Leviatán, Tomás Eloy Martínez

"Lo que no entiendo -dijo el ejecutivo de una empresa mexicana de petróleo, de visita en Manhattan el domingo de Pascua- es por qué en los Estados Unidos, y sólo en los Estados Unidos, gente de aspecto apacible comete crímenes horrendos sin ninguna justificación. Personas solitarias envenenan las cápsulas de Tylenol; madres de familia enloquecen de repente y mezclan vidrio molido en las compotas Gerber; jóvenes fracasados y sin ideales hacen volar por los aires un edificio federal en Oklahoma. Fíjense ustedes en lo que sucedió el 24 de marzo. ¿No es una historia de locos? Dos chicos de once y trece años asesinaron a cuatro de sus compañeros y a una maestra embarazada en una escuela de Arkansas. ¿Qué clase de país es éste? ¿Alguien puede explicarlo?" Quince días antes había oído una pregunta parecida en una casa de Princeton, después de una conferencia universitaria sobre el centenario de la guerra entre España y los Estados Unidos. Esa vez la formuló un profesor peruano: "¿Qué se puede pensar ahora de los Estados Unidos?"

El Calibán utilitario

Después de tantos años de apasionarse por la pregunta inversa (¿qué piensan ellos de nosotros?), los latinoamericanos empiezan a buscar respuestas sobre el colosal país que decide parcialmente sus destinos y en el que conviven los asesinos seriales con los esplendores de la bonanza económica. Les interesan no ya las instituciones o las historias del poder, sino las historias pequeñas, la intimidad de la gente; no el acoso sexual, sino la vida desilusionada de Paula Corbin Jones o el relato de por qué denunció al presidente Clinton demasiado tarde.
Una de las sorpresas de la noche de Pascua fue advertir que la imagen que se tenía hace un siglo en América latina no ha cambiado gran cosa: los Estados Unidos seguían siendo, para los treinta invitados a esa comida, el mismo Calibán utilitario que describía José Enrique Rodó en Ariel o el gigante prepotente que vio Rubén Darío en su oda A Roosevelt: "Crees que la vida es incendio,/ que el progreso es erupción;/ en donde pones la bala/ el porvenir pones. No".

Aunque ningún camino llega mas rápido al error que el de las generalizaciones, las identidades nacionales se suelen definir precisamente a través de ideas generales que, en el fondo, no son sino prejuicios. Ser latinoamericano, para un maestro de escuela u oficinista promedio de Georgia o de Ohio, es ser un mestizo de tierras calientes, que vive en ciudades chatas, entre selvas o montañas. Y, a la vez, es sinónimo de pereza, de violencia, de atraso. Entre los años 60 y los 80, la violencia estaba marcada por las guerrillas y las dictaduras; en los 90, por la corrupción política y por el narcotráfico. Da lo mismo que se trate de un argentino, de un colombiano o de un guatemalteco. Para ese maestro de escuela, todos son hispanos que vienen de "allá abajo" (down there).

Humores y amores

Pero tampoco los latinoamericanos se quedan atrás con los prejuicios: para el ciudadano medio de Buenos Aires, de San Pablo o de Bogotá, todo norteamericano es sanguíneo, ingenuo, con un sentido del humor demasiado simple y un sentido del amor demasiado práctico.

"Esa es también la imagen que tenemos en México -dijo el ejecutivo de la compañía petrolera, la noche de Pascua-. Hemos oído que en las universidades norteamericanas, los estudiantes hacen el amor en abundancia, pero sin convicción. El sexo es para ellos una forma del atletismo."

"Viven sólo para trabajar y para competir -resumió una antropóloga colombiana que enseña desde hace cinco años en una escuela secundaria de Queens-. A las ocho, están todos en sus casas, viendo televisión. No entiendo por qué se afanan tanto, si no disfrutan de la vida. Los obsesionan la salud y el cuidado del cuerpo, pero cuando salen se indigestan de porquerías. ¿Han visto cuántos obesos hay? Se podría llenar una ciudad como Nueva York con los gordos que pesan más de ciento cincuenta kilos." Les resumí lo que había oído dos semanas atrás: otro largo rosario de ideas generales. Para los latinoamericanos de aquella noche, los Estados Unidos eran (son) un país de bárbaros, en el que nadie fuma (a pesar de las estadísticas que dicen lo contrario), que salen ritualmente a emborracharse dos veces por semana, que se acuestan temprano y cumplen con Dios (en un templo cualquiera) entre viernes y domingo. Las mujeres amasan el pan y los bizcochos de toda la familia; los hombres cuidan el jardín y reparan los desperfectos de la casa. Vistos desde lejos, son un lago de virtudes. Pero debajo de las aguas calmas hay un volcán siempre a punto de estallar.

Cuando se mira al hombre medio de los Estados Unidos desde la perspectiva de un latinoamericano, sobran los motivos para inquietarse: como dijo el profesor peruano, cualquiera de los apacibles padres y madres de familia a los que todos saludan con afecto en la iglesia o en el supermercado podría revelarse como asesino serial o como uno de los seres alucinados que disparan porque sí sobre la multitud desde lo alto de una torre.

¿Es así, en verdad? Por supuesto que no. Lo aterrador es que a veces es así. Acaso hay miles de mujeres de casi cuarenta años que se enamoran de chicos de doce o trece, pero sólo en Seattle hay una maestra de escuela con un nivel intelectual superior al promedio, madre de cuatro chicos y esposa impecable, que fue sentenciada a prisión por enamorarse de un alumno de primaria -con el que tuvo un hijo- , y que en el primer lapso de libertad que tuvo persistió en el mismo amor y quedó embarazada de nuevo. Su pareja acaba de cumplir catorce años.

Fingir un personaje

Los ejemplos como ésos se cuentan por millares. Y las explicaciones podrían ser infinitas. Se trata a veces de personas que arrastran resentimientos profundos y que se ven obligadas a fingir un personaje que no son: años de vida reprimida desatan de pronto los volcanes secretos. O de gente harta de hacer siempre lo mismo que busca, en el desvío de la norma, en la transgresión brutal, una salida para sus emociones profundas. Son crímenes o delitos detrás de los cuales no hay ideologías sino frustraciones.

Pero tal vez se trata, sobre todo, de que el culto norteamericano a la libertad del individuo está fuera de control. En una próspera sociedad de consumo donde el Estado es casi invisible, los chicos tienen casi todo a su alcance: desde las armas hasta el sexo fácil.

Pocos dones son tan altos para el ser humano como la libertad, pero, como decía Franklin Roosevelt, "la libertad de tener es tan importante como la libertad de temer".

Hay una lúcida descripción de las locuras repentinas del norteamericano medio en las novelas de Paul Auster. La mejor de todas ellas retrata a los Estados Unidos en su mismo titulo: Leviatán. No se trata, entonces, de un Calibán como el de Rodó, sino de Leviatán, del caos primitivo que yace encadenado desde el principio de los tiempos para despertar un día y devorar todo lo que encuentra a su paso.
Los latinoamericanos llevamos décadas preguntándonos cómo nos miran. Ahora, por fin, nos ha llegado el momento de mirar.