Romance Lorquiano

La desconocida y poco estudiada vida amorosa del poeta granadino esconde una historia parecida a la de los trágicos dramas que escribió en muchas de sus obras.
“Las relaciones homosexuales de Federico García Lorca componen un romancero oscuro, un misterio del que sólo se conocen algunos testimonios y escasos documentos, pero lo cierto es que sentía verdadera pasión por aquellas personas a las que amó. En pocas ocasiones fue correspondido y no siempre eligió a la persona adecuada. Salvador Dalí, Emilio Aladrén, Rafael Rodríguez Rapún y Eduardo Rodríguez Valdivieso fueron, en algún momento, los hombres de su vida y de sus obras.
La familia García Lorca durante años evitó toda referencias a las inclinaciones sexuales del poeta, para evitar, según indicó Laura García Lorca, que «se confundiera su asesinato con un crimen sexual». La misma Laura reconoció que, pasados los años, la familia asumió el tema «con toda naturalidad».

LOS CUATRO HOMBRES DE FEDERICO GARCÍA LORCA.

SALVADOR DALÍ: El amor que no pudo ser.

Federico García Lorca y Salvador Felipe Dalí vivieron su particular “Brokeback Mountain” en la España de los años veinte. Su relación trascendió la simple amistad. Se conocieron en 1922 en la Residencia de Estudiantes de Madrid (cuando tenían 24 y 18 años, respectivamente). Fue una gran historia de amor aunque nunca llegara a consumarse. Lorca, menos temeroso al erotismo, fue mucho más consciente del amor que sentía hacia su amigo. Pero éste no aceptaba su homosexualidad, entre otras cosas por la influencia de un padre muy severo. Mantuvieron, a pesar de todo, una estrechísima relación personal y artística primero; y un complejo debate estético después, hasta 1928, cuando se produjo el alejamiento entre los dos.

Dalí había comenzado el servicio militar, pero tuvo tres meses de permiso que pasó con su amigo Federico entre Figueras, Cadaqués y Barcelona. En este momento llevaban más de un año sin verse y pasaron unos meses en íntima amistad. Según el pintor, en mayo de 1926 el poeta intentó estar físicamente con él y aunque Dalí se sentía halagado, no accedió a sus deseos, ya que no se consideraba homosexual, lo que Lorca respetó siempre profundamente.

Dalí era muy crítico con la obra de García Lorca. Cuando se publicó el ‘Romancero gitano’, Salvador le dijo a Federico: «Tú eres un genio y lo que se lleva ahora es la poesía surrealista. Así que no pierdas tu talento con pintoresquismos». Y Federico le hizo caso; dio un golpe de timón a su obra y surgió ‘Poeta en Nueva York’. Dalí se alió con Buñuel en ‘Un perro andaluz’, lo que le distanció de Lorca, que entendió que, con el título de la película, se referían a él. En esa época Salvador conoció a Gala en París.

Con todo, cuando los dos amigos se reencontraron en Barcelona, en el año 1934, ni el tiempo ni la distancia habían borrado esa relación. «Somos dos espíritus gemelos. Aquí está la prueba: siete años sin vernos y hemos coincidido en todo como si hubiéramos estado hablando diariamente…».

EMILIO ALADRÉN: La gran pasión.

En 1928, Federico se desentiende en Madrid de la revista ‘Gallo’ hasta tal punto que será requerido por el director de la publicación vanguardista, su hermano Francisco García Lorca. Federico, aunque en su interior seguía estando atraído por el joven Dalí, se sentía estrechamente relacionado con el escultor Emilio Aladrén Perojo, que había ingresado en la Escuela de Bellas Artes en 1922, el mismo año que Salvador. Ocho años más joven que Lorca, Aladrén, nacido en 1906, era un chico llamativamente guapo, de cabello negro, ojos grandes y algo oblicuos que le prestaban un aire ligeramente oriental, pómulos marcados y temperamento apasionado.

Federico lo había conocido allá por 1925, pero intimaron en 1927. A Lorca le sedujeron el físico, encanto personal y aire «entre tahitiano y ruso», que decía la pintora Maruja Mallo, quien fue novia de Aladrén hasta que vino el momento en que Federico se lo «robó» sin más miramientos.

La mayoría de amigos de Lorca despreciaban a Aladrén como artista y persona, y consideraban que ejercía una influencia muy adversa sobre el poeta. A Federico le encantaba llevar a Emilio a fiestas y presentarlo como uno de los jóvenes escultores españoles más prometedores. La relación levantó los celos en algunos amigos del poeta y fue causa de escenas violentas.

Una joven inglesa llamada Eleanor Dove, llegada a Madrid como representante de la empresa de cosmética Elizabeth Arden, fue la causa de la ruptura de la relación entre el poeta y el escultor. Es el verano de 1928 y Lorca se ve sumido en una gran depresión, que le llevará a Nueva York. En esa época escribió una carta a José Antonio Rubio Sacristán, uno de sus amigos de la Residencia de Estudiantes, donde dice, entre otras cosas: «Ahora me doy cuenta de qué es eso del fuego del amor del que hablan los poetas eróticos y me doy cuenta, cuando tengo necesariamente que cortarlo de mi vida para no sucumbir».

Paradojas de la vida, Aladrén fue escultor y tuvo algún éxito haciendo bustos en bronce de prohombres franquistas. Murió prematuramente al finalizar la década de los años cuarenta.

RAFAEL RODRÍGUEZ RAPÚN: La gran atracción.

Función especial de “El amor brujo” en la Residencia de Estudiantes allá por 1933. Entre el público se encontraba un apuesto estudiante de Ingeniería, Rafael Rodríguez Rapún, “el tres erres”, que le decían. Nacido en Madrid en 1912, Rodríguez Rapún es de constitución atlética, buen futbolista y socialista apasionado. Hacía unos meses que se había incorporado a La Barraca. No era homosexual pero, según su íntimo amigo Modesto Higueras, acabó sucumbiendo a los encantos lorquianos: «A Rafael le gustaban las mujeres más que chuparse los dedos, pero estaba cogido en esa red, no cogido, inmerso en Federico. Lo mismo que yo estaba inmerso en Federico, sin llegar a eso, él estaba inconsciente en este asunto. Después se quería escapar pero no podía… Fue tremendo».

Sólo se ha encontrado una carta cruzada entre Lorca y Rapún, la escrita desde la añoranza del poeta, en aquellos días a Argentina: «Me acuerdo muchísimo de ti. Dejar de ver a una persona con la que ha estado uno pasando, durante meses, todas las horas del día es muy fuerte para olvidarlo. Máxime si hacia esa persona se siente uno atraído tan poderosamente como yo hacia ti». Lorca regresa de Argentina y se retoma la relación. Cuando el poeta es invitado a Italia a un congreso teatral, la esposa de Ezio Levi, quien le cursó la invitación, le transmitió que podía «acudir con su esposa», a lo que Lorca le respondió que era soltero, pero que asistiría con su secretario personal, Rafael Rodríguez Rapún.

El poeta no dejó de querer a aquel muchacho, quien según algunos testimonios, como los de la escritora y esposa de Alberti, María Teresa León, quedó profundamente afligido al conocer la noticia del asesinato de Federico. Rapún recibió formación militar, paradójicamente en la localidad de Lorca, y dicen que se marchó a morir al frente del Norte, donde encontró a “la flaca”, el 18 de agosto de 1937, justo un año después que García Lorca.


EDUARDO RODRÍGUEZ VALDIVIESO: El “amigo” de Granada.

Fue el amigo granadino del poeta, y conservó sus cartas hasta su muerte, en 1997. Rodríguez Valdivieso, catorce años más joven que Lorca, era alto y apuesto, con ojos oscuros y una sensibilidad a flor de piel. Trabajaba a regañadientes en un banco granadino, amaba la literatura y era pobre e infeliz. Según Ian Gibson, conocer y enamorar a Lorca, ser amigo predilecto suyo durante aproximadamente un año, fue una de las experiencias fundamentales de su vida.

Se conocieron en febrero de 1932, en un baile de disfraces, en el Hotel Alhambra Palace. Él iba vestido de Pierrot y el poeta, de Dominó. Rodríguez Valdivieso recordaba que la fiesta duró hasta la madrugada: «Se bebió tanto que, al día siguiente, pocos se acordaban de la pasada aventura».

Muestra de aquella relación es el contenido de una de las siete cartas que Lorca envió al granadino: «Recibí tu carta que contesto enseguida, muy contento de que te hayas acordado de mí, pues yo creía que casi me habías olvidado. Yo, como siempre, te recuerdo, quiero saber de ti y tener lazo de unión contigo».

El 18 de julio de 1936 Rodríguez Valdivieso visitó la Huerta de San Vicente para celebrar junto con su amigo la festividad de San Federico. Una de aquellas tardes terribles de guerra y represión Federico bajó de su dormitorio y le dijo que había tenido un sueño inquietante: un grupo de mujeres enlutadas enarbolaban unos crucifijos, también negros, con los que le amenazaban”.

Dulce María Loinaz

Nació en La Habana, hija del mayor general del Ejército Libertador de Cuba, Enrique Loinaz del Castillo, el creador del Himno Invasor. Nunca asistió a una escuela hasta pasar a la Universidad de La Habana donde obtuvo, en 1927, el título de Doctor en Leyes. Permaneció en la Isla viviendo en su vieja casona del Vedado hasta el día de su muerte ocurrida el 27 de abril de 1997 a los 93 años de edad. En 1959 fue elegida miembro de la Real Academia Española y presidió en Cuba hasta el momento de su muerte la filial local de esa institución. Durante su vida recibió innumerables premios y honores; entre otros se destacan el Premio Cervantes (1992), la Cruz de Alfonso X, el Sabio y el premio Isabel la Católica de periodismo. En Cuba recibió la orden cultural Félix Varela y el Premio Nacional de Literatura. En 1944 recibió el premio González Lanuza que otorgaba el Colegio Nacional de Abogados de Cuba. Entre las grandes figuras de la literatura universal que pasaron por su casa se cuentan Federico García Lorca y los premios Nobel de literatura, Gabriela Mistral y Juan Ramón Jiménez.
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Isla


Rodeada de mar por todas partes,
soy isla asida al tallo de los vientos...
Nadie escucha mi voz, si rezo o grito:
puedo volar o hundirme... Puedo a veces,
morder mi cola en signo de infinito.
Soy tierra desgajándose... Hay momentos
en que el agua me ciega y me acobarda
en que el agua es la muerte donde floto...
Pero ahora a mareas y ciclones,
hinco en el mar raíz de pecho roto.
Crezco del mar y muero de él... Me alzo,
¡para volverme en nudos desatados!...
¡Me come un mar batido por las olas
de arcángeles sin cielo, naufragados!

Manuel Alexandre, uno de los intérpretes históricos del cine español

Un actor excelente, un hombre bondadoso. La cultura española destaca la "brillante" carrera de un intérprete que supo ganarse el respeto de la profesión.
Numerosas personalidades del cine, la política y otros sectores lamentaron ayer el fallecimiento de Manuel Alexandre y recordaron su enorme talento y su singular personalidad.

"Mi querido Manolo Alexandre nos deja muy solos", afirmó el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en el telegrama que dirigió a los familiares del actor. Zapatero destacó del artista su "valor cívico para situarse siempre delante mirando a la libertad". "Manuel Alexandre llenó Moncloa de alegría la mañana en la que su familia, sus compañeros de profesión y tantos admiradores anónimos pudimos agradecerle su cariño y su talento", recordó el presidente del Gobierno en referencia al homenaje en el que se le otorgó la Gran Cruz de Alfonso X.

El presidente del Gobierno destacó asimismo la "ironía y la dulzura de su inigualable sonrisa". Según afirmó, tras su muerte esas características suyas se guardarán "como un tesoro". "Desde la pantalla o desde el escenario nos llegaba al centro mismo de nuestro corazón", añadió.

El presidente del PP, Mariano Rajoy, lamentó también el fallecimiento del actor y recordó su "brillante" carrera. En Alexandre "coincidieron felizmente el talento innato, el amor a su profesión y el trabajo bien hecho que, a lo largo de muchos años, varias generaciones de espectadores españoles pudieron disfrutar", señaló Rajoy.

La ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, destacó que, además de "una persona muy querida por su profesión", el actor, que amaba la poesía, era "un hombre muy culto, que perteneció a la vida intelectual de Madrid, y un asiduo de la tertulia del Café Gijón". "Los directores de cine más importantes de nuestro país contaron con él y Alexandre participó en algunas de las mejores películas", añadió la ministra.

También la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España recordó a Alexandre. En un comunicado, la institución señaló que con el fallecimiento del madrileño se va "un actor de carácter" y desaparece "uno de los últimos supervivientes de esa estirpe de actores llamados cómicos". "El cine español está de luto. No pudo este imprescindible de nuestro cine, medio que alternó con el teatro y la televisión a lo largo de más de seis décadas, cumplir su deseo de vivir hasta los 101 años como su padre, que hasta los noventa se tomaba copa y puro, y ya se sabe que todo está en los genes", señaló el comunicado de la Academia.

Alexandre "era el último representante de una raza de actores excelentes", según el director José Luis Cuerda, que trabajó con él en varias películas. Cuerda subrayó su "gran temperamento y bondad maravillosa".

El realizador Fernando Colomo señaló que Alexandre era "un tío especial", que "siempre" mantenía un sentido del humor marcado por su trabajo con el director José Luis Berlanga. Por su parte, el empresario teatral Enrique Cornejo subrayó que Alexandre fue un "hombre tan limpio en toda su ejecutoria que se ha marchado con la misma limpieza con la que vivió". Cornejo apuntó que Alexandre "daba y recibía amor". Y la actriz Emma Cohen, que era una buena amiga suya, indicó que el madrileño "consiguió ser protagonista de películas magníficas al final de su carrera". Además, "fue feliz y tenía un gran encanto y una gran bondad con familiares y amigos".

Las Aguas profundas, las aguas durmientes, las aguas muertas, "El agua Pesada", en la ensoñación de Edgar Poe

Es una gran ventaja para un psicólogo que estudia una facultad variable móvil, diversa como la imaginación, encontrarse con un poeta, con un genio dotado de la más rara de las unidades: la unidad de imaginación. Edgar Poe es ese poeta, ese genio. En él, la unidad de imaginación está enmascarada a veces por construcciones intelectuales, por el amor de las deducciones lógicas, por la pretensión de un pensamiento matemático. A veces el humor exigido por los lectores anglosajones de revistas disparatadas encubre y esconde la tonalidad profunda de la ensoñación creadora. Pero desde que la poesía recobra sus derechos, su libertad y su vida, la imaginación de Edgar Poe recupera su extraña unidad.

Marie Bonaparte, en su minucioso y profundo análisis de las poesías y de los cuentos de Edgar Poe, ha descubierto la razón psicológica dominante de esta unidad, demostrando que esta unidad de imaginación provenía de la fidelidad a un recuerdo imperecedero. No se nos ocurre cómo podría profundizarse una investigación que ha triunfado sobre todas las anamnesis, que ha penetrado en el más allá de la psicología lógica y consciente. Utilizaremos, pues, sin tasa las lecciones psicológicas acumuladas en el libro de Marie Bonaparte.
Pero, junto a esta unidad inconsciente, creemos poder caracterizar en la obra de Edgar Poe una unidad de los medios de expresión, una tonalidad del verbo que hace que la obra sea de una monotonía genial. Las grandes obras tienen siempre ese doble signo: la psicología descubre en ellas un fuego secreto, la crítica literaria un verbo original. La lengua de un gran poeta como Edgar Poe es sin duda rica, pero en ella hay una jerarquía. Bajo sus mil formas, la imaginación esconde una sustancia privilegiada, una sustancia activa que determina la unidad y la jerarquía de la expresión. Comprobaremos fácilmente que en Poe esta materia privilegiada es el agua o más exactamente un agua especial, un agua pesada, más profunda, más muerta, más adormecida que todas las otras aguas dormidas, que todas las aguas muertas, que todas las aguas profundas que encontramos en la naturaleza. El agua, en la imaginación de Edgar Poe, es un superlativo, una especie de sustancia de sustancia, una sustancia madre. La poesía y la ensoñación de Edgar Poe podrán servirnos, pues, de tipos para caracterizar un elemento importante de esta química poética que cree poder estudiar las imágenes fijando para cada una de ellas su peso de ensoñación interna, su materia íntima.
II
No tememos parecer dogmáticos, porque podemos disponer de una prueba excelente: en Edgar Poe, el destino de las imágenes del agua acompaña con toda exactitud el destino de la ensoñación principal, es decir, la ensoñación de la muerte. En efecto, lo que con más claridad ha demostrado Marie Bonaparte es que la imagen que domina la poética de Edgar Poe es la imagen de la madre moribunda. Todas las otras amadas que la muerte le arrebatará: Helen, Francis, Virginia, renovarán la imagen primera, reanimarán el dolor inicial, el que marcó para siempre al pobre huérfano. Lo humano, en Poe, es la muerte. Describe una vida por la muerte. Incluso el paisaje —lo vamos a demostrar— está determinado por el sueño fundamental, por la ensoñación que sigue viendo sin cesar a la madre moribunda. Y esta determinación es tanto más instructiva en cuanto no corresponde a nada de la realidad. En efecto, tanto Elizabeth, la madre de Edgar Poe, como Helen, su amiga, como Francis, la madre adoptiva, como Virginia, la esposa, murieron en su lecho, de una muerte ciudadana. Sus tumbas están en un rincón del cementerio, de un cementerio americano que no tiene nada en común con el cementerio romántico de Camaldunes donde descansará Lelia. Edgar Poe no encontró, como Lelia, un cuerpo amado entre los juncos del lago. Y sin embargo, alrededor de una muerta, por una muerta, todo un lugar se anima, se anima durmiéndose, en el seno de un reposo eterno; todo un valle se ahonda y se oscurece, ganando una insondable profundidad para sepultar toda la desdicha humana, para convertirse en la patria de la muerte humana.
Por último, es un elemento material el que recibe la muerte en su intimidad, como una esencia, como una vida sofocada, como un recuerdo de tal modo total que puede vivir inconsciente, sin ir nunca más allá de la fuerza de los sueños.
Por lo tanto, toda agua primitivamente clara es para Edgar Poe un agua que tiene que ensombrecerse, un agua que va a absorber el negro sufrimiento. Toda agua viviente es un agua cuyo destino es hacerse lenta, pesada. Toda agua viviente es un agua a punto de morir. Ahora bien, en poesía dinámica, las cosas no son lo que son sino que son aquello en lo que se convierten. Y llegan a ser en las imágenes lo que llegan a ser en nuestra ensoñación, en nuestras interminables ilusiones. Contemplar el agua es derramarse, disolverse, morir.
A primera vista, en la poesía de Edgar Poe, podemos creer en la variedad de las aguas tan universalmente cantada por los poetas. Podemos descubrir, sobre todo, las dos aguas, la de la alegría y la de la pena. Pero hay un solo recuerdo. Nunca el agua pesada llega a ser un agua ligera, nunca se aclara un agua sombría. Siempre ocurre lo contrario. El cuento del agua es el cuento humano de un agua que muere. La ensoñación comienza a veces delante del agua limpia, llena de inmensos reflejos, que murmura con músicas cristalinas. Concluye en el seno de un agua triste y sombría que transmite extraños y fúnebres murmullos.
La ensoñación cerca del agua, al reencontrar a sus muertos, muere, también ella, como un universo sumergido.
III
Vamos a seguir en sus detalles la vida de un agua imaginaría, la vida de una sustancia muy personalizada por una poderosa imaginación material; veremos que reúne los esquemas de la vida atraída por la muerte, de la vida que busca morir. Más exactamente, veremos que el agua proporciona el símbolo de una vida especial atraída por una muerte especial.
En primer lugar y como punto de partida, señalemos el amor de Edgar Poe por un agua elemental, por un agua imaginaria que realiza el ideal de una ensoñación creadora porque posee lo que podríamos llamar el absoluto del reflejo. En efecto, parecería, al leer ciertos poemas, ciertos cuentos, que el reflejo es más real que lo real porque es más puro. Como la vida es un sueño dentro de un sueño, el universo es un reflejo en un reflejo; el universo es una imagen absoluta. Al inmovilizar la imagen del cielo, el lago crea un cielo en su seno. El agua en su joven limpidez es un cielo invertido en el que los astros cobran nueva vida. También Poe, en esta contemplación al borde de las aguas, forma este extraño doble concepto de una estrella-isla (star-isle), de una estrella líquida prisionera del lago, de una estrella que sería una isla del cielo. Edgar Poe le murmura a un ser querido, desaparecido:
Lejos, entonces, mí querida
¡Oh! vete lejos,
Hacia algún lago aislado que sonríe,
En su sueño de profundo reposo,
En las innumerables islas-estrellas
Que enjoyan su seno.

(Al Aaraaf.)

¿Dónde está lo real: en el cielo o en el fondo de las aguas? En nuestros sueños, el infinito es tan profundo en el firmamento como bajo las aguas. Nunca será demasiada la atención que prestemos a estas dobles imágenes como la de la isla-estrella, dentro de una psicología de la imaginación. Son como bisagras del sueño que, gracias a ellas, cambia de registro, cambia de materia. Aquí, en esta bisagra, el agua sube al cielo. El sueño le da al agua el sentido de la patria más lejana, de una patria celeste.

Esta construcción del reflejo absoluto es más instructiva aún en los cuentos, dado que éstos reivindican a menudo cierta verosimilitud, cierta lógica, cierta realidad. En el canal que lleva al dominio de Arnheim: "El barco parecía prisionero de un círculo encantado, formado por infranqueables e impenetrables muros de follaje, con un techo de seda azul ultramar y ningún piso; la quilla se balanceaba con admirable exactitud como sobre la de un barco fantasma que, habiéndose invertido por algún accidente, flotara en constante compañía de la nave real, con el fin de sostenerla."' De la misma manera, el agua por medio de sus reflejos duplica el mundo, duplica las cosas. También duplica al soñador, no simplemente como una vaga imagen, sino arrastrándolo a una nueva experiencia onírica.
En efecto, un lector distraído verá en esto tan sólo una imagen muy usada, pero será porque no ha gozado de veras de la deliciosa opticidad de los reflejos. No habrá vivido el papel imaginario de esta pintura natural, de esta extraña acuarela que humedece los más brillantes colores. Un lector semejante, ¿cómo podría seguir al cuentista en su tarea de materialización de lo fantástico? ¿Cómo podría subir en la barca de los fantasmas, en esta barca que de pronto se desliza —cuando al fin se cumple la inversión imaginaria— debajo de la barca real? Un lector realista no admitirá el espectáculo de los reflejos como una invitación onírica: ¿cómo podría sentir la dinámica del sueño y las sorprendentes impresiones de ligereza? Si el lector sintiera como reales todas las imágenes del poeta, si hiciera abstracción de *su realismo, terminaría por experimentar físicamente la invitación al viaje, y pronto estaría también él envuelto en una exquisita sensación de extrañeza. El concepto de naturaleza subsistía aún, pero alterado y como si padeciera una curiosa modificación en su carácter; había una simetría misteriosa y solemne, una conmovedora uniformidad, una corrección mágica en sus obras nuevas. No se veía ni una rama muerta, ni una hoja seca, ni un guijarro perdido, ni un terrón de tierra negra. El agua cristalina resbalaba sobre el granito liso o sobre el musgo inmaculado con una acuidad de línea que asombraba al ojo y lo cautivaba al mismo tiempo.
Aquí la imagen reflejada está sometida a una idealización sistemática: el espejismo corrige lo real; haciendo caer los sobrantes y miserias. El agua otorga al mundo así creado una solemnidad platónica. Le da también un carácter personal que sugiere una forma schopenhaueriana: en un espejo tan puro, el mundo es mi visión. Poco a poco, me siento el autor de lo que veo a solas, de lo que veo desde mi punto de vista. En La isla del hada, Edgar Poe conoce el precio de esta visión solitaria de los reflejos: "El interés con el cual... he contemplado el cielo reflejado de muchos límpidos lagos era el interés acrecentado por el pensamiento... de que lo estaba contemplando a solas." 2 Pura visión, visión solitaria, en eso consiste el doble don de las aguas que reflejan. Tieck, en Los viajes de Stembald, también subraya el sentido de la soledad.
Si proseguimos el viaje por el río de innumerables meandros que conduce al dominio de Arnheim, tendremos una nueva impresión de libertad visual. Llegamos en efecto a un estanque central en el cual la dualidad del reflejo y de la realidad va a equilibrarse totalmente. Creemos que tiene un gran interés presentar en el campo literario un ejemplo de esta reversibilidad que para Eugenio d'Ors debía ser prohibida en pintura: "Ese estanque tenía una gran profundidad, pero el agua era tan transparente que el fondo, que al parecer consistía en una capa espesa de pequeños guijarros redondos de alabastro, se hacía claramente visible por relámpagos —es decir, cada vez que el ojo lograba no ver, muy al fondo del cielo invertido, la floración reflejada de las colina" (op. cit.).
Insistamos: hay dos maneras de leer textos semejantes: podemos leerlos prosiguiendo una experiencia positiva, en un espíritu positivo, intentando evocar, entre los paisajes que la vida nos ha dado conocer, un sitio en el que pudiéramos vivir y pensar de la misma manera que el narrador. Con semejante principio de lectura, el texto presente parece tan pobre que nos costaría terminar de leerlo. Pero también podemos leer estas páginas intentando simpatizar con la ensoñación creadora, intentando penetrar hasta el núcleo onírico de la creación literaria, entrando en comunicación con la voluntad creadora del poeta, mediante el inconsciente. Entonces esas descripciones devueltas a su función subjetiva separadas del realismo estático, dan otra visión del mundo, la visión de otro mundo. Siguiendo la lección de Edgar Poe, percibimos que la ensoñación materializante —esta ensoñación que sueña la materia— está más allá de la ensoñación de las formas. Para ser breves, la materia es el inconsciente de la forma. No es la superficie sino toda el agua desde su masa la que nos envía el insistente mensaje de sus reflejos. Sólo una materia puede recibir la carga de las impresiones y de los sentimientos múltiples. Se trata de un bien sentimental. Y Poe es sincero al decirnos que en esa contemplación "las impresiones producidas sobre el observador eran impresiones de riqueza, de calor, de color, de quietud, de uniformidad, de dulzura, de delicadeza, de elegancia, de voluptuosidad y de una milagrosa extravagancia de cultura" (op. cit.).
En esta contemplación en profundidad, el sujeto también toma conciencia de su intimidad. Esta contemplación no es pues una Einfühulung inmediata, una fusión sin reserva, sino, más bien, una perspectiva de profundización para el mundo y para nosotros mismos. Nos permite mantenemos distantes ante el mundo. Delante del agua profunda, eliges tu visión; puedes ver, según te plazca, el fondo inmóvil o la corriente, la orilla o el infinito; tienes el ambiguo derecho de ver y de no ver; tienes el derecho de vivir con el barquero o de vivir con "una raza nueva de hadas laboriosas, dotadas de un gusto perfecto, magníficas y minuciosas". El hada de las aguas, guardiana del espejismo, tiene en su mano todos los pájaros del cielo. Un charco contiene un universo. Un instante de sueño contiene un alma entera.

Después de tal viaje onírico, al llegar al corazón del dominio de Arnheim, se descubre el Castillo interior, construido por los cuatro arquitectos de los sueños constructores, por los cuatro grandes maestros de los elementos oníricos fundamentales: "Parece sostenerse en los aires como por milagro, centelleando en el poniente rojo con sus cien torrecillas, minaretes y pináculos, como obra fantasmal de silfos, hadas, genios y gnomos." Pero la lenta introducción, dedicada a la gloria de las construcciones aéreas del agua, dice claramente que ésta es la materia con la que la naturaleza, con conmovedores reflejos, prepara los castillos del sueño.
A veces la construcción de los reflejos es menos grandiosa; entonces la voluntad de realización es todavía más sorprendente. Así el pequeño lago del cottage de Landor reflejaba "tan perfectamente todos los objetos superiores, que era muy difícil determinar dónde concluía la verdadera orilla y dónde comenzaba la reflejada. Las truchas y otras variedades de peces con los que este estanque parecía, por así decirlo, hervir, tenían todo el aspecto de verdaderos peces voladores. Era casi imposible imaginar que no estuvieran suspendidos en el aire". El agua se transforma, entonces, en una especie de patria universal al poblar el cielo con sus peces. Una simbiosis de imágenes coloca al pájaro en el agua profunda y al pez en el firmamento. La inversión que actuaba sobre el concepto ambiguo e inerte de la isla-estrella actúa ahora sobre el concepto ambiguo y viviente de pájaro-pez. Si nos esforzamos en formar en la imaginación ese concepto ambiguo sentiremos la deliciosa ambivalencia que de pronto alcanza una imagen bastante pobre. Gozaremos con un caso particular de la reversibilidad de los grandes espectáculos M agua. Si pensamos en esos juegos productores de repentinas imágenes, comprenderemos que la imaginación tiene una incesante necesidad de dialéctica. Para una imaginación bien dualizada, los conceptos no son centros de imágenes acumuladas por semejanza; los conceptos son puntos de cruce de imágenes, de cruzamientos en ángulo recto, incisivos, decisivos. Después del cruzamiento, el concepto tiene un carácter más: el pez vuela y nada.
Ese fantasma de pez volador, del que ya estudiamos un ejemplo bajo su forma caótica, a propósito de los Cantos de Maldoror, no se produce en Edgar Poe dentro de una pesadilla. Es el don de la más dulce, de la más lenta de las ensoñaciones. La trucha voladora aparece, con la naturalidad de una ensoñación familiar, en un relato sin drama, en un cuento sin misterio. ¿Existe acaso un relato, existe un cuento bajo el título La casa Landor? Por lo tanto, este ejemplo es muy oportuno para mostrarnos cómo la ensoñación sale de la naturaleza, pertenece a la naturaleza; cómo una materia fielmente contemplada produce sueños.
Muchos otros poetas han sentido la riqueza metafórica de un agua contemplada al mismo tiempo en sus reflejos y en su profundidad. Leemos, por ejemplo, en el Preludio de Wordsworth: "El que se inclina sobre el borde de una barca lenta, sobre el seno de un agua tranquila, complaciéndose en lo que su ojo descubre en el fondo de las aguas, ve mil cosas bellas -hierbas, peces, flores, grutas, guijarros, raíces de árboles— e imagina aún más". Imagina aún más porque todos esos reflejos y todos esos objetos de la profundidad lo ponen en el camino de las imágenes, dado que de ese matrimonio del cielo y del agua profunda nacen metáforas a la vez infinitas y precisas. Así Wordsworth continúa:
Pero a menudo queda perplejo y no siempre puede separar la sombra de la sustancia, distinguir las rocas y el cielo, los montes y las nubes, reflejados en las profundidades de la corriente clara, de las cosas que allí habitan, teniendo allí su verdadera morada. A veces es atravesado por el reflejo de su propia imagen, a veces por un rayo de sol y por las ondulaciones venidas no se sabe de dónde, obstáculos que se agregan a la dulzura de su tarea.
¿De qué mejor modo decir que el agua cruza las imágenes? ¿Cómo hacer comprender mejor su poder de metáfora? Por lo demás, Wordsworth ha desarrollado este vasto cuadro para preparar una metáfora psicológica que nos parece la metáfora fundamental de la profundidad. "De este mismo modo, con la misma incertidumbre —dice— me he inclinado complacido sobre la superficie de un tiempo pasado." ¿Podríamos acaso describir el pasado sin recurrir a imágenes de la profundidad? ¿Y podríamos tener una imagen de la profundidad plena sin haber meditado antes al borde de un agua profunda? El pasado de nuestra alma es un agua profunda.
Y luego, cuando hemos visto todos los reflejos, de pronto miramos la propia agua; creemos sorprenderla mientras fabrica belleza; caemos en la cuenta de que es hermosa en todo su volumen, con una belleza interna, con una belleza activa. Una especie de narcisismo volumétrico impregna la materia misma. Atendemos entonces con todas las fuerzas del sueño al diálogo maeterlinckiano de Palomides y Aladina:

El agua azul

está llena de flores inmóviles y extrañas... ¿Has visto aquélla más grande que se abre sobre las otras? Parece que viviera una vida acompasada... Y el agua... ¿Es agua?... parece más hermosa y más pura y más azul que el agua de la tierra...
-Ya no me atrevo a mirarla.
¡El alma es una materia tan grande! No se atreve uno a contemplarla.

Leviatán, Tomás Eloy Martínez

"Lo que no entiendo -dijo el ejecutivo de una empresa mexicana de petróleo, de visita en Manhattan el domingo de Pascua- es por qué en los Estados Unidos, y sólo en los Estados Unidos, gente de aspecto apacible comete crímenes horrendos sin ninguna justificación. Personas solitarias envenenan las cápsulas de Tylenol; madres de familia enloquecen de repente y mezclan vidrio molido en las compotas Gerber; jóvenes fracasados y sin ideales hacen volar por los aires un edificio federal en Oklahoma. Fíjense ustedes en lo que sucedió el 24 de marzo. ¿No es una historia de locos? Dos chicos de once y trece años asesinaron a cuatro de sus compañeros y a una maestra embarazada en una escuela de Arkansas. ¿Qué clase de país es éste? ¿Alguien puede explicarlo?" Quince días antes había oído una pregunta parecida en una casa de Princeton, después de una conferencia universitaria sobre el centenario de la guerra entre España y los Estados Unidos. Esa vez la formuló un profesor peruano: "¿Qué se puede pensar ahora de los Estados Unidos?"

El Calibán utilitario

Después de tantos años de apasionarse por la pregunta inversa (¿qué piensan ellos de nosotros?), los latinoamericanos empiezan a buscar respuestas sobre el colosal país que decide parcialmente sus destinos y en el que conviven los asesinos seriales con los esplendores de la bonanza económica. Les interesan no ya las instituciones o las historias del poder, sino las historias pequeñas, la intimidad de la gente; no el acoso sexual, sino la vida desilusionada de Paula Corbin Jones o el relato de por qué denunció al presidente Clinton demasiado tarde.
Una de las sorpresas de la noche de Pascua fue advertir que la imagen que se tenía hace un siglo en América latina no ha cambiado gran cosa: los Estados Unidos seguían siendo, para los treinta invitados a esa comida, el mismo Calibán utilitario que describía José Enrique Rodó en Ariel o el gigante prepotente que vio Rubén Darío en su oda A Roosevelt: "Crees que la vida es incendio,/ que el progreso es erupción;/ en donde pones la bala/ el porvenir pones. No".

Aunque ningún camino llega mas rápido al error que el de las generalizaciones, las identidades nacionales se suelen definir precisamente a través de ideas generales que, en el fondo, no son sino prejuicios. Ser latinoamericano, para un maestro de escuela u oficinista promedio de Georgia o de Ohio, es ser un mestizo de tierras calientes, que vive en ciudades chatas, entre selvas o montañas. Y, a la vez, es sinónimo de pereza, de violencia, de atraso. Entre los años 60 y los 80, la violencia estaba marcada por las guerrillas y las dictaduras; en los 90, por la corrupción política y por el narcotráfico. Da lo mismo que se trate de un argentino, de un colombiano o de un guatemalteco. Para ese maestro de escuela, todos son hispanos que vienen de "allá abajo" (down there).

Humores y amores

Pero tampoco los latinoamericanos se quedan atrás con los prejuicios: para el ciudadano medio de Buenos Aires, de San Pablo o de Bogotá, todo norteamericano es sanguíneo, ingenuo, con un sentido del humor demasiado simple y un sentido del amor demasiado práctico.

"Esa es también la imagen que tenemos en México -dijo el ejecutivo de la compañía petrolera, la noche de Pascua-. Hemos oído que en las universidades norteamericanas, los estudiantes hacen el amor en abundancia, pero sin convicción. El sexo es para ellos una forma del atletismo."

"Viven sólo para trabajar y para competir -resumió una antropóloga colombiana que enseña desde hace cinco años en una escuela secundaria de Queens-. A las ocho, están todos en sus casas, viendo televisión. No entiendo por qué se afanan tanto, si no disfrutan de la vida. Los obsesionan la salud y el cuidado del cuerpo, pero cuando salen se indigestan de porquerías. ¿Han visto cuántos obesos hay? Se podría llenar una ciudad como Nueva York con los gordos que pesan más de ciento cincuenta kilos." Les resumí lo que había oído dos semanas atrás: otro largo rosario de ideas generales. Para los latinoamericanos de aquella noche, los Estados Unidos eran (son) un país de bárbaros, en el que nadie fuma (a pesar de las estadísticas que dicen lo contrario), que salen ritualmente a emborracharse dos veces por semana, que se acuestan temprano y cumplen con Dios (en un templo cualquiera) entre viernes y domingo. Las mujeres amasan el pan y los bizcochos de toda la familia; los hombres cuidan el jardín y reparan los desperfectos de la casa. Vistos desde lejos, son un lago de virtudes. Pero debajo de las aguas calmas hay un volcán siempre a punto de estallar.

Cuando se mira al hombre medio de los Estados Unidos desde la perspectiva de un latinoamericano, sobran los motivos para inquietarse: como dijo el profesor peruano, cualquiera de los apacibles padres y madres de familia a los que todos saludan con afecto en la iglesia o en el supermercado podría revelarse como asesino serial o como uno de los seres alucinados que disparan porque sí sobre la multitud desde lo alto de una torre.

¿Es así, en verdad? Por supuesto que no. Lo aterrador es que a veces es así. Acaso hay miles de mujeres de casi cuarenta años que se enamoran de chicos de doce o trece, pero sólo en Seattle hay una maestra de escuela con un nivel intelectual superior al promedio, madre de cuatro chicos y esposa impecable, que fue sentenciada a prisión por enamorarse de un alumno de primaria -con el que tuvo un hijo- , y que en el primer lapso de libertad que tuvo persistió en el mismo amor y quedó embarazada de nuevo. Su pareja acaba de cumplir catorce años.

Fingir un personaje

Los ejemplos como ésos se cuentan por millares. Y las explicaciones podrían ser infinitas. Se trata a veces de personas que arrastran resentimientos profundos y que se ven obligadas a fingir un personaje que no son: años de vida reprimida desatan de pronto los volcanes secretos. O de gente harta de hacer siempre lo mismo que busca, en el desvío de la norma, en la transgresión brutal, una salida para sus emociones profundas. Son crímenes o delitos detrás de los cuales no hay ideologías sino frustraciones.

Pero tal vez se trata, sobre todo, de que el culto norteamericano a la libertad del individuo está fuera de control. En una próspera sociedad de consumo donde el Estado es casi invisible, los chicos tienen casi todo a su alcance: desde las armas hasta el sexo fácil.

Pocos dones son tan altos para el ser humano como la libertad, pero, como decía Franklin Roosevelt, "la libertad de tener es tan importante como la libertad de temer".

Hay una lúcida descripción de las locuras repentinas del norteamericano medio en las novelas de Paul Auster. La mejor de todas ellas retrata a los Estados Unidos en su mismo titulo: Leviatán. No se trata, entonces, de un Calibán como el de Rodó, sino de Leviatán, del caos primitivo que yace encadenado desde el principio de los tiempos para despertar un día y devorar todo lo que encuentra a su paso.
Los latinoamericanos llevamos décadas preguntándonos cómo nos miran. Ahora, por fin, nos ha llegado el momento de mirar.

Un Adán en Buenos Aires

En 1949, Julio Cortázar publicó, en la revista “Realidad”, un comentario sobre la recién publicada novela de Leopoldo Marechal “Adán Buenosayres”.

La aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa. Las notas que siguen -atentas sobre todo al libro como tal, y no a sus concomitancias históricas que tanto han irritado o divertido a las coteries locales- buscan ordenar la múltiple materia que este libro precipita en un desencadenado aluvión, verificar sus capas geológicas a veces artificiosas y proponer las que parecen verdaderas y sostenibles. Por cierto que algo de cataclismo signa el entero decurso de Adán Buenosayres, pocas veces se ha visto un libro menos coherente, y la cura en salud que adelanta sagaz el prólogo no basta para anular su contradicción más honda: la existente entre las normas espirituales que rigen el universo poético de Marechal y los caóticos productos visibles que constituyen la obra. Se tiene constantemente la impresión de que el autor, apoyando un compás en la página en blanco, lo hace girar de manera tan desacompasada que el resultado es un reno rupestre, un dibujo de paranoico, una guarda griega, un arco de fiesta florentina del cinquecento, o un ocho de tango canyengue. Y que Marechal se ha quedado mirando eso que también era suyo -tan suyo como el compás, la rosa en la balanza y la regla áurea- y que contempla su obra con una satisfecha tristeza algo malvada (muy preferible a una triste satisfacción algo mediocre). Abajo el imperio de estos contrarios se imbrican y alternan las instancias, los planos, las intenciones, las perversiones y los sueños de esta novela; materias tan próximas al hombre -Marechal o cualquiera- que su lluvia de setecientos espejos ha aterrado a muchos de los que sólo aceptan espejo cuando tienen compuesto el rostro y atildada la ropa, o se escandalizan ante una buena puteada cuando es otro el que la suelta, o hay señoras, o está escrita en vez de dicha -como si los ojos tuvieran más pudor que los oídos.
Veamos de poner un poco de orden en tanta confusión primera. Adán Buenosayres consiste en una autobiografía, mucho más recatada que las corrientes en el género (aunque no más narcisista), cuyas proyecciones envuelven a la generación martinfierrista y la caracterizan a través de personajes que alcanzan en el libro igual importancia que la del protagonista. Este propósito general se articula confusamente en siete libros, de los cuales los cinco primeros constituyen novela y los dos restantes amplificación, apéndice, notas y glosario. En el prólogo se dice exactamente lo contrario, o sea que los primeros libros valen ante todo como introducción a los dos finales -"El Cuaderno de Tapas Azules" y "Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia"-. Pero una vez más cabe comprobar cómo las obras evaden la intención de sus autores y se dan sus propias leyes finales. Los libros VI y VII podrían desglosarse de Adán Buenosayres con sensible beneficio para la arquitectura de la obra; tal como están, resulta difícil juzgarlos si no es en función de addenda y documentación; carecen del color y del calor de la novela propiamente dicha, y se ofrecen un poco como las notas que el escrúpulo del biógrafo incorpora para librarse por fin y del todo de su fichero.
Tras el esquema del libro, su armazón interna. Una gran angustia signa el andar de Adán Buenosayres, y su desconsuelo amoroso es proyección del otro desconsuelo que viene de los orígenes y mira a los destinos. Arraigado a fondo en esta Buenos Aires, después de su Maipú de infancia y su Europa de hombre joven, Adán es desde siempre el desarraigado de la perfección, de la unidad, de eso que llaman cielo. Está en una realidad dada, pero no se ajusta a ella más que por el lado de fuera, y aun así se resiste a los órdenes que inciden por la vía del cariño y las debilidades. Su angustia, que nace del desajuste, es en suma la que caracteriza -en todos los planos mentales, morales y del sentimiento- al argentino, y sobre todo al porteño azotado de vientos inconciliables. La generación martinfierrista traduce sus varios desajustes en el duro esfuerzo que es su obra; más que combatirlos, los asume y los completa. ¿Por qué combatirlos si de ellos nacen la fuerza y el impulso para un Borges, un Güiraldes, un Mallea? El ajuste final sólo puede sobrevenir cuando lo válido nuestro -imprevisible salvo para los eufóricos folkloristas, que no han hecho nada importante aquí- se imponga desde adentro, como en lo mejor de Don Segundo, la poesía de Ricardo Molinari, el cateo de Historia de una Pasión Argentina. Por eso el desajuste que angustia a Adán Buenosayres da el tono del libro, y vale biográficamente más que la galería parcial, arbitraria o genre nature que puebla el infierno concebido por el astrólogo Schultze.
De muy honda raíz es ese desasosiego; más hondo en verdad que el aparato alegórico con que lo manifiesta Marechal, no hay duda que el ápice del itinerario del protagonista lo da la noche frente a la iglesia de San Bernardo, y la crisis de Adán solitario en su angustia, su sed unitiva. Es por ahí (no en las vías metódicas, no en la simbología superficial y gastada) por donde Adán toca el fondo de la angustia occidental contemporánea. Mal que le pese, su horrible náusea ante el Cristo de la Mano Rota se toca y concilia con la náusea de Roquentin en el jardín botánico y la de Mathieu en los muelles del Sena.
Por debajo de esta estructura se ordenan los planos sociales del libro. Ya que el número 2 existe ("con el número 2 nace la pena"), ya que hay un tú, la ansiedad del autor se vuelca a lo plural y busca explorarlo, fijarlo, comprenderlo. Entonces nace la novela, y Adán Buenosayres entra en su dimensión que me parece más importante. Muy pocas veces entre nosotros se había sido tan valerosamente leal a lo circundante, a las cosas que están ahí mientras escribo estas palabras, a los hechos que mi propia vida me da y me corrobora diariamente, a las voces y las ideas y los sentires que chocan conmigo y son yo en la calle, en los círculos, en el tranvía y en la cama. Para alcanzar esa inmediatez, Marechal entra resuelto por un camino ya ineludible si se quiere escribir novelas argentinas; vale decir que no se esfuerza por resolver sus antinomias y sus contrarios en un estilo de compromiso, un término aséptico entre lo que aquí se habla, se siente y se piensa, sino que vuelca rapsódicamente las maneras que van correspondiendo a las situaciones sucesivas, la expresión que se adecua a su contenido. Siguen las pruebas: si el "Cuaderno de Tapas Azules" dice con lenguaje petrarquista y giros del siglo de oro un laberinto de amor en el que sólo faltan unicornios para completar la alegoría y la simbólica, el velorio del pisador de barro de Saavedra está contado con un idioma de velorio nuestro, de velorio en Saavedra allá por el veintitantos. Si el deseo de jugar con la amplificación literaria de una pelea de barrio determina la zumbona reiteración de los tropos homéricos, la llegada de la Beba para ver al padre muerto y la traducción de este suceso barato y conmovedor halla un lenguaje que nace preciso de las letras de "Flor de Fango" y "Mano a mano". En ningún momento -aparte de las caídas inevitables en quien no profesa de continuo la prosa, y de toda obra extensa- cabe advertir la inadecuación fondo-forma que, tan señaladamente, malogra casi toda la novelística nacional. Marechal ha comprendido que la plural dispersión en que lucharon él y sus amigos de Martín Fierro no podía subsumirse a un denominador común, a un estilo. Las materias se dan en este libro con la fresca afirmación de sus polaridades. Y el único gran fracaso de la obra es la ambición no cumplida de darle una superunidad que amalgamara las disímiles sustancias allí yuxtapuestas. No fue conseguido, y en verdad no importa demasiado. Ya es mucho que Marechal no se haya traicionado con una mediocre nivelación de desajustes. El buscaba más que eso, y tal vez le toque encontrarlo.
Hacer buena prosa de un buen relato es empresa no infrecuente entre nosotros; hacer ciertos relatos con su prosa era prueba mayor, y en ella alcanza Adán Buenosayres su más alto logro. Aludo a la noche de Saavedra, a la cocina donde se topan los malevos, al encuentro de los exploradores con el linyera; eso, sumándose al diálogo de Adán y sus amigos en la glorieta de Ciro, y muchos momentos del libro final, son para mí avances memorables en la novelística argentina. Estamos haciendo un idioma, mal que les pese a los necrófagos y a los profesores normales en letras que creen en su título. Es un idioma turbio y caliente, torpe y sutil, pero de creciente propiedad para nuestra expresión necesaria. Un idioma que no necesita del lunfardo (que lo usa, mejor), que puede articularse perfectamente con la mejor prosa "literaria" y fusionar cada vez mejor con ella pero para irla liquidando secretamente y en buena hora. El idioma de Adán Buenosayres vacila todavía, retrocede cauteloso y no siempre da el salto; a veces las napas se escalonan visiblemente y malogran muchos pasajes que requerían la unificación decisiva. Pero lo que Marechal ha logrado en los pasajes citados es la aportación idiomática más importante que conozcan nuestras letras desde los experimentos (¡tan en otra dimensión y en otra ambición!) de su tocayo cordobés.
Ignoro si se ha señalado cómo tropiezan nuestros novelistas cuando, a mitad de un relato, plantean discusiones de carácter filosófico o literario entre sus personajes. Lo que un Huxley o un Gide resuelven sin esfuerzo, suena duro e ingrato en nuestras novelas; por eso cabe llamar la atención sobre el "ars poética" que, disperso y revuelto, dialogan aquí y allá los protagonistas de Adán Buenosayres, y la limpieza con que los debates se insertan en la acción misma.

La progresiva pérdida de unidad que resiente la novela a medida que avanza, ha permitido brillantes relatos independientes que alzan el nivel sensiblemente inferior del viaje al infierno porteño; la historia del Personaje -con agradecida deuda a Payró- toca a fondo la picaresca burocrática que desoladamente padecemos.

Quiero cerrar este pasaje de Adán Buenosayres con dos observaciones. Por un mecanismo frecuente en la literatura, nace ésta de un rechazo o una nostalgia. A la hora de la crisis -en la extrema tensión de su alma y de su libro Marechal dice ante el Cristo de la Mano Rota: Sólo me fue dado rastrearte por las huellas peligrosas de la hermosura; y extravié los caminos y en ellos me demoré; hasta olvidar que sólo eran caminos, y yo sólo un viajero, y tú el fin de mi viaje. Muchas otras veces, este alfarero de objetos bellos se reprochará su vocación demorada en lo estético. Qué entrañable ha de ser esta demora, esta búsqueda por las "huellas peligrosas", cuando su producto es una de las obras poéticas más claras de nuestra tierra.

Este mismo desconcierto interno de Marechal se traduce en otro resultado insólito. Creo sensato sospechar que su esquema novelesco reposaba en la historia de amor de Adán Buenosayres, ordenadora de los episodios preliminares y concretándose al fin en el Cuaderno del libro VI. La concepción dantesca de ese amor, exigiendo una expresión laberíntica y preciosista, lo escamotea a nuestra sensibilidad y nos deja una teoría de intuiciones poéticas en alto grado de enrarecimiento intelectual. Si nada de esto es reprensible en sí, lo es dentro de una novela cuyos restantes planos son de tan directo contacto con el tú, con nosotros como argentinos siglo XX. Y entonces, inevitablemente, la balanza se inclina del lado nuestro, y la náusea de Adán al oler la curtiembre nos alcanza más a fondo que Aquella en su spenseriano jardín de Saavedra. Ojalá la obra novelística futura de Marechal reconozca el balance de este libro, si la novela moderna es cada vez más una forma poética, la poesía a darse en ella sólo puede ser inmediata y de raíz surrealista; la elaborada continúa y prefiere el poema, donde debió quedar Aquélla con su simbología taraceada, porque ése era su reino.
La segunda observación toca al humor. Marechal vuelve con Adán Buenosayres a la línea caudalosa de Mansilla y Payró, al relato incesantemente sobrevolado por la presencia zumbona de lo literario puro, que es juego y ajuste e ironía. No hay humor sin inteligencia, y el predominio de la sentimentalidad sobre aquélla se advierte en los novelistas en proporción inversa de humor en sus libros; esta feliz herencia de los ensayistas siglo XVIII, que salta a la novela por vía de Inglaterra, da un tono narrativo que Marechal ha escogido y aplicado con pleno acierto en los momentos en que hacía falta. Sobre todo en las descripciones y las réplicas, y cuando no lo enfatiza; así el episodio de los homoplumas comienza del mejor modo -el retrato en diez líneas del malevo es un hallazgo-, pero termina alicaído con los discursos del speaker. El humor en Adán Buenosayres se alía con un frecuente afán objetivo, casi de historiador, y acaba de dar a esta novela su tono documental que, si la aleja de nosotros en cuanto a adhesión entrañable, nos la ofrece panorámicamente y con amplia perspectiva intelectual. No sé, por razones de edad, si Adán Buenosayres testimonia con validez sobre la etapa martinfierrista, y ya se habrá notado que mi intento era más filológico que histórico. Su resonancia sobre el futuro argentino me interesa mucho más que su documentación del pasado. Tal como lo veo, Adán Buenosayres constituye un momento importante en nuestras desconcertadas letras. Para Marechal quizá sea un arribo y una suma; a los más jóvenes toca ver si actúa como fuerza viva, como enérgico empujón hacia lo de veras nuestro. Estoy entre los que creen esto último, y se obligan a no desconocerlo.