Mucho más que Lolita

Vladimir Nabokov pertenece a esa clase de personajes cuya verdadera existencia queda sepultada bajo algunos tópicos demasiado poderosos para permitir examinar el resto de los detalles sustanciales de su biografía. La idea aproximada que algunos tienen del escritor es la de un extravagante cazador de mariposas, cuando no la de un acechador de nínfulas que atienden por el nombre de Lolita, lo que, a fin de cuentas, viene a ser la misma cosa.

La fotografía de un Nabokov senil en pantalón corto, disfrazado de lepidopterólogo y con un cazamariposas en la mano, se superpone con la visión del maduro profesor Humbert Humbert acosando a la Lolita novelesca. Ambas imágenes encierran un germen de patetismo, lo que distaba mucho de la realidad del exiliado ruso en Estados Unidos que era un hombre serio, sensato, nada aficionado a las jovencitas, y sí a los lepidópteros, tal como tuvo que aclarar en repetidas ocasiones, y absolutamente fiel a su mujer, Vera.

Es cierto que con el escándalo que supuso la publicación de Lolita, Nabokov, que ya había cumplido los 56 años, logró el reconocimiento y la fama internacional. Pero por esa misma razón le empezaron a insultar algunos críticos y se vio obligado a asegurar en numerosas entrevistas que su novela no era en absoluto autobiográfica. Pese a ciertas escaramuzas con la censura, y aunque en la época de gestación de la obra había intentado quemar el manuscrito cuando en un momento se le había resistido, Lolita era uno de sus libros más queridos.

PROFESOR EXPERTO
No cabe duda de que Nabokov conocía de primera mano las reacciones del menorero Humbert Humbert, y lo que es más sorprendente, al autor no se le escapó ni un solo matiz de la compleja psicología de su Lolita. Es muy posible que Nabokov adquiriese sus profundos conocimientos sobre el despliegue de la seducción femenina, en sus múltiples variedades desde nínfulas a conquistadoras expertas, durante sus años como profesor de literatura en Wellesley College, la prestigiosa universidad norteamericana que imparte clases exclusivamente a mujeres. Sin embargo, tras su itinerancia de ruso blanco exiliado, primero en Cambridge, donde estudió zoología y literatura rusa y francesa, y más tarde en Alemania y Francia, y por debajo del éxito posterior como escritor en su asentamiento en Estados Unidos, emerge la verdadera personalidad de Vladimir Nabokov: un hombre desposeído de una considerable fortuna familiar que tuvo que abandonar el territorio seguro de la infancia al tiempo que era arrancado de sus paisajes y sus afectos. Porque Vladimir Nabokov había sido un niño muy rico. Inmensamente rico, habría que apostillar. Nació el 23 de abril de 1899 en la casa de campo de la familia, Vyra, en la provincia de San Petersburgo, atendido por un ejército de más de 50 criados y pasó su primera infancia educado por institutrices inglesas y francesas, que serían sustituidas más tarde por preceptores rusos y alemanes.
Su padre era Vladimir Dmitrievich Nabokov, jurista y estadista, hijo de un ministro de Justicia bajo los zares y de la baronesa María Bon Korff. Impartió clases en la Escuela Imperial de Jurisprudencia de San Petersburgo, fue codirector del diario liberal Rech y diputado activo del primer Parlamento ruso, por lo que tuvo problemas con el Zar. Llegó a ser ministro de Justicia del gobierno regional de Crimea, antes de marchar a su exilio londinense y ser asesinado, años después, casi por azar, por dos fascistas que pretendían atentar contra un conferenciante en el Berlín de 1922. El padre de Nabokov se interpuso y encontró su destino en una bala que no iba dirigida a él. Los antepasados del escritor por parte de madre pertenecían a la aristocracia terrateniente de la provincia de Kazan y poseían minas de oro en el lado siberiano de los Urales.

Nabokov se sentía orgulloso de su abuelo materno, magistrado y filántropo, y de su pintoresca tía Praskovia, doctora en Medicina y autora de obras de psiquiatría, antropología y política social. Era una mujer erudita que llegó a tratar a Antón Chéjov, aunque en una ocasión irritó muchísimo al famoso autor de Tío Vanya, al parecer, por llevarle la contraria en una discusión sobre Medicina. Según Nabokov, las últimas palabras que dijo la visionaria tía Praskovia en su lecho de muerte fueron: "Qué interesante. Ahora lo entiendo. Todo es agua". Pero además de la riqueza de sus padres, Vladimir recibió siendo un adolescente la herencia de un tío diplomático. La suma en metálico ascendería hoy a varios millones de dólares y el joven Vladimir se convirtió en propietario de una finca campestre de 800 hectáreas de bosque y turberas con una mansión señorial de columnatas blancas.

Como el resto de su patrimonio familiar, todo se perdió en 1919, con la revolución rusa. Sin embargo, Nabokov siempre afirmó que su odio por la revolución bolchevique no tenía que ver con asuntos de propiedad. Despreciaba al ruso emigrado que detestaba "a los rojos" porque le robaron su dinero y sus tierras. "La nostalgia que he estado acariciando durante todos estos años no es el dolor por los billetes de banco perdidos sino una hipertrofiada conciencia de infancia perdida", escribirá Nabokov en Habla, memoria.

LEPIDÓPTEROS
Según el autor de Lolita, su afición a las mariposas se fraguó debido a los libros que encontró a los ocho años en el desván de la finca de la familia. La Natural History of British Butterflies and Moths, de Newman, las Mémoires del gran duque Nikolay Mihailovich sobre lepidópteros asiáticos, las láminas de insectos del Surinam realizadas en el siglo XVIII por Maria Sybylla Merian y otras joyas del género fascinaron a Nabokov que tuvo el placer, ya de adulto, de dar su nombre al Doguillo de Nabokov o Eupithecia nabokovi. "He cazado mariposas en diversos climas y con diversos disfraces: como guapo niño con pantalones cortos y gorra de marinero; como larguirucho expatriado cosmopolita con pantalones anchos de franela y boina; como gordo anciano de calzón corto y cabeza descubierta. La mayor parte de mis vitrinas han tenido el mismo destino que nuestra casa de Vyra". La sensación de desarraigo siempre perseguirá a Nabokov, que va a convertir la nostalgia y el milieu de los emigrados rusos en los países de adopción, en materia narrativa, al tiempo que se preocupará en sus novelas por personajes a la búsqueda de sí mismos. Del primer caso tenemos ejemplos en ¡Mira los Arlequines! y en La dádiva, mientras que Desesperación y La verdadera vida de Sebastián Knight incidirán en el tema de la identidad y el doble.

EL AJEDREZ
No fue, sin embargo, un hombre quejoso y aceptó con resignación su nueva vida de traductor y escritor sin muchos recursos. Incluso se vio obligado a dar clases de tenis y de inglés en Berlín, donde conoció a su esposa Vera, también rusa blanca y también traductora.
Y además de desempeñar diversos oficios para ganarse la vida, Nabokov jugaba al ajedrez, otra de sus grandes aficiones. "A lo largo de mis años de exilio dediqué una prodigiosa cantidad de tiempo a la composición de problemas de ajedrez. Se fija en el tablero cierta disposición, y el problema a resolver consiste en averiguar cómo hacerles mate a las negras en un número determinado de movimientos, por lo general dos o tres", escribió. Consideraba el ajedrez como un arte "bello, complejo y estéril".

Según ha contado Nabokov en su autobiografía, sus primeros poemas de amor estuvieron dedicados a Tamara, una muchacha de 15 años con la que conoció la pasión en todos los rincones de los bosques cercanos a la casa de campo familiar. Cuando los Nabokov se instalaron en Crimea antes de partir definitivamente hacia su exilio europeo con unas cuantas joyas escondidas en un bote de polvos de talco, Tamara siguió escribiendo a la dirección de San Petersburgo. Las cartas consiguieron durante un tiempo ser reexpedidas a Crimea, pero Nabokov nunca las contestó. Después, los rastros se perdieron; jamás Vladimir Nabokov volvió a pisar Rusia y de Tamara nunca más se supo. Tal vez habría que buscar sus remotas huellas en Ada o el ardor. Aunque con los escritores nunca se sabe.

Vladimir Nabokov murió en Montreux, a la edad de 78 años, después de conocer el éxito, aunque tuvo que soportar durante años que la crítica marxista le despreciase, tachándole de "ruso blanco" y de "escritor aristocrático". El tiempo le ha dado la razón, convirtiéndole en el talento literario que él creía ser. "Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño", dijo en una ocasión.

Fuente: elmundo.es