Romance Lorquiano

La desconocida y poco estudiada vida amorosa del poeta granadino esconde una historia parecida a la de los trágicos dramas que escribió en muchas de sus obras.
“Las relaciones homosexuales de Federico García Lorca componen un romancero oscuro, un misterio del que sólo se conocen algunos testimonios y escasos documentos, pero lo cierto es que sentía verdadera pasión por aquellas personas a las que amó. En pocas ocasiones fue correspondido y no siempre eligió a la persona adecuada. Salvador Dalí, Emilio Aladrén, Rafael Rodríguez Rapún y Eduardo Rodríguez Valdivieso fueron, en algún momento, los hombres de su vida y de sus obras.
La familia García Lorca durante años evitó toda referencias a las inclinaciones sexuales del poeta, para evitar, según indicó Laura García Lorca, que «se confundiera su asesinato con un crimen sexual». La misma Laura reconoció que, pasados los años, la familia asumió el tema «con toda naturalidad».

LOS CUATRO HOMBRES DE FEDERICO GARCÍA LORCA.

SALVADOR DALÍ: El amor que no pudo ser.

Federico García Lorca y Salvador Felipe Dalí vivieron su particular “Brokeback Mountain” en la España de los años veinte. Su relación trascendió la simple amistad. Se conocieron en 1922 en la Residencia de Estudiantes de Madrid (cuando tenían 24 y 18 años, respectivamente). Fue una gran historia de amor aunque nunca llegara a consumarse. Lorca, menos temeroso al erotismo, fue mucho más consciente del amor que sentía hacia su amigo. Pero éste no aceptaba su homosexualidad, entre otras cosas por la influencia de un padre muy severo. Mantuvieron, a pesar de todo, una estrechísima relación personal y artística primero; y un complejo debate estético después, hasta 1928, cuando se produjo el alejamiento entre los dos.

Dalí había comenzado el servicio militar, pero tuvo tres meses de permiso que pasó con su amigo Federico entre Figueras, Cadaqués y Barcelona. En este momento llevaban más de un año sin verse y pasaron unos meses en íntima amistad. Según el pintor, en mayo de 1926 el poeta intentó estar físicamente con él y aunque Dalí se sentía halagado, no accedió a sus deseos, ya que no se consideraba homosexual, lo que Lorca respetó siempre profundamente.

Dalí era muy crítico con la obra de García Lorca. Cuando se publicó el ‘Romancero gitano’, Salvador le dijo a Federico: «Tú eres un genio y lo que se lleva ahora es la poesía surrealista. Así que no pierdas tu talento con pintoresquismos». Y Federico le hizo caso; dio un golpe de timón a su obra y surgió ‘Poeta en Nueva York’. Dalí se alió con Buñuel en ‘Un perro andaluz’, lo que le distanció de Lorca, que entendió que, con el título de la película, se referían a él. En esa época Salvador conoció a Gala en París.

Con todo, cuando los dos amigos se reencontraron en Barcelona, en el año 1934, ni el tiempo ni la distancia habían borrado esa relación. «Somos dos espíritus gemelos. Aquí está la prueba: siete años sin vernos y hemos coincidido en todo como si hubiéramos estado hablando diariamente…».

EMILIO ALADRÉN: La gran pasión.

En 1928, Federico se desentiende en Madrid de la revista ‘Gallo’ hasta tal punto que será requerido por el director de la publicación vanguardista, su hermano Francisco García Lorca. Federico, aunque en su interior seguía estando atraído por el joven Dalí, se sentía estrechamente relacionado con el escultor Emilio Aladrén Perojo, que había ingresado en la Escuela de Bellas Artes en 1922, el mismo año que Salvador. Ocho años más joven que Lorca, Aladrén, nacido en 1906, era un chico llamativamente guapo, de cabello negro, ojos grandes y algo oblicuos que le prestaban un aire ligeramente oriental, pómulos marcados y temperamento apasionado.

Federico lo había conocido allá por 1925, pero intimaron en 1927. A Lorca le sedujeron el físico, encanto personal y aire «entre tahitiano y ruso», que decía la pintora Maruja Mallo, quien fue novia de Aladrén hasta que vino el momento en que Federico se lo «robó» sin más miramientos.

La mayoría de amigos de Lorca despreciaban a Aladrén como artista y persona, y consideraban que ejercía una influencia muy adversa sobre el poeta. A Federico le encantaba llevar a Emilio a fiestas y presentarlo como uno de los jóvenes escultores españoles más prometedores. La relación levantó los celos en algunos amigos del poeta y fue causa de escenas violentas.

Una joven inglesa llamada Eleanor Dove, llegada a Madrid como representante de la empresa de cosmética Elizabeth Arden, fue la causa de la ruptura de la relación entre el poeta y el escultor. Es el verano de 1928 y Lorca se ve sumido en una gran depresión, que le llevará a Nueva York. En esa época escribió una carta a José Antonio Rubio Sacristán, uno de sus amigos de la Residencia de Estudiantes, donde dice, entre otras cosas: «Ahora me doy cuenta de qué es eso del fuego del amor del que hablan los poetas eróticos y me doy cuenta, cuando tengo necesariamente que cortarlo de mi vida para no sucumbir».

Paradojas de la vida, Aladrén fue escultor y tuvo algún éxito haciendo bustos en bronce de prohombres franquistas. Murió prematuramente al finalizar la década de los años cuarenta.

RAFAEL RODRÍGUEZ RAPÚN: La gran atracción.

Función especial de “El amor brujo” en la Residencia de Estudiantes allá por 1933. Entre el público se encontraba un apuesto estudiante de Ingeniería, Rafael Rodríguez Rapún, “el tres erres”, que le decían. Nacido en Madrid en 1912, Rodríguez Rapún es de constitución atlética, buen futbolista y socialista apasionado. Hacía unos meses que se había incorporado a La Barraca. No era homosexual pero, según su íntimo amigo Modesto Higueras, acabó sucumbiendo a los encantos lorquianos: «A Rafael le gustaban las mujeres más que chuparse los dedos, pero estaba cogido en esa red, no cogido, inmerso en Federico. Lo mismo que yo estaba inmerso en Federico, sin llegar a eso, él estaba inconsciente en este asunto. Después se quería escapar pero no podía… Fue tremendo».

Sólo se ha encontrado una carta cruzada entre Lorca y Rapún, la escrita desde la añoranza del poeta, en aquellos días a Argentina: «Me acuerdo muchísimo de ti. Dejar de ver a una persona con la que ha estado uno pasando, durante meses, todas las horas del día es muy fuerte para olvidarlo. Máxime si hacia esa persona se siente uno atraído tan poderosamente como yo hacia ti». Lorca regresa de Argentina y se retoma la relación. Cuando el poeta es invitado a Italia a un congreso teatral, la esposa de Ezio Levi, quien le cursó la invitación, le transmitió que podía «acudir con su esposa», a lo que Lorca le respondió que era soltero, pero que asistiría con su secretario personal, Rafael Rodríguez Rapún.

El poeta no dejó de querer a aquel muchacho, quien según algunos testimonios, como los de la escritora y esposa de Alberti, María Teresa León, quedó profundamente afligido al conocer la noticia del asesinato de Federico. Rapún recibió formación militar, paradójicamente en la localidad de Lorca, y dicen que se marchó a morir al frente del Norte, donde encontró a “la flaca”, el 18 de agosto de 1937, justo un año después que García Lorca.


EDUARDO RODRÍGUEZ VALDIVIESO: El “amigo” de Granada.

Fue el amigo granadino del poeta, y conservó sus cartas hasta su muerte, en 1997. Rodríguez Valdivieso, catorce años más joven que Lorca, era alto y apuesto, con ojos oscuros y una sensibilidad a flor de piel. Trabajaba a regañadientes en un banco granadino, amaba la literatura y era pobre e infeliz. Según Ian Gibson, conocer y enamorar a Lorca, ser amigo predilecto suyo durante aproximadamente un año, fue una de las experiencias fundamentales de su vida.

Se conocieron en febrero de 1932, en un baile de disfraces, en el Hotel Alhambra Palace. Él iba vestido de Pierrot y el poeta, de Dominó. Rodríguez Valdivieso recordaba que la fiesta duró hasta la madrugada: «Se bebió tanto que, al día siguiente, pocos se acordaban de la pasada aventura».

Muestra de aquella relación es el contenido de una de las siete cartas que Lorca envió al granadino: «Recibí tu carta que contesto enseguida, muy contento de que te hayas acordado de mí, pues yo creía que casi me habías olvidado. Yo, como siempre, te recuerdo, quiero saber de ti y tener lazo de unión contigo».

El 18 de julio de 1936 Rodríguez Valdivieso visitó la Huerta de San Vicente para celebrar junto con su amigo la festividad de San Federico. Una de aquellas tardes terribles de guerra y represión Federico bajó de su dormitorio y le dijo que había tenido un sueño inquietante: un grupo de mujeres enlutadas enarbolaban unos crucifijos, también negros, con los que le amenazaban”.

Dulce María Loinaz

Nació en La Habana, hija del mayor general del Ejército Libertador de Cuba, Enrique Loinaz del Castillo, el creador del Himno Invasor. Nunca asistió a una escuela hasta pasar a la Universidad de La Habana donde obtuvo, en 1927, el título de Doctor en Leyes. Permaneció en la Isla viviendo en su vieja casona del Vedado hasta el día de su muerte ocurrida el 27 de abril de 1997 a los 93 años de edad. En 1959 fue elegida miembro de la Real Academia Española y presidió en Cuba hasta el momento de su muerte la filial local de esa institución. Durante su vida recibió innumerables premios y honores; entre otros se destacan el Premio Cervantes (1992), la Cruz de Alfonso X, el Sabio y el premio Isabel la Católica de periodismo. En Cuba recibió la orden cultural Félix Varela y el Premio Nacional de Literatura. En 1944 recibió el premio González Lanuza que otorgaba el Colegio Nacional de Abogados de Cuba. Entre las grandes figuras de la literatura universal que pasaron por su casa se cuentan Federico García Lorca y los premios Nobel de literatura, Gabriela Mistral y Juan Ramón Jiménez.
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Isla


Rodeada de mar por todas partes,
soy isla asida al tallo de los vientos...
Nadie escucha mi voz, si rezo o grito:
puedo volar o hundirme... Puedo a veces,
morder mi cola en signo de infinito.
Soy tierra desgajándose... Hay momentos
en que el agua me ciega y me acobarda
en que el agua es la muerte donde floto...
Pero ahora a mareas y ciclones,
hinco en el mar raíz de pecho roto.
Crezco del mar y muero de él... Me alzo,
¡para volverme en nudos desatados!...
¡Me come un mar batido por las olas
de arcángeles sin cielo, naufragados!

Manuel Alexandre, uno de los intérpretes históricos del cine español

Un actor excelente, un hombre bondadoso. La cultura española destaca la "brillante" carrera de un intérprete que supo ganarse el respeto de la profesión.
Numerosas personalidades del cine, la política y otros sectores lamentaron ayer el fallecimiento de Manuel Alexandre y recordaron su enorme talento y su singular personalidad.

"Mi querido Manolo Alexandre nos deja muy solos", afirmó el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en el telegrama que dirigió a los familiares del actor. Zapatero destacó del artista su "valor cívico para situarse siempre delante mirando a la libertad". "Manuel Alexandre llenó Moncloa de alegría la mañana en la que su familia, sus compañeros de profesión y tantos admiradores anónimos pudimos agradecerle su cariño y su talento", recordó el presidente del Gobierno en referencia al homenaje en el que se le otorgó la Gran Cruz de Alfonso X.

El presidente del Gobierno destacó asimismo la "ironía y la dulzura de su inigualable sonrisa". Según afirmó, tras su muerte esas características suyas se guardarán "como un tesoro". "Desde la pantalla o desde el escenario nos llegaba al centro mismo de nuestro corazón", añadió.

El presidente del PP, Mariano Rajoy, lamentó también el fallecimiento del actor y recordó su "brillante" carrera. En Alexandre "coincidieron felizmente el talento innato, el amor a su profesión y el trabajo bien hecho que, a lo largo de muchos años, varias generaciones de espectadores españoles pudieron disfrutar", señaló Rajoy.

La ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, destacó que, además de "una persona muy querida por su profesión", el actor, que amaba la poesía, era "un hombre muy culto, que perteneció a la vida intelectual de Madrid, y un asiduo de la tertulia del Café Gijón". "Los directores de cine más importantes de nuestro país contaron con él y Alexandre participó en algunas de las mejores películas", añadió la ministra.

También la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España recordó a Alexandre. En un comunicado, la institución señaló que con el fallecimiento del madrileño se va "un actor de carácter" y desaparece "uno de los últimos supervivientes de esa estirpe de actores llamados cómicos". "El cine español está de luto. No pudo este imprescindible de nuestro cine, medio que alternó con el teatro y la televisión a lo largo de más de seis décadas, cumplir su deseo de vivir hasta los 101 años como su padre, que hasta los noventa se tomaba copa y puro, y ya se sabe que todo está en los genes", señaló el comunicado de la Academia.

Alexandre "era el último representante de una raza de actores excelentes", según el director José Luis Cuerda, que trabajó con él en varias películas. Cuerda subrayó su "gran temperamento y bondad maravillosa".

El realizador Fernando Colomo señaló que Alexandre era "un tío especial", que "siempre" mantenía un sentido del humor marcado por su trabajo con el director José Luis Berlanga. Por su parte, el empresario teatral Enrique Cornejo subrayó que Alexandre fue un "hombre tan limpio en toda su ejecutoria que se ha marchado con la misma limpieza con la que vivió". Cornejo apuntó que Alexandre "daba y recibía amor". Y la actriz Emma Cohen, que era una buena amiga suya, indicó que el madrileño "consiguió ser protagonista de películas magníficas al final de su carrera". Además, "fue feliz y tenía un gran encanto y una gran bondad con familiares y amigos".

Las Aguas profundas, las aguas durmientes, las aguas muertas, "El agua Pesada", en la ensoñación de Edgar Poe

Es una gran ventaja para un psicólogo que estudia una facultad variable móvil, diversa como la imaginación, encontrarse con un poeta, con un genio dotado de la más rara de las unidades: la unidad de imaginación. Edgar Poe es ese poeta, ese genio. En él, la unidad de imaginación está enmascarada a veces por construcciones intelectuales, por el amor de las deducciones lógicas, por la pretensión de un pensamiento matemático. A veces el humor exigido por los lectores anglosajones de revistas disparatadas encubre y esconde la tonalidad profunda de la ensoñación creadora. Pero desde que la poesía recobra sus derechos, su libertad y su vida, la imaginación de Edgar Poe recupera su extraña unidad.

Marie Bonaparte, en su minucioso y profundo análisis de las poesías y de los cuentos de Edgar Poe, ha descubierto la razón psicológica dominante de esta unidad, demostrando que esta unidad de imaginación provenía de la fidelidad a un recuerdo imperecedero. No se nos ocurre cómo podría profundizarse una investigación que ha triunfado sobre todas las anamnesis, que ha penetrado en el más allá de la psicología lógica y consciente. Utilizaremos, pues, sin tasa las lecciones psicológicas acumuladas en el libro de Marie Bonaparte.
Pero, junto a esta unidad inconsciente, creemos poder caracterizar en la obra de Edgar Poe una unidad de los medios de expresión, una tonalidad del verbo que hace que la obra sea de una monotonía genial. Las grandes obras tienen siempre ese doble signo: la psicología descubre en ellas un fuego secreto, la crítica literaria un verbo original. La lengua de un gran poeta como Edgar Poe es sin duda rica, pero en ella hay una jerarquía. Bajo sus mil formas, la imaginación esconde una sustancia privilegiada, una sustancia activa que determina la unidad y la jerarquía de la expresión. Comprobaremos fácilmente que en Poe esta materia privilegiada es el agua o más exactamente un agua especial, un agua pesada, más profunda, más muerta, más adormecida que todas las otras aguas dormidas, que todas las aguas muertas, que todas las aguas profundas que encontramos en la naturaleza. El agua, en la imaginación de Edgar Poe, es un superlativo, una especie de sustancia de sustancia, una sustancia madre. La poesía y la ensoñación de Edgar Poe podrán servirnos, pues, de tipos para caracterizar un elemento importante de esta química poética que cree poder estudiar las imágenes fijando para cada una de ellas su peso de ensoñación interna, su materia íntima.
II
No tememos parecer dogmáticos, porque podemos disponer de una prueba excelente: en Edgar Poe, el destino de las imágenes del agua acompaña con toda exactitud el destino de la ensoñación principal, es decir, la ensoñación de la muerte. En efecto, lo que con más claridad ha demostrado Marie Bonaparte es que la imagen que domina la poética de Edgar Poe es la imagen de la madre moribunda. Todas las otras amadas que la muerte le arrebatará: Helen, Francis, Virginia, renovarán la imagen primera, reanimarán el dolor inicial, el que marcó para siempre al pobre huérfano. Lo humano, en Poe, es la muerte. Describe una vida por la muerte. Incluso el paisaje —lo vamos a demostrar— está determinado por el sueño fundamental, por la ensoñación que sigue viendo sin cesar a la madre moribunda. Y esta determinación es tanto más instructiva en cuanto no corresponde a nada de la realidad. En efecto, tanto Elizabeth, la madre de Edgar Poe, como Helen, su amiga, como Francis, la madre adoptiva, como Virginia, la esposa, murieron en su lecho, de una muerte ciudadana. Sus tumbas están en un rincón del cementerio, de un cementerio americano que no tiene nada en común con el cementerio romántico de Camaldunes donde descansará Lelia. Edgar Poe no encontró, como Lelia, un cuerpo amado entre los juncos del lago. Y sin embargo, alrededor de una muerta, por una muerta, todo un lugar se anima, se anima durmiéndose, en el seno de un reposo eterno; todo un valle se ahonda y se oscurece, ganando una insondable profundidad para sepultar toda la desdicha humana, para convertirse en la patria de la muerte humana.
Por último, es un elemento material el que recibe la muerte en su intimidad, como una esencia, como una vida sofocada, como un recuerdo de tal modo total que puede vivir inconsciente, sin ir nunca más allá de la fuerza de los sueños.
Por lo tanto, toda agua primitivamente clara es para Edgar Poe un agua que tiene que ensombrecerse, un agua que va a absorber el negro sufrimiento. Toda agua viviente es un agua cuyo destino es hacerse lenta, pesada. Toda agua viviente es un agua a punto de morir. Ahora bien, en poesía dinámica, las cosas no son lo que son sino que son aquello en lo que se convierten. Y llegan a ser en las imágenes lo que llegan a ser en nuestra ensoñación, en nuestras interminables ilusiones. Contemplar el agua es derramarse, disolverse, morir.
A primera vista, en la poesía de Edgar Poe, podemos creer en la variedad de las aguas tan universalmente cantada por los poetas. Podemos descubrir, sobre todo, las dos aguas, la de la alegría y la de la pena. Pero hay un solo recuerdo. Nunca el agua pesada llega a ser un agua ligera, nunca se aclara un agua sombría. Siempre ocurre lo contrario. El cuento del agua es el cuento humano de un agua que muere. La ensoñación comienza a veces delante del agua limpia, llena de inmensos reflejos, que murmura con músicas cristalinas. Concluye en el seno de un agua triste y sombría que transmite extraños y fúnebres murmullos.
La ensoñación cerca del agua, al reencontrar a sus muertos, muere, también ella, como un universo sumergido.
III
Vamos a seguir en sus detalles la vida de un agua imaginaría, la vida de una sustancia muy personalizada por una poderosa imaginación material; veremos que reúne los esquemas de la vida atraída por la muerte, de la vida que busca morir. Más exactamente, veremos que el agua proporciona el símbolo de una vida especial atraída por una muerte especial.
En primer lugar y como punto de partida, señalemos el amor de Edgar Poe por un agua elemental, por un agua imaginaria que realiza el ideal de una ensoñación creadora porque posee lo que podríamos llamar el absoluto del reflejo. En efecto, parecería, al leer ciertos poemas, ciertos cuentos, que el reflejo es más real que lo real porque es más puro. Como la vida es un sueño dentro de un sueño, el universo es un reflejo en un reflejo; el universo es una imagen absoluta. Al inmovilizar la imagen del cielo, el lago crea un cielo en su seno. El agua en su joven limpidez es un cielo invertido en el que los astros cobran nueva vida. También Poe, en esta contemplación al borde de las aguas, forma este extraño doble concepto de una estrella-isla (star-isle), de una estrella líquida prisionera del lago, de una estrella que sería una isla del cielo. Edgar Poe le murmura a un ser querido, desaparecido:
Lejos, entonces, mí querida
¡Oh! vete lejos,
Hacia algún lago aislado que sonríe,
En su sueño de profundo reposo,
En las innumerables islas-estrellas
Que enjoyan su seno.

(Al Aaraaf.)

¿Dónde está lo real: en el cielo o en el fondo de las aguas? En nuestros sueños, el infinito es tan profundo en el firmamento como bajo las aguas. Nunca será demasiada la atención que prestemos a estas dobles imágenes como la de la isla-estrella, dentro de una psicología de la imaginación. Son como bisagras del sueño que, gracias a ellas, cambia de registro, cambia de materia. Aquí, en esta bisagra, el agua sube al cielo. El sueño le da al agua el sentido de la patria más lejana, de una patria celeste.

Esta construcción del reflejo absoluto es más instructiva aún en los cuentos, dado que éstos reivindican a menudo cierta verosimilitud, cierta lógica, cierta realidad. En el canal que lleva al dominio de Arnheim: "El barco parecía prisionero de un círculo encantado, formado por infranqueables e impenetrables muros de follaje, con un techo de seda azul ultramar y ningún piso; la quilla se balanceaba con admirable exactitud como sobre la de un barco fantasma que, habiéndose invertido por algún accidente, flotara en constante compañía de la nave real, con el fin de sostenerla."' De la misma manera, el agua por medio de sus reflejos duplica el mundo, duplica las cosas. También duplica al soñador, no simplemente como una vaga imagen, sino arrastrándolo a una nueva experiencia onírica.
En efecto, un lector distraído verá en esto tan sólo una imagen muy usada, pero será porque no ha gozado de veras de la deliciosa opticidad de los reflejos. No habrá vivido el papel imaginario de esta pintura natural, de esta extraña acuarela que humedece los más brillantes colores. Un lector semejante, ¿cómo podría seguir al cuentista en su tarea de materialización de lo fantástico? ¿Cómo podría subir en la barca de los fantasmas, en esta barca que de pronto se desliza —cuando al fin se cumple la inversión imaginaria— debajo de la barca real? Un lector realista no admitirá el espectáculo de los reflejos como una invitación onírica: ¿cómo podría sentir la dinámica del sueño y las sorprendentes impresiones de ligereza? Si el lector sintiera como reales todas las imágenes del poeta, si hiciera abstracción de *su realismo, terminaría por experimentar físicamente la invitación al viaje, y pronto estaría también él envuelto en una exquisita sensación de extrañeza. El concepto de naturaleza subsistía aún, pero alterado y como si padeciera una curiosa modificación en su carácter; había una simetría misteriosa y solemne, una conmovedora uniformidad, una corrección mágica en sus obras nuevas. No se veía ni una rama muerta, ni una hoja seca, ni un guijarro perdido, ni un terrón de tierra negra. El agua cristalina resbalaba sobre el granito liso o sobre el musgo inmaculado con una acuidad de línea que asombraba al ojo y lo cautivaba al mismo tiempo.
Aquí la imagen reflejada está sometida a una idealización sistemática: el espejismo corrige lo real; haciendo caer los sobrantes y miserias. El agua otorga al mundo así creado una solemnidad platónica. Le da también un carácter personal que sugiere una forma schopenhaueriana: en un espejo tan puro, el mundo es mi visión. Poco a poco, me siento el autor de lo que veo a solas, de lo que veo desde mi punto de vista. En La isla del hada, Edgar Poe conoce el precio de esta visión solitaria de los reflejos: "El interés con el cual... he contemplado el cielo reflejado de muchos límpidos lagos era el interés acrecentado por el pensamiento... de que lo estaba contemplando a solas." 2 Pura visión, visión solitaria, en eso consiste el doble don de las aguas que reflejan. Tieck, en Los viajes de Stembald, también subraya el sentido de la soledad.
Si proseguimos el viaje por el río de innumerables meandros que conduce al dominio de Arnheim, tendremos una nueva impresión de libertad visual. Llegamos en efecto a un estanque central en el cual la dualidad del reflejo y de la realidad va a equilibrarse totalmente. Creemos que tiene un gran interés presentar en el campo literario un ejemplo de esta reversibilidad que para Eugenio d'Ors debía ser prohibida en pintura: "Ese estanque tenía una gran profundidad, pero el agua era tan transparente que el fondo, que al parecer consistía en una capa espesa de pequeños guijarros redondos de alabastro, se hacía claramente visible por relámpagos —es decir, cada vez que el ojo lograba no ver, muy al fondo del cielo invertido, la floración reflejada de las colina" (op. cit.).
Insistamos: hay dos maneras de leer textos semejantes: podemos leerlos prosiguiendo una experiencia positiva, en un espíritu positivo, intentando evocar, entre los paisajes que la vida nos ha dado conocer, un sitio en el que pudiéramos vivir y pensar de la misma manera que el narrador. Con semejante principio de lectura, el texto presente parece tan pobre que nos costaría terminar de leerlo. Pero también podemos leer estas páginas intentando simpatizar con la ensoñación creadora, intentando penetrar hasta el núcleo onírico de la creación literaria, entrando en comunicación con la voluntad creadora del poeta, mediante el inconsciente. Entonces esas descripciones devueltas a su función subjetiva separadas del realismo estático, dan otra visión del mundo, la visión de otro mundo. Siguiendo la lección de Edgar Poe, percibimos que la ensoñación materializante —esta ensoñación que sueña la materia— está más allá de la ensoñación de las formas. Para ser breves, la materia es el inconsciente de la forma. No es la superficie sino toda el agua desde su masa la que nos envía el insistente mensaje de sus reflejos. Sólo una materia puede recibir la carga de las impresiones y de los sentimientos múltiples. Se trata de un bien sentimental. Y Poe es sincero al decirnos que en esa contemplación "las impresiones producidas sobre el observador eran impresiones de riqueza, de calor, de color, de quietud, de uniformidad, de dulzura, de delicadeza, de elegancia, de voluptuosidad y de una milagrosa extravagancia de cultura" (op. cit.).
En esta contemplación en profundidad, el sujeto también toma conciencia de su intimidad. Esta contemplación no es pues una Einfühulung inmediata, una fusión sin reserva, sino, más bien, una perspectiva de profundización para el mundo y para nosotros mismos. Nos permite mantenemos distantes ante el mundo. Delante del agua profunda, eliges tu visión; puedes ver, según te plazca, el fondo inmóvil o la corriente, la orilla o el infinito; tienes el ambiguo derecho de ver y de no ver; tienes el derecho de vivir con el barquero o de vivir con "una raza nueva de hadas laboriosas, dotadas de un gusto perfecto, magníficas y minuciosas". El hada de las aguas, guardiana del espejismo, tiene en su mano todos los pájaros del cielo. Un charco contiene un universo. Un instante de sueño contiene un alma entera.

Después de tal viaje onírico, al llegar al corazón del dominio de Arnheim, se descubre el Castillo interior, construido por los cuatro arquitectos de los sueños constructores, por los cuatro grandes maestros de los elementos oníricos fundamentales: "Parece sostenerse en los aires como por milagro, centelleando en el poniente rojo con sus cien torrecillas, minaretes y pináculos, como obra fantasmal de silfos, hadas, genios y gnomos." Pero la lenta introducción, dedicada a la gloria de las construcciones aéreas del agua, dice claramente que ésta es la materia con la que la naturaleza, con conmovedores reflejos, prepara los castillos del sueño.
A veces la construcción de los reflejos es menos grandiosa; entonces la voluntad de realización es todavía más sorprendente. Así el pequeño lago del cottage de Landor reflejaba "tan perfectamente todos los objetos superiores, que era muy difícil determinar dónde concluía la verdadera orilla y dónde comenzaba la reflejada. Las truchas y otras variedades de peces con los que este estanque parecía, por así decirlo, hervir, tenían todo el aspecto de verdaderos peces voladores. Era casi imposible imaginar que no estuvieran suspendidos en el aire". El agua se transforma, entonces, en una especie de patria universal al poblar el cielo con sus peces. Una simbiosis de imágenes coloca al pájaro en el agua profunda y al pez en el firmamento. La inversión que actuaba sobre el concepto ambiguo e inerte de la isla-estrella actúa ahora sobre el concepto ambiguo y viviente de pájaro-pez. Si nos esforzamos en formar en la imaginación ese concepto ambiguo sentiremos la deliciosa ambivalencia que de pronto alcanza una imagen bastante pobre. Gozaremos con un caso particular de la reversibilidad de los grandes espectáculos M agua. Si pensamos en esos juegos productores de repentinas imágenes, comprenderemos que la imaginación tiene una incesante necesidad de dialéctica. Para una imaginación bien dualizada, los conceptos no son centros de imágenes acumuladas por semejanza; los conceptos son puntos de cruce de imágenes, de cruzamientos en ángulo recto, incisivos, decisivos. Después del cruzamiento, el concepto tiene un carácter más: el pez vuela y nada.
Ese fantasma de pez volador, del que ya estudiamos un ejemplo bajo su forma caótica, a propósito de los Cantos de Maldoror, no se produce en Edgar Poe dentro de una pesadilla. Es el don de la más dulce, de la más lenta de las ensoñaciones. La trucha voladora aparece, con la naturalidad de una ensoñación familiar, en un relato sin drama, en un cuento sin misterio. ¿Existe acaso un relato, existe un cuento bajo el título La casa Landor? Por lo tanto, este ejemplo es muy oportuno para mostrarnos cómo la ensoñación sale de la naturaleza, pertenece a la naturaleza; cómo una materia fielmente contemplada produce sueños.
Muchos otros poetas han sentido la riqueza metafórica de un agua contemplada al mismo tiempo en sus reflejos y en su profundidad. Leemos, por ejemplo, en el Preludio de Wordsworth: "El que se inclina sobre el borde de una barca lenta, sobre el seno de un agua tranquila, complaciéndose en lo que su ojo descubre en el fondo de las aguas, ve mil cosas bellas -hierbas, peces, flores, grutas, guijarros, raíces de árboles— e imagina aún más". Imagina aún más porque todos esos reflejos y todos esos objetos de la profundidad lo ponen en el camino de las imágenes, dado que de ese matrimonio del cielo y del agua profunda nacen metáforas a la vez infinitas y precisas. Así Wordsworth continúa:
Pero a menudo queda perplejo y no siempre puede separar la sombra de la sustancia, distinguir las rocas y el cielo, los montes y las nubes, reflejados en las profundidades de la corriente clara, de las cosas que allí habitan, teniendo allí su verdadera morada. A veces es atravesado por el reflejo de su propia imagen, a veces por un rayo de sol y por las ondulaciones venidas no se sabe de dónde, obstáculos que se agregan a la dulzura de su tarea.
¿De qué mejor modo decir que el agua cruza las imágenes? ¿Cómo hacer comprender mejor su poder de metáfora? Por lo demás, Wordsworth ha desarrollado este vasto cuadro para preparar una metáfora psicológica que nos parece la metáfora fundamental de la profundidad. "De este mismo modo, con la misma incertidumbre —dice— me he inclinado complacido sobre la superficie de un tiempo pasado." ¿Podríamos acaso describir el pasado sin recurrir a imágenes de la profundidad? ¿Y podríamos tener una imagen de la profundidad plena sin haber meditado antes al borde de un agua profunda? El pasado de nuestra alma es un agua profunda.
Y luego, cuando hemos visto todos los reflejos, de pronto miramos la propia agua; creemos sorprenderla mientras fabrica belleza; caemos en la cuenta de que es hermosa en todo su volumen, con una belleza interna, con una belleza activa. Una especie de narcisismo volumétrico impregna la materia misma. Atendemos entonces con todas las fuerzas del sueño al diálogo maeterlinckiano de Palomides y Aladina:

El agua azul

está llena de flores inmóviles y extrañas... ¿Has visto aquélla más grande que se abre sobre las otras? Parece que viviera una vida acompasada... Y el agua... ¿Es agua?... parece más hermosa y más pura y más azul que el agua de la tierra...
-Ya no me atrevo a mirarla.
¡El alma es una materia tan grande! No se atreve uno a contemplarla.

Leviatán, Tomás Eloy Martínez

"Lo que no entiendo -dijo el ejecutivo de una empresa mexicana de petróleo, de visita en Manhattan el domingo de Pascua- es por qué en los Estados Unidos, y sólo en los Estados Unidos, gente de aspecto apacible comete crímenes horrendos sin ninguna justificación. Personas solitarias envenenan las cápsulas de Tylenol; madres de familia enloquecen de repente y mezclan vidrio molido en las compotas Gerber; jóvenes fracasados y sin ideales hacen volar por los aires un edificio federal en Oklahoma. Fíjense ustedes en lo que sucedió el 24 de marzo. ¿No es una historia de locos? Dos chicos de once y trece años asesinaron a cuatro de sus compañeros y a una maestra embarazada en una escuela de Arkansas. ¿Qué clase de país es éste? ¿Alguien puede explicarlo?" Quince días antes había oído una pregunta parecida en una casa de Princeton, después de una conferencia universitaria sobre el centenario de la guerra entre España y los Estados Unidos. Esa vez la formuló un profesor peruano: "¿Qué se puede pensar ahora de los Estados Unidos?"

El Calibán utilitario

Después de tantos años de apasionarse por la pregunta inversa (¿qué piensan ellos de nosotros?), los latinoamericanos empiezan a buscar respuestas sobre el colosal país que decide parcialmente sus destinos y en el que conviven los asesinos seriales con los esplendores de la bonanza económica. Les interesan no ya las instituciones o las historias del poder, sino las historias pequeñas, la intimidad de la gente; no el acoso sexual, sino la vida desilusionada de Paula Corbin Jones o el relato de por qué denunció al presidente Clinton demasiado tarde.
Una de las sorpresas de la noche de Pascua fue advertir que la imagen que se tenía hace un siglo en América latina no ha cambiado gran cosa: los Estados Unidos seguían siendo, para los treinta invitados a esa comida, el mismo Calibán utilitario que describía José Enrique Rodó en Ariel o el gigante prepotente que vio Rubén Darío en su oda A Roosevelt: "Crees que la vida es incendio,/ que el progreso es erupción;/ en donde pones la bala/ el porvenir pones. No".

Aunque ningún camino llega mas rápido al error que el de las generalizaciones, las identidades nacionales se suelen definir precisamente a través de ideas generales que, en el fondo, no son sino prejuicios. Ser latinoamericano, para un maestro de escuela u oficinista promedio de Georgia o de Ohio, es ser un mestizo de tierras calientes, que vive en ciudades chatas, entre selvas o montañas. Y, a la vez, es sinónimo de pereza, de violencia, de atraso. Entre los años 60 y los 80, la violencia estaba marcada por las guerrillas y las dictaduras; en los 90, por la corrupción política y por el narcotráfico. Da lo mismo que se trate de un argentino, de un colombiano o de un guatemalteco. Para ese maestro de escuela, todos son hispanos que vienen de "allá abajo" (down there).

Humores y amores

Pero tampoco los latinoamericanos se quedan atrás con los prejuicios: para el ciudadano medio de Buenos Aires, de San Pablo o de Bogotá, todo norteamericano es sanguíneo, ingenuo, con un sentido del humor demasiado simple y un sentido del amor demasiado práctico.

"Esa es también la imagen que tenemos en México -dijo el ejecutivo de la compañía petrolera, la noche de Pascua-. Hemos oído que en las universidades norteamericanas, los estudiantes hacen el amor en abundancia, pero sin convicción. El sexo es para ellos una forma del atletismo."

"Viven sólo para trabajar y para competir -resumió una antropóloga colombiana que enseña desde hace cinco años en una escuela secundaria de Queens-. A las ocho, están todos en sus casas, viendo televisión. No entiendo por qué se afanan tanto, si no disfrutan de la vida. Los obsesionan la salud y el cuidado del cuerpo, pero cuando salen se indigestan de porquerías. ¿Han visto cuántos obesos hay? Se podría llenar una ciudad como Nueva York con los gordos que pesan más de ciento cincuenta kilos." Les resumí lo que había oído dos semanas atrás: otro largo rosario de ideas generales. Para los latinoamericanos de aquella noche, los Estados Unidos eran (son) un país de bárbaros, en el que nadie fuma (a pesar de las estadísticas que dicen lo contrario), que salen ritualmente a emborracharse dos veces por semana, que se acuestan temprano y cumplen con Dios (en un templo cualquiera) entre viernes y domingo. Las mujeres amasan el pan y los bizcochos de toda la familia; los hombres cuidan el jardín y reparan los desperfectos de la casa. Vistos desde lejos, son un lago de virtudes. Pero debajo de las aguas calmas hay un volcán siempre a punto de estallar.

Cuando se mira al hombre medio de los Estados Unidos desde la perspectiva de un latinoamericano, sobran los motivos para inquietarse: como dijo el profesor peruano, cualquiera de los apacibles padres y madres de familia a los que todos saludan con afecto en la iglesia o en el supermercado podría revelarse como asesino serial o como uno de los seres alucinados que disparan porque sí sobre la multitud desde lo alto de una torre.

¿Es así, en verdad? Por supuesto que no. Lo aterrador es que a veces es así. Acaso hay miles de mujeres de casi cuarenta años que se enamoran de chicos de doce o trece, pero sólo en Seattle hay una maestra de escuela con un nivel intelectual superior al promedio, madre de cuatro chicos y esposa impecable, que fue sentenciada a prisión por enamorarse de un alumno de primaria -con el que tuvo un hijo- , y que en el primer lapso de libertad que tuvo persistió en el mismo amor y quedó embarazada de nuevo. Su pareja acaba de cumplir catorce años.

Fingir un personaje

Los ejemplos como ésos se cuentan por millares. Y las explicaciones podrían ser infinitas. Se trata a veces de personas que arrastran resentimientos profundos y que se ven obligadas a fingir un personaje que no son: años de vida reprimida desatan de pronto los volcanes secretos. O de gente harta de hacer siempre lo mismo que busca, en el desvío de la norma, en la transgresión brutal, una salida para sus emociones profundas. Son crímenes o delitos detrás de los cuales no hay ideologías sino frustraciones.

Pero tal vez se trata, sobre todo, de que el culto norteamericano a la libertad del individuo está fuera de control. En una próspera sociedad de consumo donde el Estado es casi invisible, los chicos tienen casi todo a su alcance: desde las armas hasta el sexo fácil.

Pocos dones son tan altos para el ser humano como la libertad, pero, como decía Franklin Roosevelt, "la libertad de tener es tan importante como la libertad de temer".

Hay una lúcida descripción de las locuras repentinas del norteamericano medio en las novelas de Paul Auster. La mejor de todas ellas retrata a los Estados Unidos en su mismo titulo: Leviatán. No se trata, entonces, de un Calibán como el de Rodó, sino de Leviatán, del caos primitivo que yace encadenado desde el principio de los tiempos para despertar un día y devorar todo lo que encuentra a su paso.
Los latinoamericanos llevamos décadas preguntándonos cómo nos miran. Ahora, por fin, nos ha llegado el momento de mirar.

Un Adán en Buenos Aires

En 1949, Julio Cortázar publicó, en la revista “Realidad”, un comentario sobre la recién publicada novela de Leopoldo Marechal “Adán Buenosayres”.

La aparición de este libro me parece un acontecimiento extraordinario en las letras argentinas, y su diversa desmesura un signo merecedor de atención y expectativa. Las notas que siguen -atentas sobre todo al libro como tal, y no a sus concomitancias históricas que tanto han irritado o divertido a las coteries locales- buscan ordenar la múltiple materia que este libro precipita en un desencadenado aluvión, verificar sus capas geológicas a veces artificiosas y proponer las que parecen verdaderas y sostenibles. Por cierto que algo de cataclismo signa el entero decurso de Adán Buenosayres, pocas veces se ha visto un libro menos coherente, y la cura en salud que adelanta sagaz el prólogo no basta para anular su contradicción más honda: la existente entre las normas espirituales que rigen el universo poético de Marechal y los caóticos productos visibles que constituyen la obra. Se tiene constantemente la impresión de que el autor, apoyando un compás en la página en blanco, lo hace girar de manera tan desacompasada que el resultado es un reno rupestre, un dibujo de paranoico, una guarda griega, un arco de fiesta florentina del cinquecento, o un ocho de tango canyengue. Y que Marechal se ha quedado mirando eso que también era suyo -tan suyo como el compás, la rosa en la balanza y la regla áurea- y que contempla su obra con una satisfecha tristeza algo malvada (muy preferible a una triste satisfacción algo mediocre). Abajo el imperio de estos contrarios se imbrican y alternan las instancias, los planos, las intenciones, las perversiones y los sueños de esta novela; materias tan próximas al hombre -Marechal o cualquiera- que su lluvia de setecientos espejos ha aterrado a muchos de los que sólo aceptan espejo cuando tienen compuesto el rostro y atildada la ropa, o se escandalizan ante una buena puteada cuando es otro el que la suelta, o hay señoras, o está escrita en vez de dicha -como si los ojos tuvieran más pudor que los oídos.
Veamos de poner un poco de orden en tanta confusión primera. Adán Buenosayres consiste en una autobiografía, mucho más recatada que las corrientes en el género (aunque no más narcisista), cuyas proyecciones envuelven a la generación martinfierrista y la caracterizan a través de personajes que alcanzan en el libro igual importancia que la del protagonista. Este propósito general se articula confusamente en siete libros, de los cuales los cinco primeros constituyen novela y los dos restantes amplificación, apéndice, notas y glosario. En el prólogo se dice exactamente lo contrario, o sea que los primeros libros valen ante todo como introducción a los dos finales -"El Cuaderno de Tapas Azules" y "Viaje a la oscura ciudad de Cacodelphia"-. Pero una vez más cabe comprobar cómo las obras evaden la intención de sus autores y se dan sus propias leyes finales. Los libros VI y VII podrían desglosarse de Adán Buenosayres con sensible beneficio para la arquitectura de la obra; tal como están, resulta difícil juzgarlos si no es en función de addenda y documentación; carecen del color y del calor de la novela propiamente dicha, y se ofrecen un poco como las notas que el escrúpulo del biógrafo incorpora para librarse por fin y del todo de su fichero.
Tras el esquema del libro, su armazón interna. Una gran angustia signa el andar de Adán Buenosayres, y su desconsuelo amoroso es proyección del otro desconsuelo que viene de los orígenes y mira a los destinos. Arraigado a fondo en esta Buenos Aires, después de su Maipú de infancia y su Europa de hombre joven, Adán es desde siempre el desarraigado de la perfección, de la unidad, de eso que llaman cielo. Está en una realidad dada, pero no se ajusta a ella más que por el lado de fuera, y aun así se resiste a los órdenes que inciden por la vía del cariño y las debilidades. Su angustia, que nace del desajuste, es en suma la que caracteriza -en todos los planos mentales, morales y del sentimiento- al argentino, y sobre todo al porteño azotado de vientos inconciliables. La generación martinfierrista traduce sus varios desajustes en el duro esfuerzo que es su obra; más que combatirlos, los asume y los completa. ¿Por qué combatirlos si de ellos nacen la fuerza y el impulso para un Borges, un Güiraldes, un Mallea? El ajuste final sólo puede sobrevenir cuando lo válido nuestro -imprevisible salvo para los eufóricos folkloristas, que no han hecho nada importante aquí- se imponga desde adentro, como en lo mejor de Don Segundo, la poesía de Ricardo Molinari, el cateo de Historia de una Pasión Argentina. Por eso el desajuste que angustia a Adán Buenosayres da el tono del libro, y vale biográficamente más que la galería parcial, arbitraria o genre nature que puebla el infierno concebido por el astrólogo Schultze.
De muy honda raíz es ese desasosiego; más hondo en verdad que el aparato alegórico con que lo manifiesta Marechal, no hay duda que el ápice del itinerario del protagonista lo da la noche frente a la iglesia de San Bernardo, y la crisis de Adán solitario en su angustia, su sed unitiva. Es por ahí (no en las vías metódicas, no en la simbología superficial y gastada) por donde Adán toca el fondo de la angustia occidental contemporánea. Mal que le pese, su horrible náusea ante el Cristo de la Mano Rota se toca y concilia con la náusea de Roquentin en el jardín botánico y la de Mathieu en los muelles del Sena.
Por debajo de esta estructura se ordenan los planos sociales del libro. Ya que el número 2 existe ("con el número 2 nace la pena"), ya que hay un tú, la ansiedad del autor se vuelca a lo plural y busca explorarlo, fijarlo, comprenderlo. Entonces nace la novela, y Adán Buenosayres entra en su dimensión que me parece más importante. Muy pocas veces entre nosotros se había sido tan valerosamente leal a lo circundante, a las cosas que están ahí mientras escribo estas palabras, a los hechos que mi propia vida me da y me corrobora diariamente, a las voces y las ideas y los sentires que chocan conmigo y son yo en la calle, en los círculos, en el tranvía y en la cama. Para alcanzar esa inmediatez, Marechal entra resuelto por un camino ya ineludible si se quiere escribir novelas argentinas; vale decir que no se esfuerza por resolver sus antinomias y sus contrarios en un estilo de compromiso, un término aséptico entre lo que aquí se habla, se siente y se piensa, sino que vuelca rapsódicamente las maneras que van correspondiendo a las situaciones sucesivas, la expresión que se adecua a su contenido. Siguen las pruebas: si el "Cuaderno de Tapas Azules" dice con lenguaje petrarquista y giros del siglo de oro un laberinto de amor en el que sólo faltan unicornios para completar la alegoría y la simbólica, el velorio del pisador de barro de Saavedra está contado con un idioma de velorio nuestro, de velorio en Saavedra allá por el veintitantos. Si el deseo de jugar con la amplificación literaria de una pelea de barrio determina la zumbona reiteración de los tropos homéricos, la llegada de la Beba para ver al padre muerto y la traducción de este suceso barato y conmovedor halla un lenguaje que nace preciso de las letras de "Flor de Fango" y "Mano a mano". En ningún momento -aparte de las caídas inevitables en quien no profesa de continuo la prosa, y de toda obra extensa- cabe advertir la inadecuación fondo-forma que, tan señaladamente, malogra casi toda la novelística nacional. Marechal ha comprendido que la plural dispersión en que lucharon él y sus amigos de Martín Fierro no podía subsumirse a un denominador común, a un estilo. Las materias se dan en este libro con la fresca afirmación de sus polaridades. Y el único gran fracaso de la obra es la ambición no cumplida de darle una superunidad que amalgamara las disímiles sustancias allí yuxtapuestas. No fue conseguido, y en verdad no importa demasiado. Ya es mucho que Marechal no se haya traicionado con una mediocre nivelación de desajustes. El buscaba más que eso, y tal vez le toque encontrarlo.
Hacer buena prosa de un buen relato es empresa no infrecuente entre nosotros; hacer ciertos relatos con su prosa era prueba mayor, y en ella alcanza Adán Buenosayres su más alto logro. Aludo a la noche de Saavedra, a la cocina donde se topan los malevos, al encuentro de los exploradores con el linyera; eso, sumándose al diálogo de Adán y sus amigos en la glorieta de Ciro, y muchos momentos del libro final, son para mí avances memorables en la novelística argentina. Estamos haciendo un idioma, mal que les pese a los necrófagos y a los profesores normales en letras que creen en su título. Es un idioma turbio y caliente, torpe y sutil, pero de creciente propiedad para nuestra expresión necesaria. Un idioma que no necesita del lunfardo (que lo usa, mejor), que puede articularse perfectamente con la mejor prosa "literaria" y fusionar cada vez mejor con ella pero para irla liquidando secretamente y en buena hora. El idioma de Adán Buenosayres vacila todavía, retrocede cauteloso y no siempre da el salto; a veces las napas se escalonan visiblemente y malogran muchos pasajes que requerían la unificación decisiva. Pero lo que Marechal ha logrado en los pasajes citados es la aportación idiomática más importante que conozcan nuestras letras desde los experimentos (¡tan en otra dimensión y en otra ambición!) de su tocayo cordobés.
Ignoro si se ha señalado cómo tropiezan nuestros novelistas cuando, a mitad de un relato, plantean discusiones de carácter filosófico o literario entre sus personajes. Lo que un Huxley o un Gide resuelven sin esfuerzo, suena duro e ingrato en nuestras novelas; por eso cabe llamar la atención sobre el "ars poética" que, disperso y revuelto, dialogan aquí y allá los protagonistas de Adán Buenosayres, y la limpieza con que los debates se insertan en la acción misma.

La progresiva pérdida de unidad que resiente la novela a medida que avanza, ha permitido brillantes relatos independientes que alzan el nivel sensiblemente inferior del viaje al infierno porteño; la historia del Personaje -con agradecida deuda a Payró- toca a fondo la picaresca burocrática que desoladamente padecemos.

Quiero cerrar este pasaje de Adán Buenosayres con dos observaciones. Por un mecanismo frecuente en la literatura, nace ésta de un rechazo o una nostalgia. A la hora de la crisis -en la extrema tensión de su alma y de su libro Marechal dice ante el Cristo de la Mano Rota: Sólo me fue dado rastrearte por las huellas peligrosas de la hermosura; y extravié los caminos y en ellos me demoré; hasta olvidar que sólo eran caminos, y yo sólo un viajero, y tú el fin de mi viaje. Muchas otras veces, este alfarero de objetos bellos se reprochará su vocación demorada en lo estético. Qué entrañable ha de ser esta demora, esta búsqueda por las "huellas peligrosas", cuando su producto es una de las obras poéticas más claras de nuestra tierra.

Este mismo desconcierto interno de Marechal se traduce en otro resultado insólito. Creo sensato sospechar que su esquema novelesco reposaba en la historia de amor de Adán Buenosayres, ordenadora de los episodios preliminares y concretándose al fin en el Cuaderno del libro VI. La concepción dantesca de ese amor, exigiendo una expresión laberíntica y preciosista, lo escamotea a nuestra sensibilidad y nos deja una teoría de intuiciones poéticas en alto grado de enrarecimiento intelectual. Si nada de esto es reprensible en sí, lo es dentro de una novela cuyos restantes planos son de tan directo contacto con el tú, con nosotros como argentinos siglo XX. Y entonces, inevitablemente, la balanza se inclina del lado nuestro, y la náusea de Adán al oler la curtiembre nos alcanza más a fondo que Aquella en su spenseriano jardín de Saavedra. Ojalá la obra novelística futura de Marechal reconozca el balance de este libro, si la novela moderna es cada vez más una forma poética, la poesía a darse en ella sólo puede ser inmediata y de raíz surrealista; la elaborada continúa y prefiere el poema, donde debió quedar Aquélla con su simbología taraceada, porque ése era su reino.
La segunda observación toca al humor. Marechal vuelve con Adán Buenosayres a la línea caudalosa de Mansilla y Payró, al relato incesantemente sobrevolado por la presencia zumbona de lo literario puro, que es juego y ajuste e ironía. No hay humor sin inteligencia, y el predominio de la sentimentalidad sobre aquélla se advierte en los novelistas en proporción inversa de humor en sus libros; esta feliz herencia de los ensayistas siglo XVIII, que salta a la novela por vía de Inglaterra, da un tono narrativo que Marechal ha escogido y aplicado con pleno acierto en los momentos en que hacía falta. Sobre todo en las descripciones y las réplicas, y cuando no lo enfatiza; así el episodio de los homoplumas comienza del mejor modo -el retrato en diez líneas del malevo es un hallazgo-, pero termina alicaído con los discursos del speaker. El humor en Adán Buenosayres se alía con un frecuente afán objetivo, casi de historiador, y acaba de dar a esta novela su tono documental que, si la aleja de nosotros en cuanto a adhesión entrañable, nos la ofrece panorámicamente y con amplia perspectiva intelectual. No sé, por razones de edad, si Adán Buenosayres testimonia con validez sobre la etapa martinfierrista, y ya se habrá notado que mi intento era más filológico que histórico. Su resonancia sobre el futuro argentino me interesa mucho más que su documentación del pasado. Tal como lo veo, Adán Buenosayres constituye un momento importante en nuestras desconcertadas letras. Para Marechal quizá sea un arribo y una suma; a los más jóvenes toca ver si actúa como fuerza viva, como enérgico empujón hacia lo de veras nuestro. Estoy entre los que creen esto último, y se obligan a no desconocerlo.

Silvina Ocampo & Adolfo Bioy Casares: extraña pareja

Siempre tiene frío. Esta noche, para sen-tarse a la mes­a se volverá a envolver en su tapado de piel de tigre. Ha mandado encender la calefacción, pero no demasiado. Para qué andar gastando; cuanto menos tenga que abrir las bolsas de plástico llenas de plata guardadas en el ropero, mejor será.

Desde la muerte de Marta, su mujer, el padre de Adolfito vive con ellos. Cada día, al regresar de su bufete de abogado, se cambia de arriba abajo para pasar al comedor, se sienta ceremoniosamente en el lugar indicado y come mirando el plato, esquivándole a ella la mirada y sin sumarse a las risas de Adolfito y de Borges: Georgie. Por suerte para ella vendrán los Pepes; Pepe Bianco, el escritor, y Pepe Fernández, el muchachito risueño que toca el piano, el amigo de Wilcock. A los Pepes y a Johnny (para ellos Wilcock siempre será Johnny) los hace venir para alivianar el aire, para no estar aislada; su suegro por su lado, Adolfito con Georgie por el suyo, y ella, sola.

Nada ha cambiado desde que era la hermana feúcha, la menorcita aplastada bajo el peso de las otras: Victoria, la brillante; Rosa, Pancha y Angélica, con su fama de ser la más inteligente de las cinco (la sexta ha muerto hace tiempo). Salvo Victoria, que reina majestuosa en San Isidro, sus hermanas siguen viviendo cerca, cada una en su piso, y ella arrinconada en el suyo. La calle Posadas prolonga la casa natal de la calle Viamonte. A falta de lugar en la banda poderosa de sus hermanas, Silvina siempre ha andado escabulléndose por los rincones, espiando, curioseando a los pobres, a los raros.

Ahora podría compartir las rarezas de Georgie y Adolfito, pero algo en ella se resiste a divertirse igual. Sus rarezas no son las mismas. Anoche se han reído juntos los dos durante toda la comida, imaginando colores cambiados. "¿Y si el cielo fuera verde?", decía Georgie. Ja, ja. "¿Y si el pasto fuera violeta?", decía Adolfito. Ja, ja, ja. En ese momento, hasta la seriedad inabordable del suegro le ha resultado más afín que esos chistes de nenes genios.

El suegro a ella no la quiere. Primero no la quiso por su amistad con Marta, demasiado íntima para su gusto. Pero el colmo para él fue asistir impotente al casamiento de su hijo, bellísimo, talentosísimo, riquísimo, con la feaza de los Ocampo, que tenía tanta plata como él, pero que le llevaba sus buenos años (las respectivas fechas de nacimiento, 1903, 1914, aún le suenan a insulto). Silvina no podrá hacerlo abuelo. La concentrada y oscura bronca ni siquiera se le calmará cuando Adolfito y Silvina viajen a Pau, Francia, para buscar a Marta, la hija.

Se estremece sin pausa, tal vez de miedo. Esa tarde ha visto a Alejandra, la poeta. Alejandra Pizarnik. Con Alejandra se ríe, pero comparte sobre todo el temblor. Ella también es una criatura feíta y abandonada. Por eso la ama: otra nena genial, pero habitante de una región profunda que no acepta risitas de niños bien. No es que Alejandra sea compungida ni solemne, es que sus enigmas no son un juego. Los de ella tampoco. Enigmas espeluznantes de verdad, porque rozan la muerte: ¿qué son los cuentos de Silvina sino pequeños sepulcros adornados con plumas y piedritas, ritualesÛ de niña mala que ha matado un insecto y le rinde honores?

La primera vez que lo vio, en 1933, en casa de Marta, Adolfito llevaba una raqueta de tenis. Su belleza le resultó una puñalada. A ella le bastó verlo para sentirse desesperada de celos. Pero algo había en él peor que su hermosura: sus ojos hundidos bajo unas cejas despeinadas por un viento invisible revelaban su desamparo. Silvina en eso no era diferente de cualquier otra mujer: podía resistirse a la salud, a la fuerza; al desamparo no. Por lo demás, en ese rostro tan fino se anunciaba un rasgo futuro, al que tampoco se resiste ninguna mujer: con el tiempo, a ambos lados de la boca, los músculos se le dibujarán con nitidez, labrándole dos surcos que no aludirán a vejez, sino a virilidad. Poco tiempo después, el muchacho estatuario publicaba La invención de Morel.

Le propuso casamiento siete años más tarde. Ella se preguntó por qué razón la elegía, elegante, graciosa, creativa y Ocampo, pero madura, nada linda y de una sexualidad incierta. Sospechó que la elegía por razones literarias y, más oscuramente, para acercarse a su madre por caminos oblicuos. Después ya no se preguntó más nada: Adolfito y Silvina se convirtieron en ese monstruo de dos cabezas llamado pareja. Aunque cada uno de los dos existió por separado –él con su guirnalda de amores, ella también enguirnaldada pero menos, apartada y secreta, jugando a las escondidas, como siempre–, los dos existieron en conjunto. En la pareja de Silvina y Adolfito cabían muchos. No por eso dejaban de ser la criatura bifronte denominada los Bioy.

Silvina sabe todo, acepta todo y se calla, pero tiembla sin pausa. Tiene terror de las noches en las que él tarda en llegar. Para espiarlo, pone una silla delante de la puerta. El correrá la silla al abrir, y ella al oír el ruido se volverá a la cama a hacerse la dormida. Sentirse ridícula no disminuye la quemazón de la rabia.

Quizá Georgie tenga razón cuando dice: "Yo sospecho que para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de las tantas personas con las que tiene que alternar durante su residencia en la Tierra". Nadie podrá afirmar nunca cómo es Silvina; a lo sumo podrán preguntar: ¿cuál de ellas? Algunas Silvinas, por desgracia, se reconocen entre sí: la que al ver a Adolfo Bioy Casares con su raqueta de tenis sintióque su belleza la apuñalaba es la misma que por las noches espera su regreso, temiendo que alguien esta vez consiga retenerlo y ella lo pierda.

Su cuarto está caldeado, pero se estremece como nunca. Puede entenderlo todo, hasta que Adolfito la traicione con su propia sobrina. Pero no hay adivino que no tiemble, y Silvina adivina lo que vendrá. Como si ya intuyera el peligro que representará para ella el amor de Adolfito por Elena Garro. La mujer de Octavio Paz, excelente autora de cuentos fantásticos, escribirá una novela titulada Recuerdos del porvenir. Silvina siempre ha tenido recuerdos del porvenir. Ahora cree recordar un futuro en el que Adolfito se habrá ido con la escritora mexicana, y entonces mete la cabeza entre sus pieles de fiera frágil.

Si por lo menos Adolfito y ella hubieran continuado escribiendo de a dos. Si ella le hubiera demostrado que su guirnalda podía ser de mujeres, pero jamás de escritoras. Si ambos se hubieran convertido en otro monstruo de dos cabezas, pero esta vez literario: un Bustos Domecq formado por ambos Bioy. Al principio lo ha intentado: en 1946, Silvina ha escrito con Adolfito una novela policial de título elocuente, Los que aman odian. Ha sido una parodia, porque está escrita en broma, y porque Silvina se ha esforzado en adaptarse a los misterios de Bioy, que se resuelven gracias a una trama rigurosamente controlada, mientras que los de Silvina quedan flotando. Imposible competir con Georgie en ese terreno; la complicidad literaria ya no ha sido con ella, sino con él. ¿Pero entonces a ella qué terreno le queda, salvo escribir lo suyo en soledad?

Esa noche de 1954, Silvina entra en el comedor envuelta en sus tigres, como una actriz adulada que en el fondo se muere de timidez. El suegro, Georgie, los Pepes y Adolfito la esperan desde hace rato. Se levantan, corteses. El cocinero de toca y el maître d’hôtel de guante blanco que presenta la bandeja se han esmerado: el soufflé está en su punto, la comida transcurre como siempre, ritual inamovible en el que Georgie y Adolfito comparten ese sentido del humor que a ella la cansa. Como siempre también, después del último bocado el suegro se despide y Adolfito se retira con Georgie al salón del café. Los Pepes la rodean inquietos. Son los únicos que se han dado cuenta de su inusual palidez. Silvina cae desvanecida. Hay corridas y gritos; Adolfito se asoma con la cara desencajada. Se la llevan alzada, llaman a un médico que diagnostica meningitis. Abrazado a sus amigos, Adolfito llora como un chico repitiendo: "Pero yo qué voy a hacer si Silvina se va, qué voy a hacer sin Silvina". Ella no puede oírlo. Si lo oyera entendería que su marido nunca se irá, porque sencillamente la adora.

Poco tiempo después viajaron a Pau para buscar a la nena, Marta, nacida tres meses antes. Un viaje del que Silvina regresaría convertida en madre legal. Cosa inesperada, la hija de Adolfito con esa presunta costurera que cumplió con su pacto de hacer mutis por el foro, a Silvina se le metió en el alma. (Cuando con el tiempo lleguen los nietos, Florencio, Lucila y Victoria, se mostrará igual de cariñosa). Nadie la había creído capaz de sentimientos maternales, ni siquiera ella misma, y sin embargo sí, los tuvo. Al principio lo hizo por Adolfito: él deseaba hijos y le rogó que hiciera de madre de este bebé. Después lo hizo porque Martita le cayó bien. Descubrió el placer de celebrarle los cumpleaños, de llevarla al Zoológico. Y se rió durante años del día en que enfrentó a la beba por primera vez. Estaba colorada hasta las orejas y, de puro nerviosa, dijo la primera zoncera que se le ocurrió: "Qué naricita más chica tiene, ¿no será homosexual?" "No –le contestó Adolfito, muy serio, como si la pregunta le pareciera de lo más atinada–; es que es ñatita".

Extraña Silvina. Extraña relación de pareja que no se pareció a ninguna, pero que lejos de ser una tranquila amistad fue un agitado amor.

Silvina Ocampo murió en 1994. Veinte días después de su muerte, su hija Marta murió atropellada por un automóvil. Bioy Casares las sobrevivió cinco años. Finalmente, había sido Silvina la que lo había abandonado a él. Cuando se hizo evidente que ella se tropezaba con las cosas, con las ideas, él contrató a unas cuidadoras encargadas de vigilarla. De creerle a su mucama Jovita, testigo de una de las Silvinas que compusieron a Silvina, la anciana señora no se lo perdonó. Nunca más volvió a hablarle. Arrodillado ante ella, el viejo señor le suplicaba llorando como un chico, igual que en 1954: "Silvinita, por favor, contestame, dame un beso, Silvinita, no me dejes aquí". Ella le daba vuelta la cara, por una vez de viaje sin él.

Hace 150 años, moría Arthur Schopenhauer

Arthur Schopenhauer podía ser sociable si quería. Pero si alguien empezaba a decir tonterías durante el almuerzo en su taberna preferida, simplemente cambiaba de mesa. Dicen que una vez se hartó de la verborragia de su ama de llaves y la empujó por la escalera.

Schopenhauer no fue solamente un gran filósofo, sino también un hombre excéntrico y a veces colérico. Ésta y otras facetas así como la importancia del pensamiento del filósofo alemán serán analizadas con motivo del 150 aniversario de su muerte, acaecida el 21 de septiembre de 1860 en Fráncfort, con una gran muestra y un congreso internacional.
Schopenhauer es considerado el gran modernizador de la filosofía del siglo XIX. Desechó el ideal del ser humano guiado por la razón, afirmando que carecía de libre albedrío y se orientaba por el instinto. Para él, la conciencia humana tenía una base orgánica. "Cambió la visión del mundo y la visión del ser humano de forma radical", señala Matthias Kossler, presidente de la Sociedad Schopenhauer y director del centro de investigación sobre Schopenhauer de la Universidad de Maguncia.

Schopenhauer destruyó las ilusiones y se ganó fama de eterno pesimista. A diferencia de los grandes defensores de la Ilustración, no creía que el hombre pudiese cambiar para bien, ni tampoco tenía fe en el progreso de la humanidad desde el punto de vista moral. Para Kossler, este escepticismo tiene mucha actualidad en épocas de cambio climático y crisis financiera global.

La obra de Schopenhauer no pertenece a las más agudas de la historia de la filosofía, ni es fácil de leer. Fue uno de los primeros pensadores que incorporó elementos del brahmanismo y del budismo, con los cuales coincidía como ateo en la inexistencia de la felicidad terrestre. Para Schopenhauer, el ser humano no podía elevarse por encima de los animales y las plantas. Después de su muerte -falleció a los 72 años a causa de una pulmonía-, su pensamiento influyó en muchos escritores, compositores y pintores y abrió el camino para el surgimiento del psicoanálisis.

Schopenhauer nació en la entonces Danzig -la polaca Gdansk- el 22 de febrero de 1788 en una familia de comerciantes. Abandonó la tradición familiar del comercio al poco tiempo de comenzar como aprendiz, para estudiar filosofía en Gotinga y Berlín. En la capital prusiana obtuvo el doctorado y en 1831 se mudó a Fráncfort huyendo de una epidemia de cólera. En la ciudad a orillas del Meno trabajó como docente privado y vivió de la herencia paterna durante tres décadas hasta su fallecimiento.

En su obra principal, El mundo como voluntad y representación (1819), afirma que el mundo es una mera construcción de nuestra imaginación, es sólo una representación en nuestro conocimiento cotidiano. La "clave de la esencia de todos los fenómenos en la naturaleza" no es para Schopenhauer el espíritu, un absoluto o Dios, sino la voluntad. La esencia íntima de todos los fenómenos es para él una voluntad mayormente inconsciente, un ímpetu, un instinto, un deseo, un ansia.

La solución sólo puede consistir en la "negación de la voluntad de vivir", en la renuncia a satisfacer los instintos y en primer lugar el instinto sexual. La ausencia de deseo rompe el círculo de vivir, sufrir, morir y volver a vivir. Schopenhauer considera que la anulación de la voluntad se da en mayor medida en los monjes budistas o en algunos santos católicos. La obra de Schopenhauer está llena de observaciones ilustrativas, de conocimiento de la vida de una gran claridad psicológica que volcó en sus famosos aforismos.

También se hizo fama de misógino por sus comentarios poco magnánimos sobre las mujeres. Nunca se casó pero tuvo sus amoríos. También con mujeres inteligentes, según relata Kossler, y acota que probablemente su incapacidad para comprometerse sentimentalmente incidió de forma negativa en la imagen que tenía de las mujeres.

No estuvo exento de contradicciones. Fue uno de los primeros en abogar por los derechos de los animales y en profesar admiración por los vegetarianos en la India. En lo personal, sin embargo, comía carne y no llevaba una vida ascética.

En Fráncfort se lo veía pasear a sus perros caniche. Llevaban nombres como "Atman", que significa "alma mundial" en indio. Cuando se portaban mal los llamaba "hombre" a modo de insulto. Una muestra de que este filósofo considerado un misántropo también tenía humor. Y a la ama de llaves que tanto mortificó le tuvo que pagar una renta vitalicia.
Schopenhauer allanó el camino al mundo moderno

El filósofo alemán Arthur Schopenhauer (*1788 - †1860) puede enseñarnos aún muchas cosas. De ello está convencido el profesor Matthias Koßler, presidente de la Sociedad Schopenhauer de Fráncfort y director del centro de investigación sobre Schopenhauer de la Universidad de la misma ciudad.

Pregunta: ¿Por qué seguimos leyendo todavía a Schopenhauer?
Koßler: Schopenhauer allanó el camino a la modernidad. En la Ilustración el ideal era el hombre guiado por la razón. Schopenhauer determinó entonces que la razón dependía en realidad de una voluntad instintiva e innata que caracterizaba al hombre. El ser humano no estaba en condiciones de asumir el papel que los filósofos de la Ilustración le habían otorgado, consideraba. Para Schopenhauer, lo importante no es la voluntad consciente, sino la voluntad que depende de los instintos físicos que tienen que ver sobre todo con la sexualidad. El psicoanálisis se dio cuenta de eso más tarde.

P.: ¿Puede ser que Schopenhauer, el eterno pesimista, tenga más éxito en tiempos difíciles?
Koßler: Yo describiría a Schopenhauer como un hombre sin ilusión. Él creía que el ser humano actuaba motivado por el egoísmo. En su opinión, el mundo no avanzaba hacia el progreso, contra ello nada podían hacer la ciencia y la técnica. Es cierto que en épocas como las de ahora, en las que aumentan las dudas sobre el avance tecnológico y económico, Schopenhauer recupera valor. Pero él también dejó escritos caminos para salir de esa espiral negativa. La estética, el arte, por ejemplo, pueden distraer al hombre de su voluntad y la compasión basada en la ética puede proporcionale libertad.

P.: La ciudad de Fráncfort rinde a homenaje a Schopenhauer en el 150 aniversario de su muerte con una exposición y un congreso internacional ¿Cuál es el objetivo?
Koßler: Queremos ampliar la imagen que se tiene de Schopenhauer. No era sólo un bicho raro, un misógeno o un pesimista empedernido. Y aunque era ateo, desarrolló una teoría de la redención y una serie de normas para la vida. Entre la población, Schopenhauer se hizo muy popular por sus Aforismos sobre el arte de saber vivir. Por el contrario, en el mundo académico nunca fue tan alabado como Hegel y Nietzsche. Eso es lo que queremos cambiar.

120 aniversario del nacimiento de Agatha Christie

Agata Christie es un personaje peculiar, alguien que ha pasado a convertirse en una adicción secreta entre los lectores, una autora a la que se recurre en las vacaciones, de la que se compran sus libros en los puntos de venta de prensa en los aeropuertos o las estaciones como si se tuviera vergüenza de su lectura, que ofrece diversión y misterio pero no, manifiestamente, calidad literaria.

Pero los que hayamos incurrido en sus páginas, sabemos que el sabor de los años 30 y 40 que impregna sus libros, llenos de marqueses con chóferes y jardineros, cuadras y añejos retratos de familia colgados sobre escaleras que se bifurcan, compensa que sus novelas sean artefactos literarios de impecable e implacable eficacia, máquinas bien engrasadas que nos diseñan un crimen, nos presentan un ramillete de sospechosos, los presenta intentando parecer indiferentes a los azares de la investigación y que en las últimas páginas nos demuestran que nuestras sospechas y pálpitos erraban.

Nunca el mayordomo que creíamos será el asesino. La popularidad de Ágata Christie, que al poco de publicar su primera novela, “El misterioso caso de Styles”, en 1920, con la primera aparición del detective belga Hercules Poirot, alcanzó un gran éxito en su país natal, no se corresponde con lo desconocida que sigue siendo su figura entre nosotros.

Nacida el 15 de septiembre de 1890 en Torquay (Inglaterra), fue hija de un corredor de Bolsa norteamericano y de la hija de un capitán de la armada británica. Educada en el típico ambiente de institutrices de rígidas y exigentes maneras, ya en 1906 se trasladó a París para realizar estudios de canto, danza y piano, cuando ya había empezado a escribir sus primeros relatos de adolescente. La vivencia francesa a buen seguro le proporcionó la inspiración para elegir a Poirot como su primer personaje. Encaminada a la respetabilidad, se casó en 1914 con un piloto militar, el coronel Archibald Christie, que le dejaría una única hija, Rosalind, un puñado de amarguras y el apellido de casada con el que firmaría sus obras. En 1928, el matrimonio se cerrará con un divorcio tras haber pasado por un misterio, el único de la vida de Agatha, que incluso ha sido objeto de una película (“Agatha”, 1979, interpretada por Vanessa Redgrave y Dustin Hoffman) y que los biógrafos siguen intentando esclarecer.

El misterio Christie: En 1926, Agatha era ya una autora admirada y querida. Su rostro era bien conocido y allá donde fuera los admiradores la abordaban para saludarla. El 3 de diciembre de aquel año, cuando estaba vigente el éxito de su sexta novela “El asesinato de Roger Ackroyd“, salió de su casa en Styles tras besar a su hija. Durante once días, nada más se supo de ella. Su automóvil, un Morris Cowley con su abrigo y maletas en el interior, fue encontrado abandonado en una cantera en Guilford, al sur de Londres. Se movilizó la policía, la noticia de la búsqueda ocupó las portadas de los periódicos, el público vivió en vilo esas jornadas. Se habló de que podía haberse ahogado en un manantial cercano a la cantera, se especuló con que su infiel marido, el coronel Christie, la había asesinado. La preocupación terminó el 14 de diciembre, cuando fue reconocida por su marido en un lujoso hotel de Arrogate, cerca de la capital, en el que se hospedaba con un nombre falso. Desde diez días antes había estado allí alojada con el nombre de Theresa Neele, justamente el de la amante de su marido, jugando a las cartas, recibiendo tratamientos de hidroterapia y comentando distendida con los huéspedes la desaparición de Agatha Christie. Costó trabajo hacer que reconociera su identidad, pero nunca recordaría lo sucedido. Mientras los maliciosos la acusaban de una maniobra publicitaria pero innecesaria, otros aseguraban que un accidente automovilístico le produjo amnesia. También se habló de un plan de Agatha para desbaratar una escapada amorosa de su marido en las cercanías de la cantera. Lo que sucedió se desconoce. La escritora se escudó siempre en la amnesia. Una crisis nerviosa parece, no obstante, estar en la base de los hechos. Baste decir que incluso Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, intentó encontrar en vano una respuesta a este enigma.

En 1930, Agatha encontraría al fin la estabilidad al casarse con el arqueólogo Max Mallowan, 14 años más joven que ella, al que acompañó en diversas expediciones en Siria. La vida cotidiana durante esas excavaciones, en las que Agatha etiquetaba y fotografiaba los hallazgos, está recogida en un librito encantador y divertido: “Ven y dime cómo vives”. Max morirá en 1978, dos años después que Agatha, que llegó a decir que la ventaja de estar casada con un arqueólogo residía en que a medida que ella cumpliera más y más años, más interesado estaría él en ella. La humorada de la frase se cumplió felizmente. De las expediciones con Max, Agatha extrajo materiales para novelas como “Asesinato en Mesopotamia”, “Muerte en el Nilo”, “Cita a ciegas” e “Intriga en Bagdad”.

Gran legado: En 1961, Agatha será nombrada doctora honoris causa por la universidad de Exeter y Dama del Imperio Británico (el equivalente femenino al título de Sir) en 1971. Morirá el 12 de enero de 1976 en su residencia de Cholsey. Tenía 85 años, y había publicado más de 80 novelas y obras teatrales. Dos detectives muy peculiares, Poirot y la Miss Marple, son su principal legado. Fue una mujer llena de humor, reservada y metódica. Sus méritos y flaquezas ella misma los formuló con exacta concisión: «No soy buena conversadora, no sé dibujar, pintar, moldear o esculpir, no puedo hacer las cosas de prisa, me resulta difícil decir lo que quiero, prefiero escribirlo. Escogí la profesión justa. Lo mejor de ser escritora es que se trabaja en privado y al ritmo que se quiere».

A pesar de la noche, los lápices siguen escribiendo

El 16 de septiembre de 1976 diez estudiantes secundarios de la Escuela Normal Nro 3 de la Plata son secuestrados tras participar en una campaña por el boleto estudiantil. Tenían entre 14 y 17 años. El operativo fue realizado por el Batallón 601 del Servicio de Inteligencia del Ejercito y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, dirigida en ese entonces por el general Ramón Camps, que calificó al suceso como lucha contra "el accionar subversivo en las escuelas". Este hecho es recordado como "La noche de los lápices".

LOS ESTUDIANTES SECUNDARIOS Y LA POLITICA ENTRE 1973-1976

El arribo de la democracia en el mes de mayo de 1973, luego de un proceso creciente de enfrentamientos contra la dictadura miliar que gobernaba desde junio de 1966, trajo consigo la irrupción en la vida política y social de los distintos sectores populares que habían experimentado un crecimiento sustancial durante las luchas; entre ellos, los estudiantes secundarios.

En el movimiento estudiantil secundario se vivieron experiencias hasta ese momentos inéditas en lo referente a participación política, en tanto ésta es atendida en un sentido partidario más o menos directo.

El diario La Opinión editó en 1973 un suplemento dedicado al análisis de los fenómenos políticos entre los adolescentes. En dicho suplemento se publicaron los resultados de una encuesta que realizó el periódico entre 252 estudiantes. Se comprobó que el 30,3% de los jóvenes encuestados tenía algún tipo de participación política.

La política había impregnado el conjunto de la vida estudiantil, dentro y fuera de los colegios. Las organizaciones políticas vieron incrementado notoriamente el número de sus militantes y el grado de su influencia. Según el suplemento citado, "las tres fuerzas más importantes son, en este orden, la Unión de Estudiantes Secundarios, (UES), la Federación Juvenil Comunista (FJC) y la Juventud Secundaria Peronista (JSP)"

La encuesta de La Opinión revelaba también que en 1973 los estudiantes secundarios se inclinaban ante figuras emblemáticas de la izquierda, con la salvedad de Perón, quién asumía, para una porción amplia de los estudiantes, contornos casi revolucionarios. Pese a todo, quien encabeza la encuesta era el Che Guevara con el 67%, a continuación venía J. D. Perón con 66% y a mayor distancia, Salvador Allende con 19%; Fidel Castro con 19%; Eva Perón 17 % y Mao-Tsé-Tung con 16%.

En esta encuesta queda por demás claro que para aquélla generación de estudiantes los referentes revolucionarios y socialistas eran los que ocupaban más espacio en la conciencia estudiantil.

En aquellos años se había alcanzado un nivel de conciencia, acción y participación bastante elevados con lo cual el nivel de cuestionamiento al sistema capitalista era de por demás peligroso para la burguesía y los sectores reaccionarios de nuestro país.

EL GOLPE DE 1976

En la historia de nuestro país, como en el resto de América latina, los golpes de Estado siempre estuvieron al servicio de la clase dominante y del imperialismo. Pero el golpe de Estado de 1976 se podría caracterizar no tan solo como el más sangriento vivido en la historia de nuestro país, sino también como el más pro-imperialista, ya que el estado político-económico que dejó la dictadura le sirvió al imperialismo para garantizar su hegemonía en la región durante décadas.

LOS OBJETIVOS DEL PROCESO

Uno de los objetivos más tenazmente buscado por la dictadura militar que gobernó entre 1976 y 1983 fue neutralizar a buena parte de la juventud y ganar a una porción para su propio proyecto reaccionario.

 La noche de los lápices (película completa) Ficha técnica

Para los que no encajaban en sus esquemas se aplicaban distintos métodos "preventivos", desde el asesinato y la desaparición, hasta la más refinadas formas de marginación social y psicológica, pasando, claro esta, por la clásica y tradicional prisión.

Cuando asumieron en 1976 los militares consideraban que en la Argentina había una generación perdida: la juventud. Esta, por la sofisticada acción de "ideólogos" se había vuelto rebelde y contestataria.

Si bien el gobierno militar toma en cuenta la situación en la que se encontraba la juventud argentina, no fue tan obstinado como para suponer que se debía atacar a toda la juventud por igual. La política hacia los jóvenes parte de considerar que los que habían pasado por la experiencia del Cordobazo y demás luchas previas a 1973, los que habían vivido con algún grado de participación el proceso de los años 73, 74 y 75, los estudiantes universitarios y los jóvenes obreros, eran en su mayoría irrecuperables y en consecuencia había que combatirlos. Para ello utilizaron un pretexto tan obvio como falaz: se trataba de subversivos reales o potenciales que ponían en riesgo al conjunto del cuerpo social. El ser joven pasa a ser un peligro.

Al mismo tiempo, y pensando en el largo plazo, se empieza a desarrollar una estrategia que va más allá de la eliminación del "enemigo". Se empieza a poner la mira sobre el relevo. Ahí están los estudiantes secundarios. Al momento del golpe tienen entre 13 y 18 años más de un millón de jóvenes.
EL TERROR EN LAS AULAS

Uno de los aspectos más dramáticos de la represión vivida en aquellos años fue el secuestro de adolescentes. Llegaron a 250 los desaparecidos que tenían entre 13 y 18 años, claro que no todos estudiaban. Muchos se habían visto obligados a abandonar la escuela para incorporarse al mundo del trabajo.

Pero de los procedimientos utilizados surge claramente que no se trataba de hechos aislados, sino de una investigación pormenorizada en distintas escuelas. En una entrevista concedida a un grupo de padres, un coronel de Campo de Mayo les expresó que se llevaban a los jóvenes que habían estudiado "en colegios subversivos para cambiarles las ideas".

El 16 de septiembre de 1976, 10 estudiantes secundarios de la Escuela Normal Nº 3 de la Plata, son secuestrados tras participar en una campaña por el boleto estudiantil. Todos tenían entre 14 y 17 años. El operativo fue realizado por el Batallón 601 del servicio de Inteligencia del ejercito y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, dirigida en ese entonces por el general Ramón Camps, que califico al suceso como "accionar subversivo en las Escuelas". Este hecho es recordado como "La noche de los lápices".

Solo tres de ellos aparecieron un tiempo después. Pablo Díaz, uno de los liberados, declaró en el juicio a las ex juntas: "Yo pertenecía a la Coordinadora de Estudiantes Secundarios de la Plata y con los chicos del colegio fuimos a presentar una nota al Ministerio de Obras Públicas".

Levantaron chicos en algunos colegios que tenían "marcados" y enemigo era todo aquel estudiante que se preocupara por los problemas sociales, por fomentar entre los estudiantes la participación y la defensa de los derechos de los mismos.

HOY LOS LAPICES SIGUEN ESCRIBIENDO
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Bibliografia consultada: Estudiantes secundarios: Sociedad y política, Berguier, Hechker y Schifrin.

Comunicadores Solidarios - Agencia Latina de Información Alternativa, 16/09/2005

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Un pedazo de mar y una ventana, Manuel Cofiño

Manuel Cofiño
-La Habana, 1936 - 1987-


Porque siempre hay un libro, una sonrisa, una hoja en el aire, un pedazo de mar y una ventana, que son la recompensa.

La conocí en el campamento Maravilla Roja. Jefa de una brigada. Entusiasta, incansable, y además era la admiración porque no le tenía miedo a las ranas que abundaban en las siembras de berro.

La miraba subir cada día ágilmente a la carreta, y los domingos lavar su ropa bajo el framboyán. Durante el tiempo que estuvimos allí, conversamos diez o doce veces. Me gustó la forma que tenía para decir las cosas. Que si el amor y las palabras arden y se apagan, saltan y se buscan como semillas y cenizas. Algo así decía. Y era como si limpiara las palabras frotándolas contra la vida.

A los hombres nos trasladaron y ella se quedó allí con sus muchachas. Recuerdo que al despedirse dijo : bueno, y me alegro de que existas.

Poco meses después la encontré frente a Coppelia, imprudentemente parada en una esquina, con el cabello turbio y despeinado. Por un momento creí tener una visión. La vi rara (no era sólo la forma de vestir, sino el conjunto). Se puso nerviosa, empezó a hacer movimientos cómicos y torpes. Cargaba con ambas manos un montón de libros. Llevaba un pulóver verde y un pantalón de mezclilla. Sus ojos resaltaban de una manera extraña. Después nos encontramos varias veces. Un día la llamé y vino. Empujó la puerta de este cuarto tristísimo y entró como una canción.

No voy a contar nuestra historia. Ni hablar de su voz, su mirada, la sorprendente luminosidad de su presencia. Era fea, pero vibraba como un instrumento vivo, y aplastaba la tristeza con caricias: ahuyentar, arrancar la tristeza porque es árbol estéril y frondoso y decía, me besaba. Y el amor es flor rara, delicada, cuesta trabajo que abra, dura poco, se deshoja enseguida. Las otras son resistentes, nacen donde quieren, crecen solas, no requieren cuidados. Y ponía en mi boca sus besos. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.

Cuando llegaba, este pequeño cuarto se poblaba de latidos (ella decía que de pájaros y flores), pero lo cierto es que ponía el aire en su lugar entre murmullos. Se quitaba la ropa como si regalara sus vestidos al viento. Cómo olvidar la alegría de su cuerpo, la flexibilidad de su cintura, sus pechos, sus jugos y sabores.

Era una inventasueños y verdades. Descalza besaba el piso, los azulejos rotos del pasillo.Sentía cariño por las latas oxidadas donde crecían los geranios, las paredes descascaradas, el ruido de la enredadera contra el cinc, el pedazo de mar en la ventana. Hablaba de gorriones y disparos, de incendiar la triteza. Iba de un lado a otro arreglando cacharros, su cuerpo cantaba y sus canciones subían por la paredes. Le gustaba el olor al ajo y hierbabuena. Hacía chirriar los platos y los vasos. Conseguía hacerlo todo sin esfuerzo, como si sus manos dominaran sobre las necesidades cotidianas. No hacía preguntas. Se contestaba sin ellas y, a veces,hacía del silencio su voz.

Cómo olvidar su cabeza inclinada, la caída de su cabellera sobre el hombro.Ese algo que tenía que no se puede explicar, que no se podrá jamás describir ni decir porque sería como tratar de mostrar el corazón de la lluvia.

En su mirada la mañana aparecía espontáneamente como el agua. Agua de compañía al despertar. En su cuerpo el tiempo era diminuto, menudo, frágil. Decía: el amor son dos cuerpos amarrados con una soga loca, un martirioplacer fugaz, intenso, fulminante. Manejar el amor es manejar el fuego, decirle que no arda. Esto del amor es un problema, te dan demasiado o no te dan ninguno, y todo el mundo se lleva su golpe; y además es invisible y nace y muere y no somos ni eternos ni puros. Y aplastaba con sus labios mis protestas. Entonces hablaba sobre la opresión familiar, la icomprensión de los padres, la aurora de una nueva época, la lucha por hacerla. Y había algo en ella que siempre había estado conmigo.

Hay que olvidar las cosas débiles, las frágiles, los pensamientos melancólicos. La vida es una música severa. Y yo la contemplaba hablándome, desnuda, sentada en la cama, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas y las manos cruzadas sobre sus piernas encogidas.

Nunca estuve seguro de si volvería al día siguiente, al cabo de un mes o una semana. Le molestaba estancarse en las cosas. A veces pasaba semanas sin venir. Iba al amor grande a todo no al chiquito de nosotros; marchaba al campo a hacer la vida con las manos, a acariciar la tierra, los frutos y las hojas.

Regresaba ágil e inquietante. Las mejillas ardiendo, el pelo lacio veteado por el sol y la alegría chispéandole en los ojos. Cansada de buen cansancio, traía besos silvestres y una sonrisa amplia y temblorosa. Decía que el trabajo es la más hermosa alegría de la vida. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.

Pero un día no amanecí más en su mirada, perdí la gravedad de su carne entusiasta, la saliva sabia de sus besos, las uñas de sus manos busconas, el esplenderoso olor de su pelo. Dejó un hueco repleto de recuerdos, lecciones y silencios. ¿Con cuál ropa se fue? No sé. Algo se quebró, se evaporó, se hizo sombra y luz al mismo tiempo.

Aquí sobrevive a su presencia en lo que eligió para ser recordada. En este cuarto quedó de ella un ligero olor, una voz en el viento, unas canciones cantando en las paredes, un aire, el ruido de la enredadera contra el cinc, una hoja olvidada, la luz entrando por la ventana y el chirrido de un vaso limpiando la tristeza.

¿Me enseñó a ser distinto?. No sé. Pero si la ven denle las gracias, porque me dejó la recompensa: un libro, una sonrisa, cuatro paredes llenas de canciones, un pedazo de mar y una ventana.

Informe bajo llave

Marta Lynch
Informe bajo llave (fragmento)

" Usted, mi siquiatra, mi amable componedor, recibía mis cartas, las recibe, está apilando en sus cajones las entregas de este largo informe, cada día más secreto, quizá más peligroso. Bajo llave; échale llave a la forma como se quebranta mi voluntad, como se resquebraja y pudre lo que nació sano y normal, con buena voluntad, salud admirable, cierta dosis de ansiedad manifiesta. Contemos entre ambos las desapariciones y las reapariciones. Cada día una nueva vuelta de tuerca hacía crujir las vértebras del cuello y dejaba ver un poco más la lengua del ahogado. Sin embargo, en medio del marasmo distingo las fases del poder. Estoy tratando con una parte importante de la vida de todos. La historia se ha tejido con algo que participa de esta blandura. Es un tronco podrido, un invernadero. Una flor carnívora, cortada y que huele a muerto. Se pudren los estratos que recorro con Vargas y se pudren los escalones por los que transitan mis compatriotas".