1926, el año de su edición, curiosamente se dio a conocer otra gran novela argentina de aprendizaje: Don Segundo Sombra, de Güiraldes. El encuadre básico de este subgénero, largamente practicado por la narrativa occidental, se centra en la iniciación en la vida de su protagonista, por lo general un joven que recoge, con mayor o menor discreción, peripecias autobiográficas del escritor.



Las dos novelas mencionadas son tan diferentes como complementarias. En Don Segundo Sombra, escrita por Güiraldes al final de su vida (aunque todavía fuese joven), la iniciación de Fabio es, al mismo tiempo, la despedida de Don Segundo. Estamos frente a una forma del aprendizaje que se constituye en el canto del cisne de una visión del mundo rural, de una idea arquetípica del gaucho, concebida desde una perspectiva aristocrática a la que no puede reclamarse ni la fotografía realista ni la denuncia social. La escritura es musical, rica en lirismo y descripciones impresionistas, y hay páginas que pueden leerse por separado, como si fueran luminosos poemas en prosa. Más que la figura del discípulo (Fabio) importa la del maestro (Don Segundo), hasta el punto de que la materia y el estilo de su enseñanza pasen a importar más que el aprendizaje mismo.

En El juguete rabioso, narración urbana por excelencia, escrita por Arlt a los veinte años o poco más, situada en el infierno cotidiano de la pequeña clase media, en un destartalado tablado de humillaciones y traiciones, Silvio Astier - a la vez sujeto y objeto del aprendizaje - ocupa siempre el centro de la narración. No se trata de despedir a un mundo sino de ingresar, con inevitable rabia y vergüenza, en otro. Ese nuevo mundo está amasado con resentimientos y fantasías, y se recorta sobre una base cultural y de escritura hecha con viejos folletines y manuales de divulgación científica. En lugar de las lecciones de sabiduría rural de Don Segundo, Silvio recibe su formación de Ponson du Terrail y los macilentos émulos de Edison. Es ladrón, delator e inventor: sus creaciones tecnológicas son un señalador automático de estrellas fugaces, y una máquina de escribir en caracteres de imprenta lo que se le dicta, anticipándose notoriamente a la era informática.

La novela se desenvuelve en cuatro capítulos o episodios independientes entre sí. En el primero, "Los ladrones", Silvio, influido por la lectura de folletines y -no menos-por su deplorable condición social, funda con otros dos adolescentes el "Club de los Caballeros de la Media Noche", que se dedica a pequeños robos en el barrio. Luego de un fracaso,el Club paraliza sus actividades.

En el segundo capítulo, "Los trabajos y los días", Silvio, luego de mudarse de barrio, consigue trabajo como dependiente de una librería y pasa a vivir a la casa de don Gaetano, su patrón. Allí sufre iniquidades diversas y asiste a las mezquinas disputas entre don Gaetano y su mujer. Al fin intenta quemar la librería en que trabaja, pero fracasa otra vez. No le queda entonces más que dejar su puesto.

La tercera parte lleva el mismo título de la novela. Silvio intenta ingresar en la escuela de Aviación como aprendiz de mecánico. Primero lo aceptan, inclusive sorprendidos de su brillantez, pero luego, repentinamente, lo dan de baja, porque "no necesitan personas inteligentes, sino brutos para el trabajo". A continuación Silvio vive una extraña aventura con un homosexual, en una miserable pieza de hotel. A la salida, compra un revólver e intenta suicidarse, pero también fracasa.

En el cuarto capítulo, "Judas Iscariote", el protagonista ya ha crecido y ahora ha pasado a trabajar como corredor de papel, oficio que le parece tan vil y humillante como los anteriores que ejerció. Uno de sus amigos es ahora el Rengo, individuo marginal, que trabaja como cuidador de carros en la feria de Flores. Cierta intimidad, cierto calor humano, parecen florecer entre el Rengo y Silvio. El cuidador cuenta a Silvio que planea un robo en casa del ingeniero Vitri, patrón de su amante, y propone que sean cómplices. Silvio acepta, y luego, ya solo, mecánicamente, se pregunta: "¿Y si lo delatara?" Y, en efecto, va a ver a Vitri, delata al Rengo, y éste termina por ser arrestado. Silvio tiene una conversación final con Vitri, y después de una exaltada explicación de sus sentimientos tras la delación, comunica su decisión de irse a vivir al sur del país.

Vale la pena volver a contar el argumento., la estructuración en episodios de la novela, para percibir el armado homólogo de sus partes. Las tres primeras son otros tantos intentos de afirmación de Silvio, de acceso a la "puerca vida": cada una termina inexorablemente en el fracaso. En la cuarta, el éxito en la delación encubre un fracaso aún más lastimoso: el de la clausura social, el de la disyuntiva imposible de la moral individual. El final de El juguete, que para Zum Felde era "lo peor" del libro, es en realidad un cierre magistral de la iniciación, del aprendizaje, y el pórtico de una nueva etapa, sucio y canallesco pero inevitable si se repara en los episodios anteriores.

El juguete rabioso, primera obra de narrativa moderna escrita por un argentino, primera novela argentina que podemos considerar auténticamente perteneciente al siglo XX (más allá de las laboriosas arqueologías de Larreta y las respetables crónicas decimonónicas de Manuel Gálvez), guarda todavía, en los pliegues de su texto, secretos que la crítica no ha podido dilucidar. No habrá pequeño fragmento, de la irritante prosa arltiana, sino en el marco de los folletines de aventuras que al mismo tiempo son materia y motivo de los acontecimientos, en la alucinada recopilación de saberes acumulados, en la construcción de un aparato narrativo que, de por sí, estimula y provoca al lector.

Traducciones

El concepto de traducción, como el de parodia, han sido reiterados tópicos de la crítica reciente. Su pertinencia es obvia en el final de una época - en este caso en el epílogo de lo que en forma equívoca se ha llamado modernidad - y se legitima recíprocamente con las obras de creación literaria contemporáneas. En realidad, pocas veces en el pasado crítica y creación han sido tan cómplices, y se han parecido al punto de confundirse deliberadamente una con otra.

En la historia de la literatura hispanoamericana, la opción por la traducción ha sido a menudo una opción de resistencia. Después de las guerras de independencia, los jóvenes escritores liberales aceptaron el español sólo como un ineludible sustrato común, no como un instrumento estético y expresivo plenamente asumido. Era su lengua, pero también la lengua de una literatura decadente, demorada en el neoclasicismo. Era su lengua, pero también la lengua congelada de la administración colonial. Sus ideales románticos y revolucionarios habían sido definitivamente redactados en otro idioma: el francés.

Esta transfusión no motivó la extinción del español en América, sino su enriquecimiento, porque las lenguas son entidades abiertas a la circulación y el intercambio, no organismos herméticamente cerrados. Una de las mejores prosas castellanas del siglo XIX, la de Sarmiento, no resistiría las críticas del hispanismo purista, si todo se redujera a contar la cantidad de galicismos y construcciones francesas que empleó. Rubén Darí, que a fines de siglo transformó la poesía en español y le otorgó una nueva dimensión, también era americano y también era resueltamente afrancesado.

En la Argentina, junto a la genial experiencia de Sarmiento, surgió un género culto, la gauchesca, que sobre el molde de la poesía popular y del viejo romancero pareció rehabilitar, recrear, las cepas más puras y tradicionales del idioma. Era, de algún modo, la resistencia contra la resistencia, la sublevación contra un nuevo orden que a su vez tendía a cristalizarse en la injusticia y la retórica.

La narrativa incipiente que se cultivó en la Argentina a fines del siglo pasado tradujo los estereotipos del costumbrismo romántico y del naturalismo francés. La huella sintáctica, la impronta estructural de la lengua "modelo" es tan fuerte en varias de estas narraciones que el español aparece como un instrumento de segundo orden, derivado de un original de índole superior, como si realmente se tratase de una (mala) traducción. Existen también narradores de este período que reescriben a los novelistas contemporáneos (Pereda y la condesa de Pardo Bazán más que Galdós o Clarín), pero su ostentación casticista es un artificio que igualmente degrada los textos.

La práctica de la traducción que, un par de generaciones después, ejerce Borges, es de naturaleza diferente. De él también puede decirse que escribe español traduciendo (esta vez) del inglés. Una empresa no demasiado ardua aunque probablemente inútil consistiría en rastrear, en el nivel de las frases y los fragmentos de muchos cuentos de Borges, los rastros visibles, directos, de Quincey, Stevenson, Conrad o escritores ingleses de menor cuantía. Tampoco explica demasiado - o lo explica todo - la obvia circunstancia de que la abuela del escritor fuese inglesa y él hubiese aprendido esta lengua a muy temprana edad. Si, para Borges, toda la literatura es, en el fondo, traducción, repetición, reescritura, sería superfluo exigirle un léxico y una sintaxis española incorruptible. Lo que cuenta, como en el caso de Sarmiento, son los resultados, de nuevo inesperados: ahora uno de los revolucionarios de la literatura en español es, al comienzo, un traductor del inglés.

Arlt, a su vez, es un traductor de la traducción. Su escritura es una áspera amalgama de los escombros y desechos de la subliteratura, de las taxonomías de los manuales de divulgación científica, y del fuerte eco de las traducciones populares - originalmente hechas en España - de los grandes novelistas rusos y franceses. A veces la sintaxis cojea, las formaciones eclípticas otorgan un raro sabor arcaico al texto, y el abuso de hipérboles llega a fatigar. Junto a frescas muestras de la jerga porteña, aparecen súbitamente vocablos castizos que remiten a la vieja picaresca hispana o, modestamente, a la traducción hispana del más reciente folletín francés.

Sin embargo, desde el punto de vista de la narración, sería incorrecto afirmar que Arlt "escribe mal". Por el contrario, la forma en que conduce sus relatos es hábil, convincente y nada ingenua. Aunque a menudo encontremos flaquezas narrativas. Hay una clara modernidad en la presentación de los personajes, en la valoración de los acontecimientos, en la explosión de las situaciones. Lo que puede parecer débil en el nivel de las frases está ampliamente compensado en el nivel de los párrafos y, de un modo más general, en el nivel de las estructuras de lo narrado. No se encontrarán, en sus novelas y cuentos, las largas explicaciones causales de la narrativa del siglo XIX, ni las caracterizaciones minuciosas de ambientes y personajes. En la narración arltiana los hechos son los hechos, los personajes se explican por sí mismos y por lo que se les ocurre, y el resultado es una escritura fuerte, resistente al primer contacto, sabrosa y áspera, cuyo regusto perdura por mucho tiempo.

Lengua a menudo traducida, es cierto, pero que escenifica dramáticamente, sin complacencias, el tema mismo de la traducción en nuestra cultura, tan asediada por simulacros de civilización y restos triunfales de barbarie. Lengua que es auténticamente literaria, porque es capaz de la otra traducción - de la expresión-, que le está vedada a la lengua del sentido común y la comunicación cotidiana. Y en esa traducción-expresión Arlt es incomparable: en su trazado del "hombre" arltiano, esa multiforme figura formada por Astier, Rigoletto, Remo Erdosain, Barsut, Ergueta, el Rufián Melancólico, Elsa y la Coja, que sin apelar jamás al redentorismo o la justificación moral, se refugia con una especie de maligna alegría en su condición marginal; en su capacidad para inventariar - e inventar - los sueños, los delirios, las anticipaciones y los proyectos condenados al fracaso de una sociedad cruzada por las conspiraciones, los crímenes y la perpetuación de la injusticia y la estupidez. Cuadro sombrío, pero que se salva por su propia ejecución y exposición sin límites.

Vale la pena volver a leer estas traducciones arltianas- como las traducciones sarmientinas o borgeanas - y descubrir en él a un escritor a la vez trágico y cómico -

¿de qué otro podría decirse lo mismo? -, simplemente por haber asumido la condición de escritor argentino hasta las últimas consecuencias. Porque aquí, entonces y ahora, ¿qué es el estilo? ¿Dónde está el público que nos lee? ¿Quién legaliza nuestro oficio? A más de medio siglo de haberse muerto, las preguntas que plantea Arlt gozan de perfecta actualidad".

(c) Luis Gregorich

Apuntes sobre Roberto Arlt es parte del libro "Escritores del futuro" del mismo autor, que reúne ensayos sobre Borges, Cortázar, Shakespeare, Brech, Bernard Shaw, Jarry, Artaud, Beckett y otros, publicado en Grupo Editor Latinoamericano (1995).

Sobre el autor: Luis Gregorich es escritor y periodista. Ha tenido una extensa actuación en el ámbito editorial y en la función pública. Entre sus libros hay que mencionar "Cómo leer un libro", "Tierra de nadie", "Literatura y homosexualidad", El "De Profundis" de Oscar Wilde, La utopía democrática, ensayos sobre estado, política y literatura. Escribió el guión del largometraje documental "La república perdida" Tradujo y adaptó Hamlet y Rey Lear de Shakespeare y Danza macabra de Strindberg, representados por el elenco del Teatro San Martín de Buenos Aires. Ha ejercido la crítica por largos años, en diarios y revista de la Argentina y del exterior. como periodista fue director del Suplemento Cultural del diario La Opinión, editorialista del diario Clarín, director del Semanario Argumento Político y columnista de las revistas Medios & Comunicación, Vigencia y Humor. Dirigió colecciones de libros y fascículos en el Centro Editor y fue director- gerente general de EUDEBA. En 1988 ocupó la Subsecretaría de Cultura de la Nación, también fue Vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores e integró el Consejo de Presidencia de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos.



Nota: Apuntes sobre Roberto Arlt es parte del libro "Escritores del futuro" del mismo autor.

La identidad del escritor argentino, por LUIS GREGORICH





En su libro, La excentricidad de Borges y Perón (Catálogos), Luis Gregorich ha reunido ensayos ya publicados y algunos inéditos, como el que ofrecemos a modo de anticipo

Cada tanto asistimos a reuniones o simposios en que se discute la "gestación" de la identidad cultural, o, más modestamente, de la identidad del escritor argentino. Por empezar, es inevitable manifestar algunos recelos frente a la metáfora obstétrica del encabezamiento. En efecto, parece que se estuviera aludiendo a una especie de proceso en el que existe un organismo fecundador, una matriz gestadora, un determinado tiempo de gestación, y finalmente un bebé llamado identidad que nace de una vez por todas y que se desarrollará siguiendo estrictamente las leyes mendelianas inscriptas en sus genes.

Esta biologización de las identidades culturales no es inocente, y tampoco lo serían las referencias a la naturaleza o al destino. Ocurre que esas llamadas identidades suelen ser, más bien, los resultados finales de operaciones políticas consumadas por Estados o élites gobernantes, con el objetivo común de la cohesión social y la consolidación del propio poder. En este sentido habría, más que una gestación, la construcción de la identidad cultural, hecha de avances y retrocesos y que puede dar un sello a épocas enteras pero que nunca adquiere carácter definitivo.

Por cierto que esta construcción, esencialmente política, debe tener un cierto arraigo en situaciones, realidades, tradiciones ya ofrecidas por la vida social y la historia. En los Estados Unidos, el melting pot o "crisol de razas", convertido en identidad cultural, sirvió para cerrar (al menos en la superficie) las heridas de la guerra civil y para integrar económica y políticamente a los millones de inmigrantes llegados al país, si bien no hizo lo mismo con los afroamericanos ya residentes. Entre nosotros una simbología parecida se alimenta de las conquistas que van de la ley 1420 de laicidad y obligatoriedad de la educación común, a la ley Sáenz Peña de sufragio universal (masculino), y hasta llegar a la incorporación política de las clases obreras industriales en la segunda posguerra. Los mejicanos, por su parte, han reestructurado y reconstruido su historia en base a la etapa prehispánica, con la intención, nunca del todo alcanzada, de integrar en una nación a sus masas indígenas.

En nuestro tiempo el estudio de las identidades culturales toma en cuenta sobre todo los efectos de tres órdenes de conceptos: la globalización, el multiculturalismo y las migraciones. Algunas de las consecuencias en lo que respecta a nuestro ámbito son la mundialización del mercado cultural, los cruces y las fusiones de la nueva producción simbólica, la presencia de una sola potencia y cultura masiva dominantes (la norteamericana) que a su vez genera estrategias de absorción o resistencia, y la creación de bloques o espacios regionales capaces de preservar cierto nivel de desarrollo autónomo, pero que hasta hoy, en lo que toca a América Latina, no han mostrado ser demasiado operativos.

Respecto a la "identidad" del escritor argentino, tampoco la metáfora de la gestación sirve de mucho. No se advierte cómo son, o cómo deberían ser, esos escritores que, a partir de su nacimiento como tales, se conviertan en titulares de la identidad literaria nacional. Quizá sea más adecuado, y prudente, en el caso de este gremio o profesión, hablar de tradición, genealogía o perfil. Sin embargo, si nos apuran e insisten en pedirnos una aproximación a la identidad del escritor, entonces debemos dar una respuesta que bordea la obviedad: la única identidad del escritor está en su propia lengua, en su experiencia de lector (tal vez circulando también por otras lenguas), en la institución de la literatura, en los escritores que lo han antecedido y cuyos textos o intertextos han frecuentado. Hay tradiciones que otorgan cierto aire de familia a grupos de escritores, pero -salvo las facilidades del regionalismo- no dependen de una pertenencia generacional o territorial.

Cernuda y García Lorca formaban parte de una misma generación, los dos eran andaluces, y los dos eran homosexuales, pero no podría haber dos poetas más diferentes. Los grandes escritores de la modernidad, como Proust, Joyce y Kafka, ya empiezan diferenciándose por la lengua, y después por todo lo demás. Los hermanos Heinrich y Thomas Mann, salvo su lengua y parentesco, no se parecían en nada como escritores. De Jorge Luis Borges y Roberto Arlt, coetáneos y ambos porteños, lo más audaz que se ha llegado a decir es que son complementarios, después de debatir por largo tiempo acerca de sus diferencias. En realidad, los únicos que pueden aspirar a identidades genéricas son los epígonos, los imitadores, los que se instalan con resignación y comodidad en su condición filial.

¿Un eje ordenador podría ser, sobre todo para los narradores argentinos, la oposición borgismo/antiborgismo? También esa tabla de salvación se va perdiendo lentamente. Están los borgistas que transforman creadoramente el legado sin perder su autonomía, como Walsh, Saer y Piglia; y están los que resueltamente transitan caminos nuevos, como Puig y sus continuadores.

Hoy en día la primera marca de identidad es puramente curricular: la gran mayoría de los nuevos escritores -digamos, de los que tienen menos de 50 años- son egresados y a menudo docentes de nuestras facultades de Letras. El fenómeno no es nuevo, pero su frecuencia es casi apabullante. Sus consecuencias son que los escritores se han vuelto más profesionales y autoconscientes, los aparatos de consagración y las intermediaciones de lectura se han modificado -porque los críticos, comentaristas de libros, editores y asesores son asimismo egresados de Letras-, y hay una cierta despolitización y desdramatización del papel del escritor.

Hay algo de rigidez en el deslizamiento, en la división de roles entre el mercado y la Universidad: existen lecturas determinadas por el mercado, y que se sustentan principalmente en la identificación del género: biografías, ficción histórica, crónicas y reportajes políticos, libros de denuncia o autoayuda, novelas "fabricadas" según las reglas que Borges hubiese rechazado; las lecturas universitarias, en cambio, se constituyen en defensoras de la "buena" literatura, mezclan los géneros, intentan ser las impulsoras de una vanguardia que no existe. A veces parecería que esta división del trabajo, que por supuesto tiene sus pequeños conflictos y oposiciones internas, es asumida con demasiada satisfacción y pasividad, porque cada ámbito, el mercado y la Universidad, conserva su respectivo espacio de poder. Falta, eso sí, la capacidad de parodiarse a sí mismo.

En este contexto, no hay nada mejor que seguir reivindicando la individualidad del escritor y, ante todo, su capacidad para intervenir lúcidamente en su lengua y en el patrimonio que la forma. Y postular, también, ese objetivo arduo y enigmático que es la ampliación del público lector, el tendido de puentes de doble mano entre escritores y lectores, y la reflexión compartida que mitigue el imperio del mercado y la autocomplacencia.

Dos gestos necesarios

La crítica, en su sentido más abarcador, o la crítica literaria, en sus formas más restringidas. ¿Cuál es su sentido hoy? Si se trata de hablar de literatura, ¿cómo hacerlo acerca de una producción textual que se multiplica hasta la saturación, y que sin embargo podría no tener futuro en el mundo cibernético y digital que nos aguarda? ¿Quién escucha la palabra crítica (si es que tal cosa existe)?

Para quien viene de las demandas de la modernidad, de los desafíos y equívocos del siglo XX, no resulta fácil acomodarse al mundo globalizado del siglo XXI, que en realidad está armado con infinitos fragmentos que se relacionan escasamente entre sí. De plenitudes y totalidades, quizá engañosas, hemos derivado a la cultura de los compartimentos estancos, en que cada uno tiene su papel predeterminado y donde nadie se comunica con extraños. Difícil saber si hoy el sentido de la crítica se encontrará en la descripción, la interpretación o la evaluación.

Difícil, igualmente, elegir como canal más eficaz de expresión al libro, a la cátedra o a los medios masivos. O al pastel que amasan los circuitos de la red informática, desde las webs y los buscadores hasta los blogs y las revistas virtuales. Después de todo, podría uno decirse: ¿importa el objeto que es leído o el sujeto que lee? Y si damos la preeminencia al sujeto, ¿no será una actitud fetichista postular al libro como el supremo y casi excluyente objeto de lectura?

No hay ya lugar para soberbia ni para discursos críticos únicos, pero como lectores del siglo XX, algo incómodos en el siglo XXI, sentimos la tentación de proclamar que sí, que seguimos siendo fetichistas del libro, y que por ahora no se ha descubierto un vehículo más eficaz para la literatura y la crítica. A la espera de que algo mejor ocurra, seguiremos leyendo los libros de Edmund Wilson, de Jean-Paul Sartre, de Roland Barthes, de Octavio Paz o de George Steiner con que nos hemos formado. Y, para no salir de la Argentina, volveremos a obras tan significativas (y tan diferentes entre sí) como Otras inquisiciones de Borges, Literatura argentina y realidad política de David Viñas y Mundos de la imaginación de Jaime Rest. En cualquier caso, no frecuentaremos la crítica defensiva y autorreferente, replegada sobre sí misma e instalada en los extremos de la hiperespecialización o la divulgación más burda, sin caminos intermedios que permitan ampliar su público y convertirla en instrumento del debate cultural. No es que no se escriban y publiquen libros de crítica, sino que cada vez son menos inquietantes y más razonables, es decir, menos dignos de ser leídos.

Imaginemos, como puro ejercicio de nostalgia, dos sentidos o funciones para la crítica de la literatura.

Primero, una función de resistencia. La crítica siempre la ha tenido, vestida con los ropajes más diversos. Habitualmente la ejerció contra la injusticia, la opresión, los lugares comunes, las falsas academias, las buenas conciencias, las retaguardias estéticas y morales, y la estupidez. A estos enemigos universales se agrega hoy, con mayor énfasis que nunca, la astuta extorsión del mercado. En nuestros días la crítica tal vez deba resistir también contra sí misma, contra su tendencia a ensimismarse y a morderse la cola, contra su discreción y su miedo a los juicios de valor, contra su coquetería y ostentación teóricas, contra su temor a equivocarse y a caer en excesos. Los excesos son más saludables, culturalmente hablando, que las carencias.

Junto a la función de resistencia, habría que animarse también a reclamar, para la crítica, una función de iluminación. Nunca ha dejado de tenerla. En la crítica de la literatura, y en la crítica del arte en general, esta dimensión no puede ser ignorada ni sofocada por el mero didactismo o el análisis infinitesimal. Es probable que las herramientas para iluminar sean hoy más sofisticadas y complejas que en el pasado. Hay que utilizarlas a todas en su justa medida, tanto las que permitan explorar y poner en evidencia la sustancia concreta del arte y la literatura, como las que descubran las huellas y los síntomas de la vida social, de las pasiones humanas en las obras de arte. Y allí no habrá pasado, presente ni futuro. Un fresco de Simone Martini, un madrigal de Gesualdo, un poema de San Juan de la Cruz o de John Donne son nuestros contemporáneos tanto como Marcel Duchamp, Borges, los Beatles o Roberto Bolaño.

Resistir e iluminar. Dos gestos que el siglo XXI no puede negarnos.