Gilles Deleuze

El cuerpo de Spinoza

SOBRE SPINOZA. ¿Por qué escribir sobre Spinoza? También a hay que abordarlo por el medio y no por el primer principio distancia única para todos los atributos). El alma y el cuerpo, nadie tuvo jamás una idea tan original de la conjunción «y».

Cada individuo, alma y cuerpo, posee una infinidad de partes que le pertenecen bajo una cierta relación más o menos impuesta. Cada individuo también está compuesto de individuos de orden inferior y entra en la composición de individuos de orden superior. Todos los individuos están en la Naturaleza como en un plano de consistencia del que forman la figura completa, variable en cada momento. Y se afectan unos a otros, puesto que la relación que constituye cada uno supone un grado de fuerza, un poder de ser afectado. En el universo todo son encuentros, buenos o malos, eso depende. Adán come la manzana, ¿el fruto prohibido? No, es un fenómeno del tipo indigestión, intoxicación, envenenamiento: esa manzana podrida descompone la relación de Adán. Adán tuvo un mal encuentro. De ahí la fuerza de la pregunta de Spinoza: ¿qué puede un cuerpo?, ¿de qué afectos es capaz? Los afectos son devenires: unas veces nos debilitan, en la medida en que disminuyen nuestra potencia de obrar y descomponen nuestras relaciones (tristeza), y otras nos hacen más fuertes, en la medida en que aumenta nuestra potencia y nos hacen entrar en un individuo más amplio o superior (alegría). Spinoza no cesa de asombrarse del cuerpo. No se asombra de tener un cuerpo, sino de lo que puede el cuerpo. Y es que los cuerpos no se definen por su género o por su especie, por sus órganos y sus funciones, sino por lo que pueden, por los afectos de que son capaces, tanto en pasión como en acción. Así pues, no habréis definido un animal en tanto que no hayáis elaborado la lista de sus afectos. En ese sentido, hay más diferencias entre un caballo de carreras y un caballo de labor que entre un caballo de labor y un buey. Un lejano sucesor de Spinoza (1) dirá: mirad la garrapata, admirar esa bestia que se define por tres afectos, los únicos de los que es capaz en función de las relaciones de que está compuesta, un mundo tripolar, ¡eso es todo! Si la luz le afecta, se sube hasta la punta de una rama. Si el olor de un mamífero le afecta, se deja caer sobre él. Si los pelos le molestan, busca un lugar desprovisto de ellos para hundirse bajo la piel y chupar la sangre caliente. Ciega y sorda en ese inmenso bosque, la garrapata sólo tiene tres afectos, y el resto del tiempo puede dormir durante años mientras espera el encuentro. Y a pesar de todo, ¡qué fuerza! En último término, siempre se tienen los órganos y las funciones que corresponden a los afectos de los que se es capaz. Comenzad por los animales simples, que sólo tienen un número pequeño de afectos y que no están en nuestro mundo, ni en otro, sino con un mundo asociado que ellos han sabido cortar, recortar, volver a coser: la araña y su tela, el piojo y el cráneo, la garrapata y un trozo de piel de mamífero, ésos sí que son animales filosóficos y no el pájaro de Minerva. Y llamamos señal a lo que provoca un afecto, a lo que viene a efectuar un poder de ser afectado: la tela se mueve, el cráneo se pliega, un poco de piel se desnuda. Tan sólo unos cuantos signos como estrellas en una inmensa noche negra. Devenir‑araña, devenir-piojo, devenir‑garrapata, una vida desconocida, fuerte, obscura, obstinada.

LOUIS ALTHUSSER Jacques Derrida


Texto leído en el funeral de Louis Althusser. publicado en Les Lettres Françaises, n° 4. diciembre de 1990, pp. 25-26. Traducción de Manuel Arranz en «Cada vez única, el fin del mundo», Valencia, Pre-Textos, 2005. Edición digital de Derrida en castellano.


Ya sabía que iba a ocurrir, hoy voy a ser incapaz de hablar, voy a ser incapaz de encontrar, como se suele decir, las palabras.
Perdónenme que lea, por tanto, y que lea no lo que creo que debería decir –¿se sabe alguna vez lo que hay que decir en semejante momento?–, sino algo para evitar que el silencio lo cubra todo, algunos jirones que he podido arrancar al silencio, en el que, como sin duda ustedes. he estado tentado de encerrarme en este instante.
Me he enterado de la muerte de Louis hace pocas horas, menos de veinticuatro, volviendo de Praga –y el nombre de esta ciudad me parece ya violento, casi impronunciable–. Porque sabía que a mi vuelta de Praga tenía que llamarle. Se lo había prometido.
Cualquiera que se encuentre hoy aquí y estuviera cerca de Louis cuando hablé con él la última vez por teléfono sin duda lo recuerda: cuando le prometí llamarle e ir a verle en cuanto volviera de mi viaje, su última frase, la última frase que oí de Louis, fue “si todavía estoy vivo, sí, llámame, ven a verme, date prisa”. Le respondí en tono de broma para disimular, tratando de ocultar mi angustia y mi tristeza: “De acuerdo, te llamo y vengo”.
Louis, se ha acabado el tiempo, me faltan las fuerzas para llamarte, para hablar, para hablarte (estás demasiado ausente y a la vez demasiado presente: en mí, en mi interior). y todavía más para hablar de ti a otros, aunque sean, como es el caso, tus amigos, nuestros amigos.
No tengo ánimos para hacer un elogio. ni siquiera para pronunciarlo, habría demasiado que decir y éste no es el momento. Nuestros amigos, tus amigos que están aquí saben por qué es casi indecente hablar en este momento –y dirigirse una vez más a ti–. Pero el silencio también es insoportable. No soporto la idea. como si dentro de mí tú no soportaras la idea.

Julio Cortázar

Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos.


Julio Cortázar

Rayuela (Fragmento)

Eveline - JAMES JOYCE

Sentada a la ventana vio cómo la noche invadía la avenida. Reclinó la cabeza en la cortina y su nariz se llenó del olor a cretona polvorienta. Se sentía cansada.
Pasaban pocas personas. El hombre que vivía al final de la manzana regresaba a su casa; oyó los pasos repicar sobre la acera de cemento y crujir luego en el camino de ceniza que pasaba frente a las nuevas casas de ladrillo rojo. En otro tiempo hubo allí un solar yermo en donde jugaban todas las tardes con los otros muchachos. Luego, alguien de Belfast compró el solar y construyó allí casas -no casitas de color pardo como las demás, sino casas de ladrillo, de colores vivos y techos charolados. Los muchachos de la avenida acostumbraban a jugar en ese placer: los Devine, los Water, los Dunn, Keogh el lisiadito, ella y sus hermanos y hermanas. Ernest, sin embargo, nunca jugaba: era muy mayor. Su padre solía perseguirlos por el yermo esgrimiendo un bastón de endrino; pero casi siempre el pequeño Keogh se ponía a vigilar y avisaba cuando veía venir a su padre. Con todo, parecían felices por aquel entonces. Su padre no iba tan mal en ese tiempo; y, además, su madre estaba viva. Eso fue hace años; ella, sus hermanos y hermanas ya eran personas mayores; su madre había muerto. Tizzie Dunn también había muerto y los Water habían vuelto a Inglaterra. ¡Todo cambia! Ahora ella también se iría lejos, como los demás, abandonando el hogar paterno.
¡El hogar! Echó una mirada al cuarto, revisando todos los objetos familiares que había sacudido una vez por semana durante tantísimos años, preguntándose de dónde saldría ese polvo. Quizá no volvería a ver las cosas de la familia, de las que nunca soñó separarse. Y, sin embargo, en todo ese tiempo nunca averiguó el nombre del cura cuya foto amarillenta colgaba en la pared, sobre el armonio roto, al lado de la estampa de las promesas a Santa Margarita María Alacoque. Fue amigo de su padre. Cada vez que mostraba la foto a un visitante, su padre solía alargársela con una frase fácil: