Perry Anderson, Neoliberalismo: un balance provisorio

Capítulo I


Comencemos con los orígenes de lo que se puede definir como neoliberalismo en tanto fenómeno distinto del mero liberalismo clásico, del siglo pasado. El neoliberalismo nació después de la Segunda Guerra Mundial, en una región de Europa y de América del Norte donde imperaba el capitalismo. Fue una reacción teórica y política vehemente contra el Estado intervencionista y de Bienestar. Su texto de origen es Camino de Servidumbre, de Friedrich Hayek, escrito en 1944. Se trata de un ataque apasionado contra cualquier limitación de los mecanismos del mercado por parte del Estado, denunciada como una amenaza letal a la libertad, no solamente económica sino también política. El blanco inmediato de Hayek, en aquel momento, era el Partido Laborista inglés, en las vísperas de la elección general de 1945 en Inglaterra, que este partido finalmente ganaría. El mensaje de Hayek era drástico: “A pesar de sus buenas intenciones, la socialdemocracia moderada inglesa conduce al mismo desastre que el nazismo alemán: a una servidumbre moderna”. Tres años después, en 1947, cuando las bases del Estado de Bienestar en la Europa de posguerra efectivamente se constituían, no sólo en Inglaterra sino también en otros países, Hayek convocó a quienes compartían su orientación ideológica a una reunión en la pequeña estación de Mont Pélerin, en Suiza. Entre los célebres participantes estaban no solamente adversarios firmes del Estado de Bienestar europeo, sino también enemigos férreos del New Deal norteamericano.

En la selecta asistencia se encontraban, entre otros, Milton Friedman, Karl Popper, Lionel Robbins, Ludwig Von Mises, Walter Eukpen, Walter Lippman, Michael Polanyi y Salvador de Madariaga. Allí se fundó la Sociedad de Mont Pélerin, una suerte de franco masonería neoliberal, altamente dedicada y organizada, con reuniones internacionales cada dos años. Su propósito era combatir el keynesianismo y el solidarismo reinantes, y preparar las bases de otro tipo de capitalismo, duro y libre de reglas, para el futuro. Las condiciones para este trabajo no eran del todo favorables, una vez que el capitalismo avanzado estaba entrando en una larga fase de auge sin precedentes su edad de oro , presentando el crecimiento más rápido de su historia durante las décadas de los ‘50 y ‘60. Por esta razón, no parecían muy verosímiles las advertencias neoliberales de los peligros que representaba cualquier regulación del mercado por parte del Estado. La polémica contra la regulación social, entre tanto, tuvo una repercusión mayor. Hayek y sus compañeros argumentaban que el nuevo “igualitarismo” de este período (ciertamente relativo), promovido por el Estado de Bienestar, destruía la libertad de los ciudadanos y la vitalidad de la competencia, de la cual dependía la prosperidad de todos. Desafiando el consenso oficial de la época ellos argumentaban que la desigualdad era un valor positivo en realidad imprescindible en sí mismo , que mucho precisaban las sociedades occidentales. Este mensaje permaneció en teoría por más o menos veinte años.

Con la llegada de la gran crisis del modelo económico de posguerra, en 1973 cuando todo el mundo capitalista avanzado cayó en una larga y profunda recesión, combinando, por primera vez, bajas tasas de crecimiento con altas tasas de inflación todo cambió. A partir de ahí las ideas neoliberales pasaron a ganar terreno. Las raíces de la crisis, afirmaban Hayek y sus compañeros, estaban localizadas en el poder excesivo y nefasto de los sindicatos y, de manera más general, del movimiento obrero, que había socavado las bases de la acumulación privada con sus presiones reivindicativas sobre los salarios y con su presión parasitaria para que el Estado aumentase cada vez más los gastos sociales.

Esos dos procesos destruyeron los niveles necesarios de beneficio de las empresas y desencadenaron procesos inflacionarios que no podían dejar de terminar en una crisis generalizada de las economías de mercado. El remedio, entonces, era claro: mantener un Estado fuerte en su capacidad de quebrar el poder de los sindicatos y en el control del dinero, pero limitado en lo referido a los gastos sociales y a las intervenciones económicas. La estabilidad monetaria debería ser la meta suprema de cualquier gobierno. Para eso era necesaria una disciplina presupuestaria, con la contención de gasto social y la restauración de una tasa “natural de desempleo”, o sea, la creación de un ejército industrial de reserva para quebrar a los sindicatos. Además, eran imprescindibles reformas fiscales para incentivar a los agentes económicos. En otras palabras, esto significaba reducciones de impuestos sobre las ganancias más altas y sobre las rentas. De esta forma, una nueva y saludable desigualdad volvería a dinamizar las economías avanzadas, entonces afectadas por la estagflación, resultado directo de los legados combinados de Keynes y Beveridge, o sea, la intervención anticíclica y la redistribución social, las cuales habían deformado tan desastrosamente el curso normal de la acumulación y el libre mercado. El crecimiento retornaría cuando la estabilidad monetaria y los incentivos esenciales hubiesen sido restituidos.

La ofensiva neoliberal en el poder

La hegemonía de este programa no se realizó de la noche a la mañana. Llevó más o menos una década, los años ‘70, cuando la mayoría de los gobiernos de la OECD (Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económica) trataba de aplicar remedios keynesianos a las crisis económicas. Pero al final de la década, en 1979, surgió la oportunidad. En Inglaterra fue elegido el gobierno Thatcher, el primer régimen de un país capitalista avanzado públicamente empeñado en poner en práctica un programa neoliberal. Un año después, en 1980, Reagan llegó a la presidencia de los Estados Unidos. En 1982, Kohl derrotó al régimen social liberal de Helmut Schmidt en Alemania. En 1983, en Dinamarca, Estado modelo del Bienestar escandinavo, cayó bajo el control de una coalición clara de derecha el gobierno de Schluter. Enseguida, casi todos los países del norte de Europa Occidental, con excepción de Suecia y de Austria, también viraron hacia la derecha. A partir de ahí, la ola de derechización de esos años fue ganando sustento político, más allá del que le garantizaba la crisis económica del período. En 1978, la segunda Guerra Fría se agravó con la intervención soviética en Afganistán y la decisión norteamericana de incrementar una nueva generación de cohetes nucleares en Europa Occidental. El ideario del neoliberalismo había incluido siempre, como un componente central, el anticomunismo más intransigente de todas las corrientes capitalistas de posguerra. El nuevo combate contra el imperio del mal la servidumbre humana más completa a los ojos de Hayek- inevitablemente fortaleció el poder de atracción del neoliberalismo político, consolidando el predominio de una nueva derecha en Europa y en América del Norte. Los años ‘80 vieron el triunfo más o menos in contrastado de la ideología neoliberal en esta región del capitalismo avanzado.

Ahora bien, ¿qué hicieron, en la práctica, los gobiernos neoliberales del período? El modelo inglés fue, al mismo tiempo, la experiencia pionera y más acabada de estos regímenes. Durante sus gobiernos sucesivos, Margaret Thatcher contrajo la emisión monetaria, elevó las tasas de interés, bajó drásticamente los impuestos sobre los ingresos altos, abolió los controles sobre los flujos financieros, creó niveles de desempleo masivos, aplastó huelgas, impuso una nueva legislación anti sindical y cortó los gastos sociales. Finalmente y ésta fue una medida sorprendentemente tardía , se lanzó a un amplio programa de privatizaciones, comenzando con la vivienda pública y pasando enseguida a industrias básicas como el acero, la electricidad, el petróleo, el gas y el agua. Este paquete de medidas fue el más sistemático y ambicioso de todas las experiencias neoliberales en los países del capitalismo avanzado.

La variante norteamericana fue bastante diferente. En los Estados Unidos, donde casi no existía un Estado de Bienestar del tipo europeo, la prioridad neoliberal se concentró más en la competencia militar con la Unión Soviética, concebida como una estrategia para quebrar la economía soviética y por esa vía derrumbar el régimen comunista en Rusia. Se debe resaltar que, en la política interna, Reagan también redujo los impuestos en favor de los ricos, elevó las tasas de interés y aplastó la única huelga seria de su gestión. Pero, decididamente, no respetó la disciplina presupuestaria; por el contrario, se lanzó a una carrera armamentista sin precedentes, comprometiendo gastos militares enormes que crearon un déficit público mucho mayor que cualquier otro presidente de la historia norteamericana. Sin embargo, ese recurso a un keynesianismo militar disfrazado, decisivo para una recuperación de las economías capitalistas de Europa Occidental y de América del Norte, no fue imitado. Sólo los Estados Unidos, a causa de su peso en la economía mundial, podían darse el lujo de un déficit masivo en la balanza de pagos resultante de tal política.

En el continente europeo, los gobiernos de derecha de este período a menudo de perfil católico practicaron en general un neoliberalismo más cauteloso y matizado que las potencias anglosajonas, manteniendo el énfasis en la disciplina monetaria y en las reformas fiscales más que en los cortes drásticos de los gastos sociales o en enfrentamientos deliberados con los sindicatos. A pesar de todo, la distancia entre estas políticas y las de la socialdemocracia, propia de los anteriores gobiernos, era grande. Y mientras la mayoría de los países del Norte de Europa elegía gobiernos de derecha empeñados en distintas versiones del neoliberalismo, en el Sur del continente (territorio de De Gaulle, Franco, Salazar, Fanfani, Papadopoulos, etc.), antiguamente una región mucho más conservadora en términos políticos, llegaban al poder, por primera vez, gobiernos de izquierda, llamados eurosocialistas: Mitterrand en Francia, González en España, Soares en Portugal, Craxi en Italia, Papandreu en Grecia. Todos se presentaban como una alternativa progresista, basada en movimientos obreros o populares, contrastando con la línea reaccionaria de los gobiernos de Reagan, Thatcher, Kohl y otros del Norte de Europa. No hay duda, en efecto, de que por lo menos Mitterrand y Papandreu, en Francia y en Grecia, se esforzaron genuinamente en realizar una política de deflación y redistribución, de pleno empleo y protección social. Fue una tentativa de crear un equivalente en el Sur de Europa de lo que había sido la socialdemocracia de posguerra en el Norte del continente en sus años de oro. Pero el proyecto fracasó, y ya en 1982 y 1983 el gobierno socialista en Francia se vio forzado por los mercados financieros internacionales a cambiar su curso dramáticamente y reorientarse para hacer una política mucho más próxima a la ortodoxia neoliberal, con prioridad en la estabilidad monetaria, la contención presupuestaria, las concesiones fiscales a los capitalistas y el abandono definitivo del pleno empleo. Al final de la década, el nivel de desempleo en Francia era más alto que en la Inglaterra conservadora, como Thatcher se jactaba en señalar. En España, el gobierno de González jamás trató de realizar una política keynesiana o redistributiva. Al contrario, desde el inicio, el régimen del partido en el poder se mostró firmemente monetarista en su política económica, gran amigo del capital financiero, favorable al principio de la privatización y sereno cuando el desempleo alcanzó rápidamente el record europeo de 20% de la población económicamente activa.

Mientras tanto, en el otro extremo del mundo, en Australia y Nueva Zelandia, un modelo de características similares asumió proporciones verdaderamente dramáticas. En efecto, los gobiernos laboristas superaron a los conservadores locales en su radicalidad neoliberal. Probablemente Nueva Zelandia sea el ejemplo más extremo de todo el mundo capitalista avanzado. Allí, el proceso de desintegración del Estado de Bienestar fue mucho más completo y feroz que en la Inglaterra de Margaret Thatcher.

Alcances y límites del programa neoliberal

Lo que demostraron estas experiencias fue la impresionante hegemonía alcanzada por el neoliberalismo en materia ideológica. Si bien en un comienzo sólo los gobiernos de derecha se atrevieron a poner en práctica políticas neoliberales, poco tiempo después siguieron este rumbo inclusive aquellos gobiernos que se autoproclamaban a la izquierda del mapa político. En los países del capitalismo avanzado, el neoliberalismo había tenido su origen a partir de una crítica implacable a los regimenes socialdemócratas. Sin embargo, y con excepción de Suecia y Austria, hacia fines de los años ‘80, la propia socialdemocracia europea fue incorporando a su programa las ideas e iniciativas que defendían e impulsaban los gobiernos neoliberales. Paradojalmente, eran ahora los socialdemócratas quienes se mostraban decididos a llevar a la práctica las propuestas más audaces formuladas por el neoliberalismo. Fuera del continente europeo sólo Japón se mostró reacio a aceptar este recetario. Más allá de esto, en casi todos los países de la OECD, las ideas de la Sociedad de Mont Pèlerin habían triunfado plenamente. ¿Qué evaluación efectiva podemos realizar de la hegemonía neoliberal en el mundo capitalista avanzado, durante los años ‘80? ¿Cumplió o no sus promesas? Veamos un panorama de conjunto.

La prioridad más inmediata del neoliberalismo fue detener la inflación de los años ‘70. En este aspecto, su éxito ha sido innegable. En el conjunto de los países de la OECD, la tasa de inflación cayó de 8,8% a 5,2% entre los años ‘70 y ‘80 y la tendencia a la baja continuó en los años ‘90. La deflación, a su vez, debía ser la condición para la recuperación de las ganancias. También en este sentido el neoliberalismo obtuvo éxitos reales. Si en los años ‘70 la tasa de ganancia en la industria de los países de la OECD cayó cerca de 4,2%, en los años ‘80 aumentó 4,7%. Esa recuperación fue aún más impresionante considerando a Europa Occidental como un todo: de 5,4 puntos negativos pasó a 5,3 puntos positivos. La razón principal de esta transformación fue sin duda la derrota del movimiento sindical, expresada en la caída dramática del número de huelgas durante los años ‘80 y en la notable contención de los salarios. Esta nueva postura sindical, mucho más moderada, tuvo su origen, en gran medida, en un tercer éxito del neoliberalismo: el crecimiento de las tasas de desempleo, concebido como un mecanismo natural y necesario de cualquier economía de mercado eficiente. La tasa media de desempleo en los países de la OECD, que había sido de alrededor de 4% en los años ‘70, llegó a duplicarse en la década del ‘80. También fue éste un resultado satisfactorio. Finalmente, el grado de desigualdad otro objetivo sumamente importante para el neoliberalismo- aumentó significativamente en el conjunto de los países de la OECD: la tributación de los salarios más altos cayó un 20% a mediados de los años ‘80 y los valores de la bolsa aumentaron cuatro veces más rápidamente que los salarios.

En todos estos aspectos (deflación, ganancias, desempleo y salarios) podemos decir que el programa neoliberal se mostró realista y obtuvo éxito. Pero, a final de cuentas, todas estas medidas habían sido concebidas como medios para alcanzar un fin histórico: la reanimación del capitalismo avanzado mundial, restaurando altas tasas de crecimiento estables, como existían antes de la crisis de los años ‘70. En este aspecto, sin embargo, el cuadro se mostró sumamente decepcionante. Entre los años ‘70 y ‘80 no hubo ningún cambio significativo en la tasa media de crecimiento, muy baja en los países de la OECD. De los ritmos presentados durante la larga onda expansiva, en los años ‘50 y ‘60, sólo quedaba un recuerdo lejano.

¿Cuál es la razón de este resultado paradojal? Sin ninguna duda, el hecho de que a pesar de todas las nuevas condiciones institucionales creadas en favor del capital la tasa de acumulación, o sea, la efectiva inversión en el parque de equipamientos productivos, apenas creció en los años ‘80, y cayó en relación a sus niveles ya medios de los años ‘70. En el conjunto de los países del capitalismo avanzado, las cifras son de un incremento anual de 5,5% en los años ‘60, 3,6% en los ‘70, y sólo 2,9% en los ‘80. Una curva absolutamente descendente.

Cabe preguntarse aún por qué la recuperación de las ganancias no condujo a una recuperación de la inversión.

Esencialmente, porque la desregulación financiera, que fue un elemento de suma importancia en el programa neoliberal, creó condiciones mucho más propicias para la inversión especulativa que la productiva.

Los años ‘80 asistieron a una verdadera explosión de los mercados cambiarios internacionales, cuyas transacciones puramente monetarias terminaron por reducir de forma sustancial el comercio mundial de mercancías reales. El peso de las operaciones de carácter parasitario tuvo un incremento vertiginoso en estos años.

Por otro lado, y éste fue el fracaso del neoliberalismo, el peso del Estado de Bienestar no disminuyó mucho, a pesar de todas las medidas tomadas para contener los gastos sociales. Aunque el crecimiento de la proporción del PNB consumido por el Estado ha sido notablemente desacelerado, la proporción absoluta no cayó, sino que aumentó, durante los años ‘80, de más o menos 46% a 48% del PNB medio de los países de la OECD. Dos razones básicas explican esta paradoja: el aumento de los gastos sociales con el desempleo, lo cual significó enormes erogaciones para los estados, y el aumento demográfico de los jubilados, lo cual condujo a gastar otros tantos millones en pensiones.

Por fin, irónicamente, cuando el capitalismo avanzado entró de nuevo en una profunda recesión, en 1991, la deuda pública de casi todos los países occidentales comenzó a reasumir dimensiones alarmantes, inclusive en Inglaterra y en los Estados Unidos, en tanto que el endeudamiento privado de las familias y de las empresas llegaba a niveles sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Actualmente, con la recesión de los primeros años de la década de los ‘90, todos los índices económicos se tornaron mucho más sombríos en los países de la OECD, donde hoy la desocupación alcanza a 38 millones de personas, aproximadamente dos veces la población de Escandinavia. En estas condiciones de crisis tan aguda, era lógico esperar una fuerte reacción contra el neoliberalismo en los años ‘90. ¿Sucedió de esta forma? Al contrario: por extraño que parezca, el neoliberalismo ganó un segundo aliento, por lo menos en su tierra natal, Europa. No solamente el thatcherismo sobrevivió a la propia Thatcher, con la victoria de Major en las elecciones de 1992 en Inglaterra; en Suecia, la socialdemocracia, que había resistido el embate neoliberal en los años ‘80, fue derrotada por un frente unido de la derecha en 1991. El socialismo francés salió desgastado de las elecciones de 1993. En Italia, Berlusconi, una suerte de Reagan italiano, llegó al poder conduciendo una coalición en la cual uno de sus integrantes era hasta hace poco un partido oficialmente fascista. En Alemania, el gobierno de Kohl probablemente continuará en el poder. En España la derecha está en las puertas del poder.

El segundo aliento de los gobiernos neoliberales

Sin embargo, más allá de estos éxitos electorales, el proyecto neoliberal continúa demostrando una vitalidad impresionante. Su dinamismo aún no está agotado, como puede verse en la nueva ola de privatizaciones llevadas a cabo en países hasta hace poco tiempo bastantes resistentes a ellas, como Alemania, Austria e Italia.

La hegemonía neoliberal se expresa igualmente en el comportamiento de partidos y gobiernos que formalmente se definen como claros opositores a este tipo de regímenes. La primera prioridad del presidente Clinton, en los Estados Unidos, fue reducir el déficit presupuestario, y la segunda adoptar una legislación draconiana y regresiva contra la delincuencia, lema principal también del nuevo liderazgo laborista en Inglaterra. La agenda política sigue estando dictada por los parámetros del neoliberalismo, aun cuando su momento de actuación económica parece ampliamente estéril y desastroso.

¿Cómo explicar este segundo impulso de los regímenes neoliberales en el mundo capitalista avanzado? Una de sus razones fundamentales fue, claramente, la victoria del neoliberalismo en otra región del mundo. En efecto, la caída del comunismo en Europa Oriental y en la Unión Soviética, del ‘89 al ‘91, se produjo en el exacto momento en que los límites del neoliberalismo occidental se tornaban cada vez más evidentes. La victoria de Occidente en la Guerra Fría, con el colapso de su adversario comunista, no fue el triunfo de cualquier capitalismo, sino el tipo específico liderado y simbolizado por Reagan y Thatcher en los años ‘80. Los nuevos arquitectos de las economías poscomunistas en el Este, gente como Balcerovicz en Polonia, Gaidar en Rusia, Maus en la República Checa, eran y son ardientes seguidores de Hayek y Friedman, con un menosprecio total por el keynesianismo y por el Estado de Bienestar, por la economía mixta y, en general, por todo el modelo dominante del capitalismo occidental correspondiente al período de posguerra. Esos líderes políticos preconizan y realizan privatizaciones mucho más amplias y rápidas de las que se habían hecho en Occidente; para sanear sus economías, promueven caídas de la producción infinitamente más drásticas de las que jamás se ensayaron en el capitalismo avanzado; y, al mismo tiempo, promueven grados de desigualdad y empobrecimiento mucho más brutales de los que se han visto en los países occidentales.

No hay neoliberales más intransigentes en el mundo que los “reformadores” del Este. Dos años atrás, Vaclav Klaus, Primer Ministro de la República Checa, atacó públicamente al presidente de la Federal Reserve Bank de los Estados Unidos durante el gobierno de Ronald Reagan, Alan Greenspan, acusándolo de demostrar una debilidad lamentable en su política monetaria. En un artículo para la revista The Economist, Klaus fue incisivo: “El sistema social de Europa occidental está demasiado amarrado por reglas y controles excesivos. El Estado de Bienestar, con todas sus generosas transferencias de pagos desligadas de cualquier criterio, de esfuerzos o de méritos, destruyó la moralidad básica del trabajo y el sentido de la responsabilidad individual. Hay excesiva protección a la burocracia. Debe decirse que la revolución thatcheriana, o sea, antikeynesiana o liberal, apareció (con una apreciación positiva) en medio del camino de Europa Occidental, y es preciso completarla”. Bien entendido, este tipo de extremismo neoliberal, por influyente que sea en los países poscomunistas, también desencadenó una reacción popular, como se puede ver en las últimas elecciones en Polonia, Hungría y Lituania, donde partidos ex comunistas ganaron, y ahora gobiernan nuevamente sus países. Pero en la práctica, sus políticas de gobierno no se distinguen mucho de las de sus adversarios declaradamente neoliberales. La deflación, el desmantelamiento de los servicios públicos, las privatizaciones, el crecimiento del capital corrupto y la polarización social siguen, un poco menos rápidamente, por él mismo rumbo. Una analogía con el eurosocialismo del Sur de Europa se hace evidente. En ambos casos se trata de una variante mansa al menos en él discurso, aunque no siempre en las acciones de un paradigma neoliberal común tanto a la derecha como a la izquierda oficial. El dinamismo continuado del neoliberalismo como fuerza ideológica a escala mundial está sustentado en gran parte, hoy, por este “efecto de demostración” del mundo post soviético. Los neoliberales pueden ufanarse de estar frente a una transformación socioeconómica gigantesca, que va a perdurar por décadas.

América Latina, escenario de experimentación

El impacto del triunfo neoliberal en el Este europeo tardó en sentirse en otras partes del globo, particularmente aquí en América Latina, que hoy en día se convierte en el tercer gran escenario de experimentación neoliberal. De hecho, aunque en su conjunto le ha llegado la hora de las privatizaciones masivas después de los países de la OECD y de la antigua Unión Soviética, genealógicamente este continente fue testigo de la primera experiencia neoliberal sistemática del mundo. Me refiero, obviamente, a Chile bajo la dictadura de Pinochet: aquel régimen tiene el mérito de haber sido el verdadero pionero del ciclo neoliberal en la historia contemporánea. El Chile de Pinochet comenzó sus programas de forma drástica y decidida: desregulación, desempleo masivo, represión sindical, redistribución de la renta en favor de los ricos, privatización de los bienes públicos. Todo esto comenzó casi una década antes que el experimento thatcheriano.

En Chile, naturalmente, la inspiración teórica de la experiencia pinochetista era más norteamericana que austríaca: Friedman, y no Hayek, como era de esperarse en las Américas. Pero es de notar tanto que la experiencia chilena de los años ‘70 interesó muchísimo a ciertos consejeros británicos importantes para Thatcher, como que siempre existieron excelentes relaciones entre los dos regímenes hacia los años ‘80. El neoliberalismo chileno, bien entendido, presuponía la abolición de la democracia y la instalación de una de las más crueles dictaduras de posguerra. Sin embargo, debemos recordar que la democracia en sí mísma –como explicaba incansablemente Hayek jamás había sido un valor central del neoliberalismo. La libertad y la democracia, explicaba Hayek, podían tomarse fácilmente incompatibles, si la mayoría democrática decidiese interferir en los derechos incondicionales de cada agente económico para disponer de su renta y sus propiedades a su antojo. En ese sentido, Friedman y Hayek podían ver con admiración la experiencia chilena, sin ninguna inconsistencia intelectual o compromiso de principios. Pero esta admiración fue realmente merecida, dado que a diferencia de las economías del capitalismo avanzado bajo los regímenes neoliberales en los ‘80 , la economía chilena creció a un ritmo bastante rápido bajo el régimen de Pinochet, como lo sigue haciendo con la continuidad político económica de los gobiernos pospinochetistas de los últimos años.

Si Chile fue, en este sentido, una experiencia piloto para el nuevo neoliberalismo en los países avanzados de Occidente, América Latina también proporcionó la experiencia piloto para el neoliberalismo del Este pos soviético. Aquí me refiero a Bolivia, donde en 1985 Jeffrey Sachs perfeccionó su tratamiento de shock, aplicado más tarde en Polonia y Rusia, pero preparado originariamente para el gobierno de Banzer, y después aplicado imperturbablemente por Víctor Paz Estenssoro, sorprendentemente cuando fue electo presidente en lugar de Banzer. En Bolivia, la puesta en marcha de la experiencia neoliberal no tenía urgente necesidad de quebrar a un movimiento obrero poderoso, como en Chile, sino de parar la hiperinflación. Por otro lado, el régimen que adoptó el plan de Sachs no era una dictadura, sino el heredero del partido populista que había hecho la revolución social de 1952. En otras palabras, América Latina también inició una variante neoliberal “progresista”, difundida más tarde en el Sur de Europa, en los años del eurosocialismo. Pero Chile y Bolivia eran experiencias aisladas hasta finales de los años ‘80.

El viraje continental en dirección al neoliberalismo no comenzó antes de la presidencia de Salinas, en México, en 1988, seguido de la llegada de Menem al poder, en 1989, de la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez en el mismo año en Venezuela, y de la elección de Fujimori en el Perú en el ‘90. Ninguno de esos gobernantes confesó al pueblo, antes de ser electo, lo que efectivamente hizo después. Menem, Carlos Andrés Pérez y Fujimori, por cierto, prometieron exactamente lo opuesto a las políticas radicalmente antipopulistas que implementaron en los años ‘90. Salinas ni siquiera fue electo, apelando, como es bien sabido, a uno de los tradicionales recursos de la política mexicana: el fraude.

De las cuatro experiencias vividas en esta década, podemos decir que tres registraron éxitos impresionantes a corto plazo (México, Argentina y Perú) y una fracasó: Venezuela. La diferencia es significativa. La condición política que garantizó la deflación, la desregulación, el desempleo y la privatización de las economías mexicana, argentina y peruana fue una concentración formidable del poder ejecutivo; algo que siempre existió en México, un régimen de partido único. Sin embargo, Menem y Fujimori tuvieron que innovar con una legislación de emergencia, autogolpes y reforma de la Constitución. Esta dosis de autoritarismo político no fue posible en Venezuela, con una democracia partidaria más continua y sólida que en cualquier otro país de América del Sur, y el único que escapó de las dictaduras militares y regímenes oligárquicos desde los años ‘50. De ahí el colapso de la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez.

A pesar de esto sería arriesgado concluir que en América Latina sólo los regímenes autoritarios pueden imponer con éxito las políticas neoliberales. El caso de Bolivia, donde todos los gobiernos electos después de 1985, tanto el de Paz Zamora como el de Sánchez de Losada, continuaron con la misma línea, está ahí para comprobarlo. La lección que deja la larga experiencia boliviana es clara. Existe un equivalente funcional al trauma de la dictadura militar como mecanismo para inducir democrática y no coercitivamente a un pueblo a aceptar las más drásticas políticas neoliberales: la hiperinflación. Sus consecuencias son muy parecidas. Recuerdo una conversación en Rio de Janeiro en 1987, cuando era consultor de un equipo del Banco Mundial y hacía un análisis comparativo de alrededor de veinticuatro países del Sur, en lo relativo a políticas económicas. Un amigo neoliberal del equipo, sumamente inteligente, economista destacado, gran admirador de la experiencia chilena bajo el régimen de Pinochet, me confió que el problema crítico del Brasil durante la presidencia de Samey no era una tasa de inflación demasiado alta como creía la mayoría de los funcionarios del Banco Mundial , sino una tasa de inflación demasiado baja. “Esperemos que los diques se rompan”, decía. “Aquí precisamos una hiperinflación para condicionar al pueblo a aceptar la drástica medicina deflacionaria que falta en este país”. Después, como sabemos, la hiperinflación llegó al Brasil, y las consecuencias prometen o amenazan confirmar la sagacidad de este neoliberal local.

Un balance provisorio

La pregunta que queda abierta es si el neoliberalismo encontrará aquí, en América Latina, más o menos resistencia a su implementación duradera que la que encontró en Europa Occidental y en la antigua URSS. ¿Será el populismo o el laborismo latinoamericano un obstáculo más fácil o más difícil para la realización de los planes neoliberales que la socialdemocracia reformista o el comunismo? No voy a entrar en esta cuestión; otros aquí pueden juzgarla mejor que yo. Sin duda, la respuesta va a depender también del destino del neoliberalismo fuera de América Latina, donde continúa avanzando en tierras hasta ahora inmunes a su influencia.

Actualmente, en Asia, por ejemplo, la economía de la India comienza, por primera vez, a ser adaptada al paradigma liberal, y hasta el mismo Japón no es totalmente indiferente a las presiones norteamericanas para desregular la economía. La región del capitalismo mundial que presenta más éxitos en los últimos veinte años es también la menos neoliberal, o sea, las economías de Extremo Oriente como Japón, Corea, Taiwán, Singapur y Malasia. ¿Por cuánto tiempo estos países permanecerán fuera de la influencia de este tipo de regímenes? Todo lo que podemos decir es que éste es un movimiento ideológico a escala verdaderamente mundial, como el capitalismo jamás había producido en el pasado. Se trata de un cuerpo de doctrina coherente, autoconsistente, militante, lúcidamente decidido a transformar el mundo a su imagen, en su ambición estructural y en su extensión internacional. Algo mucho más parecido al antiguo movimiento comunista que al liberalismo ecléctico y distendido del siglo pasado.

En este sentido, cualquier balance actual del neoliberalismo sólo puede ser provisorio. Se trata de un movimiento inconcluso. Por el momento, a pesar de todo, es posible dar un veredicto sobre su actuación durante casi quince años en los países más ricos del mundo, única área donde sus frutos parecen maduros. Económicamente, el neoliberalismo fracasó. No consiguió ninguna revitalización básica de capitalismo avanzado. Socialmente, por el contrario, ha logrado muchos de sus objetivos, creando sociedades marcadamente más desiguales, aunque no tan desestatizadas como se lo había propuesto. Política e ideológicamente, sin embargo, ha logrado un grado de éxito quizás jamás soñado por sus fundadores, diseminando la simple idea de que no hay alternativas para sus principios, y que todos, partidarios u opositores, tienen que adaptarse a sus normas. Probablemente, desde principios de siglo, ninguna sabiduría convencional consiguió un predominio de carácter tan abarcativo como hoy lo ha hecho el neoliberalismo. Este fenómeno se llama hegemonía, aunque, naturalmente, millones de personas no crean en sus promesas y resistan cotidianamente a sus terribles efectos. Creo que la tarea de sus opositores es ofrecer otras recetas y preparar otros regímenes. Alternativas que apenas podemos prever cuándo y dónde van a surgir. Históricamente, el momento de viraje de una onda es siempre una sorpresa.