Galeones de Abril - John Ashbery

Algo tenía que estar ardiendo. Y además
al fondo de la habitación un vals desacreditado
estaba vivo y recitaba cuentos acerca de los conquistadores
y sus lirios - ¿será la vida, en conjunto,
una tibia fiesta de estreno de una casa? ¿Y de dónde salen
los pedazos de sentido? Era evidente
que había llegado el momento de marcharse, de cambiar
de dirección, hacia las ciénagas y hacia los nombres
fríos y enroscados de ciudades que sonaban como si existiesen
aunque no hubieran existido nunca. Veía la barca
como una lima de uñas que apuntase a los placeres
del gran mar abierto, que se detendría por mí,
que probaríamos tú y yo la desarticulación
de una inclinada cubierta y volveríamos algún día
por entre los rasgados velos anaranjados de una tarde
que sabría nuestros nombres aunque con una pronunciación
diferente y entonces, solamente entonces, podría llegar el provecho de la primavera
a su propio ritmo, como se suele decir, con el gesto
de un pájaro que despega para acceder a una posición
supuestamente mejor aunque no tal vez mayor,
en el sentido en el que una guitarra con alas sería mayor
si la tuviéramos. Y todos los árboles parecían existir.

Luego vino un día más corto de tapices mohosos
con las iniciales de todos los anteriores propietarios
para aconsejarnos callar y esperar. ¿Nos conocería ahora
el ratón, y si así era, hasta qué punto admitiría
la proximidad la conversación sobre la diferencia, bien migaja
o bien otra caridad menos perceptible? Iba todo a ser
desperdigado de todos modos, tan lejano del deseo de uno
como la raíz del árbol respecto al centro de la tierra
del que en cualquier caso surgió a tiempo
de informarnos sobre felices floraciones y sobre la fiesta
de las parras que iba a haber mañana. El simple hecho de estar debajo
de ellas te hace a veces preguntarte cuánto sabes
y entonces despiertas y sabes, pero no sabes
cuánto. En los intervalos de la media luz las notas
de una mandolina desafinada parecen coexistir con su
pregunta y con la no menos urgente respuesta. Ven
a mirarnos, pero no desde muy cerca, pues la familiaridad
se disipará entre truenos y la niña mendiga
que con pelo de esparto llora incomprensiblemente será
lo único que quede de la edad de oro, nuestra
edad de oro, y no volverán a salir al alba
los enjambres para volver como una lluvia de polvo
suave por la noche a apartarnos de nuestra honradez
aburrida e insatisfactoria con cuentos de vistosas ciudades,
de cómo en ellas construía la neblina y qué
instrucciones seguian los leprosos
para evitar estos ojos, los ojos viejos del amor.