EL OYENTE, Miguel Veyrat







—A ver, una cañita y una tapa e’ boquerones, pidió el señor Mariano, mientras se secaba con el pañuelo la parte trasera de la cabeza después de quitarse la gorra.



Mientras le servían miró de reojo a la calle, donde había dejado el taxi estacionado en segunda fila. ¡Maldito tráfico!, masculló dirigiendo ahora la mirada en abanico al resto de la barra, repleta a esas horas del mediodía y con un humo denso de tabaco y olor a mala ventilación. Echó un trago al coleto y cogió el “Marca”, alegrándose de que el Zaragoza hubiese metido cuatro goles al Barça.



Aún a riesgo de repetirse, volvió a mascullar un “malditos catalanes”, dirigiéndose a su vecino de barra que se encontraba con la espalda apoyada en la pared que hacía esquina y con una mano apoyada sobre la formica. El vecino era un hombre alto, vestido de chaquetón de cuero negro y gorra de marino bajo la que asomaba algún mechón de pelo blanco, y pareció asentir con media sonrisa. Ante él, un vaso con un culín de vino blanco esperaba a ser apurado de un momento a otro.



—¡Ej que ahora se reúnen en secreto! ¿Quiénes se han creído esta gente para jugar con la integridad de España? ¿Quiénes son los sociatas para repartir a manos llenas nuestro dinero a unos partidos catalanes que lo único que quieren es mandar a España a tomar viento? ¿Acaso nos creen aún más borregos de lo que somos? ¿Eh?



El señor Mariano volvió a dirigir la mirada en redondo hacia todo el bar, que parecía sumido en un alegre bordonear de abejas libando diversas especies de alcohol y charlas sobre diversos temas, incluidos los cuatro goles del Zaragoza al Barcelona. El dueño del bar secó con un trapo sucio el trozo de barra, retiró la caña vacía y le dijo que si quería otra.



—¡Venga otra! Y dirigiéndose al vecino, que sonreía bondadosamente le preguntó si también le hacía otro vaso de vino. Sin esperar respuesta, anunció que le pusieran otra caña de blanco al caballero.



Siguió un minuto de silencio mientras ponían ante ellos los vasos y los platitos con el pincho de guindilla, cebolleta y aceituna.



—Claro, es que no van a parar de echarnos avispas para que se nos hinchen las narices y tiremos por la calle del medio. Mire, hace un rato le decía yo a un cliente, un militar seguramente, porque me daba la razón en todo, que menos mal que creo que no han contado con el Rey, que igual que habló aquél 23-F porque estalló una rebeldía, también hablará ahora, porque la verdad es que están intentando romper la Corona de España de la que es depositario. Porque si no ¿Qué es eso de que Cataluña es una nación? No lo es ni en el preámbulo ni en las tripas de ningún documento; no lo ha sido nunca.



Esto pareció gustar al vecino del chaquetón negro, que sin cambiar de postura pareció asentir inclinando un poco la cabeza hacia delante, dejando escapar lo que pareció un leve suspiro. El señor Mariano masticó con fuerza su guindilla y se volvió a pasar el pañuelo sudado por la calva.



—Muy cobardes seríamos si permitiéramos que esto se convirtiera en una vil realidad. ¿Porqué no se pregunta a los españoles antes por “refrendo” si lo quieren así? ¡Rezo a Dios, ya que creo en él públicamente, para que haga imperar la cordura para que ilumine al Rey de las Españas y confunda a aquellos que entregan a la patria por 30 votos y quizás por algo más vergonzoso!



Satisfecho por la contundencia de su párrafo, el señor Mariano quiso ser “refrendado” al menos por su vecino, que seguía con la misma sonrisa llena de paz en su cara ancha y extrañamente pálida, sin probar ni su vino ni su guindilla.



—¡He dicho que rezo a Dios! ¡Porque creo en él públicamente, eh! ¿Usted no? preguntó con un ligero acento de sospecha.



El vecino tampoco contestó, por lo que el señor Mariano le dió un golpecito en la mano que mantenía apoyada en la barra y que parecía mantener el equilibrio de todo su cuerpo recostado contra la pared. El taxista la retiró enseguida como picado, precisamente, por una avispa. La mano estaba helada. Volvió a tocarla bruscamente, y zarandeó levemente el cuerpo del viejo por el brazo, lo que le hizo perder el equilibrio.



—¡Eh! ¿Qué le pasa? ¿Tanto le asusta que crea en Dios?



El cuerpo se desplomó sobre la barra, arrastrando en su caída los vasos y platos con restos de vinagre de las tapas.



—¡Oye, llama al 112, que a éste le ha dado algo! Gritó al dueño del bar, que ya tenía empuñado el “móvil” mientras los clientes hacían un pequeño círculo en torno al cuerpo caído de costado y que, extrañamente, seguía sonriendo.



—Malditos rojos, gruñó el señor Mariano, no tienen

“consideración” : ni el aperitivo te dejan tomar a gusto. ¡Mira que venir a morirse encima de uno!