Anaïs Nin



Anaïs Nin dejó instrucciones precisas a Rupert Pole (su último esposo y albacea literario), de no publicar los famosos Diarios en su totalidad sino hasta la muerte de Hugh Guiler, por discreción, puesto que éste fue su esposo, compañero inseparable y protector durante las décadas de los veinte y los treinta en París, época en la cual desarrolló parte fundamental de su trabajo literario.


Cuenta la leyenda que la aventura de los Diarios se inició en el vapor Montserrat, en un largo viaje Barcelona-Nueva York, cuando Anaïs sólo tenía once años. En ese año de 1914 su padre, el compositor español Joaquín J. Nin y Castellanos abandonó a su mujer Rosa Culmell, quien con sus tres hijos decidió cruzar el Atlántico mientras su pequeña hija escribía una carta para contar a su padre los detalles del viaje, con la esperanza de que la separación fuese momentánea. Sin embargo, Anaïs volvió a ver a su padre hasta el verano de 1933. Aquí empieza la redacción de esas quince mil páginas, publicadas parcialmente en 1966. Un hecho feliz para la difusión de esta obra fue que en 1988 Emecé publicó completo el diario de 1931 a octubre de 1932, bajo el título Henry Miller, su mujer y yo; en mayo de 1996 apareció Incesto.

Diario no expurgado 1932-1934; naturalmente, para estas fechas Hugh Guiler y casi todos los protagonistas de este documento habían muerto.



En torno a la vida de Anaïs se ha forjado un gran mito, el de la "protectora del arte y los artistas", principalmente a partir de que conoce a Henry Miller, ya que ejerció para él una especie de mecenazgo, sin menoscabo del afecto que ambos se procuraban, pues su relación siempre estuvo llena de matices que fueron desde el aprecio sincero de la valía del trabajo literario de uno y otra (pues llegaron incluso a colaborar a nivel creativo con gran seriedad); hasta el compartir su vida sexual, la camaradería y una amistad profunda que los unió durante muchos años.



Cuando sus propios medios económicos fueron insuficientes para apoyar a los jóvenes escritores (que se le acercaban por el mito de su protección incondicional), quiso la casualidad que apareciera milagrosamente un coleccionista de libros solicitándole a Henry Miller que escribiera para él cuentos eróticos; Miller empezó a hacerlo por diversión, pero luego, todos los amigos necesitados se reunían y contaban historias verdaderas o falsas y fabricaban con ellas el material requerido por el mecenas, quien pagaría generosamente, a dólar la página, precio mejor que el inicial, pues al hacer la propuesta a Henry Miller habló de estar dispuesto a recibir material por la suma de cien dólares mensuales. Todo el grupo participó en la medida de las posibilidades de su imaginación; sin embargo, y a pesar de haber trabajado muy duramente en este proyecto, Anaïs Nin lamentaba que el coleccionista insistiera en pedirles "menos análisis, menos filosofía, menos poesía" en los cuentos que le hacían llegar; ella hubiera deseado que el inesperado mecenas comprara toda su obra sin distinción de temas, pero éste deseaba una mayor descripción de hechos propiamente físicos. En las páginas de su diario, Anaïs expresa su descontento al reflexionar que la enunciación de relatos estrictamente descriptivos, en lugar de aumentar el placer (estético, se entiende) lo disminuía. Muchas veces, ahogada por las exigencias prácticas de la vida, se puso en contacto con el coleccionista para resolver problemas económicos al parecer interminables. Habían llegado al límite, hastiados de lo que les era solicitado y rayaba ya en la pornografía; les parecía empobrecedor seguir con ese trabajo, que les exigía despojar de su magia al hecho erótico; al parecer, el contratante ignoraba la sutileza de esa magia, quizá incluso ignorara su propia existencia; ellos, los narradores a su servicio, poco a poco sienten que se van alejando del disfrute de una visión sana del erotismo y deciden enviarle una carta, fechada en diciembre de 1941; he aquí un fragmento:



Querido coleccionista: Le odiamos. La sexualidad pierde su fuerza y su magia cuando se hace explícita, automática, exagerada, cuando se convierte en una obsesión mecánica. Llega a ser aburrida. Usted nos ha enseñado mejor que nadie lo erróneo que es no combinarla con la emoción, la sed, el deseo, la lujuria, los antojos, los caprichos, los lazos personales, las relaciones más profundas, que cambian su color, su sabor, sus ritmos y sus intensidades.



No sabe usted lo que se pierde con su análisis microscópico de la actividad sexual y la exclusión de todo lo demás, sin el combustible que la enciende: lo intelectual, lo imaginativo, lo romántico, lo emotivo. Es todo esto lo que da a la sexualidad sus sorprendentes texturas, sus sutiles transformaciones, sus elementos afrodisíacos. Usted reduce el mundo de sus sensaciones. Lo está marchitando, lo hace pasar sed, lo deja sin sangre... No hay dos pieles que tengan la misma textura, nunca hay la misma luz, ni la misma temperatura ni las mismas sombras, ni tampoco el mismo gesto; porque el amante, cuando está encendido por un verdadero amor, puede recorrer la interminable historia de tantos siglos de cuentos de amor. Una enorme gama, enormes cambios de época, variaciones de madurez e inocencia, perversidad y arte, animales graciosos y naturales.



La relación de Anaïs Nin con el psicoanálisis nació a raíz de su deseo de conciliar todos los matices de su personalidad, de su vida: el sueño y la realidad, el sentimiento y el intelecto, el compromiso y la reserva, la acción y la contemplación, el ser real y el ser simbólico. Su primer psicoanalista fue el René Allendy, pero su tratamiento fue relativamente corto pues Allendy quiso hacerla entrar en el molde de la normalidad, le pidió que viviera el amor como algo agradable y ligero, que debía despojarlo de su aspecto trágico. La vio como ella no era. Posteriormente, tras conocerlo a través de su obra, acudió a Otto Rank, quien se especializó en el hecho artístico. La neurosis, escribió una vez, es la manifestación de una imaginación y unas energías desencaminadas, una neurosis es una obra de arte fallida, y el neurótico un artista fallido.

En el desarrollo de su tratamiento surgió entre ellos un fuerte sentimiento de amor. En esa época parece haber sido una mujer feliz; no es difícil entender que encontró en el doctor Rank a un hombre brillante que no negaba sus sentimientos, sino al contrario, que comprendía su valor profundo; que logró con su amor y su sabiduría ayudar a Anaïs a superar las enormes contradicciones de su existencia agotadora, pues siempre procuró crear un mundo hermoso para los demás, dando lo mejor de sí misma a cada una de las personas con las que ha compartido su espacio y su tiempo:



Yo palio los sufrimientos de los demás. Sí, siempre me encuentro suavizando golpes, disolviendo ácidos, neutralizando venenos, a cada momento del día. Trato de satisfacer los deseos ajenos, de hacer milagros. Me esfuerzo por hacer milagros (Henry escribirá su libro, Henry no se morirá de hambre, June se curará, etcétera).



Pero no sólo Otto Rank le devolvió la certeza de que sus contradicciones eran legítimas en tanto que rasgos humanos, sino que le hizo perder el miedo a "estar en poder de otro", gracias a que había sido para ella el hombre de ciencia que comprendió, al analizarlas, cada una de sus aspiraciones como artista y como mujer en búsqueda constante de la plenitud total, y al mismo tiempo el compañero capaz de intensidades equivalentes a la suya, tanto en lo físico como en lo emocional. Fue él quien, en 1934, la invitó a Nueva York para trabajar con él. De esta manera Anaïs Nin inició su práctica del psicoanálisis, y aunque más tarde abandonaría esta actividad, lo hizo estando profundamente enriquecida.



LOS DIARIOS DE ANAÏS Nin permiten ver en lo profundo de esta alma enamorada de la belleza y del arte, y nos recuerdan que entender una existencia humana como digna materia prima del arte literario no es un error. De acuerdo con Erica Jong, "Anaïs Nin ha logrado expresar todo lo que los libros de mujeres han dejado de lado durante siglos [...] No sólo rompió el tabú sino que tuvo la audacia de escribirlo [...] Lo que Nin ha creado es nada menos que un espejo de la vida. Las fluctuaciones de estados de ánimo, del odio al amor, que marcan nuestra frágil humanidad son vistas en proceso, como nunca antes. Hacía lo que Proust, Joyce y Miller estaban haciendo, pero desde una conciencia femenina [...] Sea adorada o detestada, lo importante es que sea leída".



Uno de los personajes del mundo del arte más interesantes con quien Anaïs Nin tuvo contacto fue Antonin Artaud, de quien hizo un retrato donde se le puede ver de cuerpo entero:



Artaud sube al estrado y empieza a hablar: "El teatro y la Peste". Me pidió que me sentara en primera fila. Me parece que no pide más que intensidad, una manera más alta de sentir y de vivir. ¿Trata de recordarnos que fue durante la Peste cuando llegaron a producirse tantas obras maravillosas de arte y de teatro, porque el hombre, fustigado por el miedo a la muerte, persigue la inmortalidad, la evasión, superarse a sí mismo? Pero luego, casi imperceptiblemente, abandonó el hilo que seguíamos y empezó a actuar como alguien que se estuviera muriendo de peste. Nadie se enteró cuándo empezó exactamente aquello. Para ilustrar su conferencia Artaud representaba una agonía. "La Peste", en francés, es una expresión mucho más terrible que The Plague en inglés. Pero no hay palabras capaces de describir lo que representaba Artaud en el estrado de la Sorbona. Se olvidó de su conferencia, del teatro, de sus ideas, del doctor Allendy sentado junto a él, del público, de los estudiantes, de su esposa, los profesores y los directores.



Su rostro estaba contorsionado de angustia; sus cabellos empapados de sudor. Los ojos se le dilataban, se le tensaban los músculos, y sus dedos pugnaban por conservar su flexibilidad. Nos hacía sentir que tenía la garganta reseca y ardiente, el sufrimiento, la fiebre, la quemazón de sus entrañas. Estaba torturado. Gritaba. Deliraba. Representaba su propia muerte, su propia crucifixión.



Al principio la gente contuvo la respiración. Después se puso a reír. ¡Todo el mundo reía! Silbaban. Luego, de uno en uno, empezaron a irse ruidosamente protestando, hablando. Al salir, daban un portazo [...] Más protestas. Más abucheos. Pero Artaud continuó, hasta el último aliento. Y quedó tendido en el suelo. Después, cuando la sala estuvo vacía y sólo quedaba allí un pequeño grupo de amigos, se levantó, vino directamente hacia mí, y me besó la mano. Me pidió que le acompañara a un café [...] Artaud y yo paseamos bajo la fina llovizna. Anduvimos y anduvimos por calles oscuras. Él se sentía herido, duramente afectado y desconcertado por los abucheos... Y escupió su ira:



"Siempre quieren oír hablar de; quieren escuchar una conferencia objetiva sobre ‘El Teatro y la Peste’, y yo lo que quiero es darles la experiencia misma de ello, la peste misma, para que se aterroricen y despierten. Quiero despertarlos. No se dan cuenta de que están muertos. Su muerte es completa, como una sordera, una ceguera. Lo que yo les mostré es la agonía. La mía, sí, y la de todos los que viven."



La lluvia caía sobre su cara, él se apartaba el cabello de la frente. Parecía tenso y obsesionado, pero hablaba ya sosegadamente.



"Nunca he encontrado a nadie que sintiera lo que mismo que yo. Hace quince años que me drogo con opio. Me lo dieron por primera vez cuando era muy joven, para calmar los terribles dolores de cabeza que sufría. A veces creo que, en vez de escribir, lo que hago es describir la pugna por escribir, la pugna por nacer."



Para él, morir víctima de la peste no es peor que ser víctima de la mediocridad, el espíritu comercial y la corrupción que nos rodea. Quiere que la gente tenga conciencia de que se está muriendo. Forzarla a entrar en un estado poético.



"Su hostilidad demostró únicamente que usted les había inquietado", le dije.



Un retrato más, en octubre de 1940 nos da su recuerdo del célebre jefe de los surrealistas.



Vino André Bretón. Hablamos de la hipnosis y de todos los escritores que nos parecen clarividentes o proféticos. Todavía pienso a veces que es un científico más que un poeta del inconsciente, que es más capaz de analizar que de sentir, pero es cierto que es penetrante, lúcido y creativo en cada palabra que pronuncia. Desde luego, cuando escribe es un poeta, y además un poeta de gran fuerza. Es posible que al verse obligado a teorizar, a enseñar y a definir un grupo y unas obras, se haya hecho más dogmático. Para mí, el surrealismo tiene un significado más amplio, abarca más cosas que para él.



No podría encontrarse nada más surrealista que el propio André Breton, con toda esa dignidad y ese ingenuo porte regio que tiene, con su largo cabello cepillado para mostrar su rostro de león, sus ojos grandes y sus rasgos osados, inclinándose a besar mi mano.



Anaïs Nin ha tenido diversos valores a través de los años; recuerdo a un amigo y compañero de trabajo a quien le hicimos un regalo de cumpleaños con dinero del dueño del negocio, yo fui la encargada de ir a comprarlo: le llevé dos tomos de los Diarios. Me atreví a ello porque él también escribía. Cierta tarde, años después, recordando la anécdota él tenía memoria de aquellos libros como la crónica de una mujer preocupada por sus amigos. ¿Y la artista, la mujer de letras, la psicoanalista, la buscadora de una vida en la que sólo debía haber momentos elevados? ¿Y la mujer plena?



Al principio del tomo I, Anaïs describe el portón de su casa en Louveciennes, un bucólico lugar muy cerca de Francia, y dice que uno siempre piensa que una puerta cerrada o una persona o una situación suponen obstáculos; sin embargo los obstáculos verdaderos siempre están dentro de uno mismo.



Anaïs Nin es el recordatorio constante de que las emociones embellecen la vida, de que si se emprende la búsqueda del significado de cada acto de nuestra vida, con el paso del tiempo saldremos enriquecidos. Siempre que pienso que todo es banal, recuerdo la magia que Anaïs siempre supo crear a su alrededor, reconociendo el talento de quienes le rodeaban, brindándose amorosamente, principalmente a la vida.