La celebración del segundo centenario de Fréderic Chopin



Un compositor que ha sido tildado de “romántico”, “amanerado”, “conservador”, “poeta del piano”, “cursi” y un sinfín de tópicos y lugares comunes que no han hecho sino difuminar y hasta distorsionar la realidad del autor de pentagramas en los que “se hallan muchas de las verdaderas raíces de la música contemporánea”, según las palabras sabias de Nikolái Rimski-Kórsakov.
Son muchos los aficionados e intérpretes que han comenzado a amar la música de Chopin después de años de rechazo, inoculados de un prejuicio que comenzó a gestarse tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los entonces nuevos vanguardistas rechazaban sin más todo aquello que no viniera de Viena, Donaueschingen, Darmstadt y otros enclaves similares de la modernidad. Un prejuicio azuzado, entre otros motivos, por el hecho de que los aspectos más superficiales de su azarosa vida constituyeran un tesoro para todo biógrafo lacrimógeno.
Jesús Bal y Gay, que es una de las mentes más agudas de la musicología española del siglo XX, reconocía su filiación a una generación de “jóvenes que hemos abominado de Chopin por antojársenos cursi, y sólo más tarde, en plena madurez, vinimos a descubrir que su música es inocente de la cursilería con que se mostraba en manos de la mayoría de los pianistas”. Bal y Gay radica la explicación de tal fenómeno en la esencia misma de la música. “Lo cursi”, escribe el musicólogo y compositor lucense, “es el fruto de una aspiración a lo exquisito y de una incapacidad radical para alcanzarlo. […] Chopin es uno de los compositores más puros, de mejor gusto que hayan existido jamás. La más rotunda negación de lo cursi. Pero su música está impregnada de un delicado patetismo, canta la mayoría de las veces a media voz y con melancolía, es preciosista en su ornamentación y en sus sonoridades. Nada de extraño tiene, pues, que la cursilería, apetente de esas cualidades -aunque incapaz de hacerlas suyas- se apodere de ella y la convierta en una de las cosas más abominables que puedan oírse”.
Raíces de futuro
La música de Chopin entraña muchas de las claves y raíces de la música del futuro. Su avanzado tratamiento de la modalidad, los “choques” disonantes de muchas de sus armonías o el agudo tratamiento que hace de los antiguos modos griegos son características de un modo de componer que entronca frecuentemente y con decidida voluntad en la música nacional de Polonia; también y casi siempre en la pasión belcantista que siempre alimentó su universo creativo.
Chopin crece y bebe del gran clasicismo, pero también del lejano barroco y de su entorno inmediato. Su admiración ante el virtuosismo instrumental de Paganini era sólo equiparable a la fascinación que siempre sintió por la melodía belliniana, cuya incidencia resulta particularmente palmaria en los nocturnos. En este sentido, Chopin combina con asombrosa armonía su inclinación belcantista con la búsqueda de una sonoridad, de una expresión acústica que sentará las bases del impresionismo y, a través de él, de la música del siglo XX, desde Messiaen a Takemitsu o Mompou.
Un artista aparte
A pesar de ser uno de los compositores más populares de la historia de la música, Chopin es, al mismo tiempo, uno de los músicos más erróneamente apreciados. Un artista aparte, sin el menor parecido con cualquiera de los músicos de su tiempo, como reconocía su amigo Héctor Berlioz. Detrás de su aspecto asequible que parece tocar directamente al corazón sensible del oyente, su música oculta una personalidad “honda y violenta como un cráter en el océano”, por utilizar la expresión de su paisano Ignacy Jan Paderewski. “A Chopin”, escribe su amante George Sand, “no lo conoció, ni lo conoce todavía, la gran masa. Será menester que se operen grandes progresos en el gusto de la inteligencia del arte para que sus obras se popularicen. Llegará un día en que todo el mundo sepa que aquel genio tan inmenso, tan completo, tan sabio como cualquiera de los grandes maestros que asimiló, encerraba una individualidad más exquisita incluso que la de Johann Sebastian Bach, más poderosa todavía que la de Beethoven, más dramática incluso que la de Weber. Es como los tres juntos, pero también él mismo, es decir, más refinado en el gusto, más austero en la grandeza, más desgarrador en el valor”. Hoy, 200 años después de su nacimiento, estas palabras quizá exageradas se mantienen vigentes. Su modernidad implacable permanece intacta. Sin embargo, ni la musicología ni los maravillosos intérpretes que en los últimos decenios han acometido la obra de Chopin desde perspectivas alejadas de la cursilería han logrado ubicarle en el puesto que le corresponde entre los más rotundos innovadores de la historia de la música.