El Pibe Juan - JUAN GELMAN

Las sirenas de los barcos bufan, las embarcaciones sueltan amarras en una calle polvorienta en la que inician un camino José Gelman y Paulina Burichson, junto a sus hijos Boris y Teodora, padres y hermanos del poeta. En la bitácora del barco alguien anota el testimonio de la infancia: el ambiente familiar en la casa de Villa Crespo, el niño turbado por el amor, el que junta papeles plateados en la calle, las manos pequeñas en el océano del piano, el olor del primer poema, el murmullo del barrio, los inicios del grupo El Pan Duro.



El único argentino de la familia soy yo. Mis padres y mis dos hermanos eran ucranianos. Emigraron en 1928. Mi padre era un socialrrevolucionario que había participado en la revolución de 1905. Yo no lo supe sino mucho después, en 1957, cuando encontré en Moscú a dos tías y a una prima que aún vivían en la casa de madera donde mi padre se había refugiado, y de la que debió escapar porque la policía del zar le pisaba los talones. Después anduvo por otras regiones de Rusia, vaya a saber por dónde, hasta que decidió ir a Buenos Aires. Llegó por primera vez en 1912, escapando del servicio militar.

Con un pasaporte falso partió hacia Génova. Ahí supo que zarparían dos barcos: uno hacia Nueva York y otro a Buenos Aires. El de Buenos Aires salió primero y en él se fue. Vivió en la capital argentina hasta que regresó a su tierra de origen, en los inicios de la revolución rusa, Volvió esperanzado porque eran momentos de cierto pluralismo. Como todo mundo sabe, los espacios se fueron cerrando.

Lo que lo desilusionó fue, sobre todo, la expulsión de Trotsky del Partido Comunista y su destierro en Alma Ata, en la frontera de Manchuria. Aunque él no era trotskista en absoluto, admiraba a Trotsky y pensaba que con su salida de escena se terminaban las últimas posibilidades de un debate democrático en la Unión Soviética. Entonces se fueron todos con pasaportes falsos, inaugurando así la tradición de pasaportes falsos en la familia. Mi hermana tenía tres años.

UNA PROMESA A REINALDO ARENAS

"Antes que me hagas la entrevista, tengo que decirte algo: tengo sida..." Con esa advertencia se inicio mi extraña entrada, hace más de una década, en el sobrecogedor mundo del escritor cubano Reinaldo Arenas.

Arenas había acudido a las oficinas de Radio Martí en Washington, cuando aun la radio emisora no había sido trasladada a Miami, no para promocionar sus libros que comenzaban a ser famosos en Estados Unidos, luego de haber triunfado en Francia y otras naciones europeas, sino para hablar del único tema que le importaba" la falta de libertad en Cuba..." y para denunciar a Fidel Castro". Había una urgencia especial en el escritor. Quería dejar un testamento oral para sus compatriotas y el mundo.

Pero antes de entrar a una pequeña cabina de grabación, en la que solo cabíamos el y yo, se volvió y me miro. Muy serio y en tono grave me advirtió, "tengo sida. Te importa entrar a un lugar tan chiquito conmigo? No tienes miedo que se te pegue?". No pude dejar de reírme por lo solemne de la advertencia. "Te lo digo en serio" agrego, sin entrar todavía en el mini estudio. Me encogí de hombros y le dije que no.

Su compañero Lázaro se quedó afuera con un portadocumentos lleno de panfletos. Era fines de la década de los 80, cuando se especulaba mucho sobre el sida. La mortal enfermedad estaba todavía rodeada de misterio, temor y malos entendidos.
"Creo que me voy a morir", me dijo simplemente.
"Todos nos tenemos que morir", le contesté.