Olga Orozco

Olga Orozco nació en Toay, La Pampa, el 17 de marzo de 1920. Sus primeros años transcurrieron entre aquella población y Buenos Aires. En 1928, la familia se trasladó a Bahía Blanca, donde Olga se aficionó al mar, tema recurrente en su obra.



En 1936 se instaló en Buenos Aires, donde se recibió de maestra. Allí conoció a un grupo de colegas (más tarde calificado como la generación del 40) que cultivaban el surrealismo y fundaron la revista Canto.


Olga tuvo la oportunidad de viajar por países de América y Europa. Trabajó en el periodismo utilizando numerosos seudónimos.


Sus poemas atraían a poetas de las nuevas generaciones, que con frecuencia en homenajes y recitales rodeaban a Olga y la aclamaban, atraídos por sus textos, sin duda, pero también por su seductora personalidad. Leía inmejorablemente y, gracias a esa virtud, sus recitales resultaban espectáculos que encendían el entusiasmo del público.


Entre los premios que recibió destacan: el Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía, el Premio Municipal de Teatro por una pieza inédita titulada Y el humo de tu incendio está subiendo; el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes, el Premio Gabriela Mistral, otorgado por la OEA y el Premio Juan Rulfo que recibió en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 1998.


La muerte, el tiempo, lo sagrado, el consuelo a través e la palabra fueron rasgos fundamentales de su poesía y que se advirtieron ya desde su primer libro, Desde lejos (1946), y se confirmaron en los siguientes: Las muertes (1952), Los juegos peligrosos (1962), Museo salvaje (1974), Cantos a Berenice (1977), Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1984), En el revés del cielo (1987), Con esta boca, en este mundo (1994) y la antología Relámpagos de lo invisible (1998).


Olga Orozco murió en Buenos Aires a los 79 años, el 15 de agosto de 1999.




Homenaje a Olga Orozco












Este homenaje fue armado con textos de entrevistas hechas a la poetas y con poemas de ella misma que últimamente aparecieron en diferentes publicaciones. Lo único que hice, fue recolectarlos, reunirlos, sin dejar de citar sus fuentes.

Isabel Monzón - Septiembre de 1999





SUPLEMENTO Las 12 - DIARIO PÁGINA 12 28-5-99



Olga Orozco (GLORIAS)



Poniendo entre paréntesis a la sacerdotisa y vidente que conviven en ella, Olga Orozco elige definirse como poeta. El reconocimiento a su obra como una de las mayores de la literatura iberoamericana no evita que ella considere a la poesía como un profundo sufrimiento: “Una se sumerge hasta un fondo demasiado desconocido y siente que queda unida a la superficie por una nada y encima no ha dejado miguitas en el camino como Hansel y Gretel”. Al lector sus textos le sugieren algo que lo espera para atraparlo y dejarlo desnudo.



Por Marta Dillon



Ahora, cuando siente que su “nariz respira demasiado cerca de la última pared” no dice que ella misma fue una migrante clandestina en el condado de la muerte. ¿Acaso no son los muertos los que se reúnen con su Dios? ¿No es a él a quien la poeta interroga? “De todas las definiciones de la poesía que he buscado en mi vida me quedo con una: es la tentativa de apremiar a Dios para que hable”, dice Olga Orozco, un nombre y un apellido que en su boca producen un eco de cavernas que acaricia cada o, la música perfecta de sus poemas. Un tono que delata largas batallas con la vida, tensando los límites, siguiendo el impulso de flecha de las palabras. Con ellas viajó más allá, las ordenó en versos como convoyes que la llevaron a “un trasmundo, desde éste costado y sin pasar por la puerta, es decir, sin morirme. Son poemas muy desesperados donde está muy patente la presencia de una ausencia, un Dios oculto que de pronto se muestra en un matiz mínimo, como un relámpago. Siempre inaprensible porque tengo que desaparecer para captarlo, yo misma estoy tapando con mi propio cuerpo la posibilidad de la fisura para intentarlo”. Y allí está la mujer de voz grave y ojos profundos como

lagunas de montaña, tapando la brecha con su cuerpo, cargando un enjambre de 80 años de recuerdos que desempolva por partes, para no mezclarlos. El mundo todavía la asombra, el rumor de lo cotidiano la sigue rescatando del país de las palabras y sus plantas le regalan otra medida del tiempo. La vida es una tentación permanente aunque el cuerpo “me sorprenda todos los días” y todos los que amó “no puedan jactarse ni siquiera de poder arrojar su propia sombra”.



Me encojo en mi guarida; me atrinchero en

[mis precarios bienes

Yo, que aspiraba a ser arrebatada en plena

[juventud por un huracán de fuego

antes que convertirme en un bostezo en la

[boca del tiempo

me resisto a morir.



Allí, en su guarida, su departamento en el que pelean por su espacio libros y plantas, Olga Orozco juega al Big Boggle. Cientos de palabras como pequeños insectos se aprietan en el papel, bajo su mano. El aire está tibio junto a la mesa donde sus dedos tamborilean esquivando libros, lapiceras, pastilleros. Hace tiempo que no escribe, dice, no puede hacerlo en tiempos de crisis, entonces juega con las palabras como un arquitecto podría hacerlo con los ladrillos rasti.

-A mí las palabras me ayudan mucho. En las épocas de crisis me dedico a los crucigramas obsesivamente, es como un rescate. ¿Para qué voy a escribir? Ya el grito lo dieron muy bien los griegos. Ahora, si se me ocurren cosas, las anoto, pero no puedo hacer algo orgánico y yo soy muy exigente en cuanto a la organización del poema. Bueno, me tienen que operar y eso asusta a todo el mundo. Tengo algunas oscilaciones, llego a calmarme pero no me dura mucho.

-¿Nunca la operaron?

-Nunca a esta edad en que, a pesar de que tengo mucha fe, le temo menos al dolor que a la muerte. Creo en Dios, en la perduración del alma, pero le temo a las posibles metamorfosis que me son desconocidas. Así como se nace al mundo llorando, o alguien nos golpea para que empecemos a vivir, supongo que pasar al otro lado tiene que ser parecido. Aunque tal vez sea peor. Hice muchos ensayos generales de mi propia muerte. Pero son sólo eso, ensayos. Tal vez, si tuviera una conciencia suprema del descanso podría pensar que morir es finalmente relajarse. A mí lo único que se me ocurre es la inercia, la inmovilidad después de la primera sorpresa. Porque yo me imagino que voy a presenciar eso, que va a haber una especie de desdoblamiento para verme con la plena conciencia de este mundo y con el asombro que despierta el otro. Y bueno, la inercia total es un estado bastante alarmante. Aunque espero que Dios sea más misericordioso que eso.

-¿No ha encontrado ninguna respuesta que le dé tranquilidad en esa indagación que usted hace con la poesía?

-Tal vez he conseguido algunas respuestas, pero como si fueran en otro idioma que tengo que descifrar. Hay estados en que uno se siente muy desplazado de su propio centro y a la misma vez muy unido a elementos que no son los visibles. Entre ellos debe haber respuestas que para mí son incógnitas todavía. Esos son lo mundos en los que indago cuando escribo, pero no tienen que ver con la muerte sino con el plano de lo que no es de este mundo sino que está más allá, otra vida. Una zona paralela donde duermen los motivos por los que estamos acá, que me susurran la razón de ser de esta vida. Es como la nostalgia por una Edad de Oro olvidada en la que sabíamos todo, en la que habitábamos un lugar que no era, como el mundo, un efímero relámpago de lo invisible en la materia, y si era tal, no establecía límites, de modo que cada uno éramos como una parte de un solo organismo que tenía un yo central: el de Dios.

-¿Sobrarían entonces las palabras? ¿Sería un territorio de silencio sin lugar para la poesía?

-El silencio es parte de un poema como las palabras. A veces el silencio te deja fija en una encrucijada, es cuando se convierte en un escombro, a la mitad de un poema hay una piedra que impide pasar porque debajo de ella está la palabra. Pero hay otro silencio, el silencio final como el de Mallarmé, que equivale al cielo del lenguaje. Pero ese silencio que llega con la iluminación absoluta es el que te vuelve loco, como en el caso de Artaud.



¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia

[atrás todos los alfabetos de la muerte?

¿No era ése tu triunfo en las tinieblas,

[poesía?

Entre perro y lobo



“Todo me conmueve, nada me es indiferente. Puedo saltar de alegría o hundirme en la pena. Pero no todo es poesía, hubo muchos momentos en que la escritura estuvo clausurada. No la poesía, a ella la vivía, estaba inmersa en poesía viviente.” Olga Orozco deja caer los párpados maquillados como telones delante de las estrellas de sus ojos, disfruta de la conversación y juega a encontrar la palabra exacta para que la gravedad se caiga, de tanto en tanto, en el terreno de la ironía, eso que según se queja, los periodistas siempre perdemos. “Mírelo a Borges, si no, él no escribía como hablaba y nadie supo reflejar el humor de sus palabras.”

La poeta anda entre dos mundos y allí reconoce su parentesco con el surrealismo porque entiende “la multiplicidad inagotable de planos que hay en la realidad, del territorio de las emociones y los sueños”, sitios que la obligan a saltar de un lado al otro para quedarse en el mundo y arrastrar a la poesía. Para ir a hacer las compras sin perder el hilo de un poema.

-No sé cuanto me lleva escribir un poema, soy muy obsesiva. Nunca he escrito cosas instantáneamente, llevada por algo que sale a borbotones, jamás. Salvo dos sueños en los que lentamente compuse un poema y cuando me desperté los pasé a papel. Voy escribiendo y corrigiendo y no puedo interrumpir demasiado porque pierdo la estructura. Tiene que empezar y terminar, aunque pasen días enteros. Entonces lo que hago lo hago pensando en el poema no lo suelto. Tengo que tener mucho cuidado porque es peligroso caminar en dos universos paralelos. En uno hay colectivos y baches, en el otro no.

-¿En ambos mundos es protagonista?

-De alguna manera sí. Pero en el momento de escribir hay que tener una actitud de observadora, hay que situarse como quien indaga. Se es protagonista como en los sueños, cuando uno vive escenas preciosas que quiere traer a la vida como si se tratara de un rescate.

-¿Confía en los sueños como en una realidad paralela?

-Evidentemente corresponden a situaciones reales que están enmascaradas, disfrazadas. A veces no es fácil descubrir qué hay debajo de esas máscaras. Escribir es una búsqueda que tiende a desenmascarar, a intentar echar una ojeada hacia lo alto por alguna puertita que se entreabre y se vuelve a cerrar muy rápidamente. Es apenas un vistazo, pero consuela.

-¿Es un placer captar lo que vislumbra?

-No lo sé. Es un mandato. Escribir no es placer, es mi manera forzosa de expresarme. La poesía me produce un profundo sufrimiento. Creo como Bachelard que está en lo muy alto y en lo abismal. Una se sumerge hasta un fondo demasiado desconocido y siente que queda unida a la superficie por una nada y encima no ha dejado miguitas en el camino como Hansel y Gretel. Y si es hacia lo alto, más difícil todavía. Llegás a zonas desconocidas, como si al nacer se hubiera abierto una especie de telón que se ha cerrado detrás nada más atravesarlo. Pero queda como una reminiscencia de estados de ánimo,

cierta avidez por retomar algo de allí. Pero no es placer y ya es bastante salir entera.

-¿Entonces el final del poema es un alivio?

-Sí, pero no es lo más difícil. Lo arduo es el camino. Tal vez conozca el comienzo y el final también, lo demás es territorio oscuro. Es como un túnel, hay algo que está del otro lado y que alcanzo a ver, una luz al final. Pero mientras cruzo por tembladerales, por veinte mil obstáculos, las solicitudes que encuentro en ese camino son muchas, muchas las imágenes, las historias... Y, en fin, hay que dominarlas y elegirlas porque no se pueden poner todas, entonces sufro una especie de mutilación. El único rescate es lo cotidiano, aun ahora, a la edad que tengo, todo me parece asombroso y disfruto de mis placeres de siempre: los amigos, la conversación, el buen cine, el buen teatro, mis plantas y sobre todo los libros. Aunque ahora que siento la nariz tan cerca de la última pared ya no puedo leer novelas, me parecen una pérdida de tiempo.

Preguntas sobre preguntas, la poeta pasó su vida vistiendo el traje de exploradora de otros mundos. Cada poema un desafío, un intento feroz por desgarrar el telón que cubre “ese verbo primordial, que dio nacimiento a todo”. Una búsqueda en la que tiempo y espacio son coordenadas inútiles a las que hiere de muerte. Aunque después de ser lobo en el bosque donde habitan sus hermanos, los exploradores de la noche del sueño, de las sensaciones oscuras, del misterio, de una realidad que no termina en lo sensorial o en lo visible” -una forma de llamar a Rilke, Rimbaud, Artaud, Hölderlin- vuelva a su mundo protegido con el pelaje suave de un animal doméstico.



Cada noche desgarro a dentelladas todo

[lazo ceñido al corazón,

y cada amanecer me encuentra con mi

[jaula de obediencia en el lomo.

Palabras de poder



Algo en la poesía de Olga Orozco espera agazapado para saltar sobre el lector y dejarlo desnudo. Sus versos hacen eco en aquello que permanece en todos, una esencia compartida que trasciende el deterioro de las cosas pero al mismo tiempo lo devela.

Toda su obra parece profundizar eso mismo que planteó en su primer libro (Desde lejos, 1946), el desamparo frente a lo que cambia y lo que muere, la contradicción del hombre que busca la inmortalidad sabiendo que su destino es la muerte. Ella misma no ha cambiado demasiado desde entonces. Su nostalgia tiene un ancla en su infancia y desde allí reclama:



Madre: es tu desamparada criatura quien

[te llama,

quien derriba la noche con un grito y la tira

[a tus pies como un telón caído.



-Yo asimilo muy poco las muertes, sigo sufriendo como si fueran actuales. Aunque he aprendido un poco a convivir con la ausencia como si fuera una presencia. Eso me sucede con mi marido, pero la muerte de mi madre, hace cuarenta años, es igual que si hubiera sucedido ayer. Tengo una memoria que es enemiga del tiempo y de la muerte, los hace retroceder. Pero al mismo tiempo tengo que llevar permanentemente casas, paisajes, situaciones tristes y alegres, ciudades que he visto, todas viajan en un carro que arrastro en mi espalda como un caracol. Así como uno cree que el pasado influye en el

porvenir, creo que el porvenir influye en el pasado. Hay una interacción permanente de tiempos y para esto me ayuda la poesía, para hacerle trapisondas al tiempo que al final me va a vencer. Igual que la muerte.

-¿Entonces puede reparar el pasado?

-Tengo una gran nostalgia de mi niñez y de las épocas en que he estado enamorada. Como si todos los paraísos fueran perdidos. Allí no tengo nada que reparar, aunque uno va corrigiendo el pasado de acuerdo con la experiencia. Algunas cosas se aclaran y aparecen retocadas. Pero es muy trabajoso mudarse con un inmenso carruaje lleno de cosas vivas. Conservo las voces de todos los que me acompañaron y ahora entiendo mejor lo que me dijeron. Hay cosas que me parecieron halagüeñas y no lo son, y viceversa. Lo malo es que ya no lo puedo compartir con nadie. De la época en que nací

no quedamos más que yo y una casa en La Pampa donde nací y que la busco dentro de las casas en que viví o vivo. Ahora es la casa de la cultura de Toay, mi pueblo. Está igual que 1920, con un jardín más pequeño. Aunque si lo comparo con esa selva que veía de niña en donde las luciérnagas eran ojos de tigre relampagueando en la oscuridad, todo eso se ha resumido mucho.

En ese carruaje que menciona viajan su madre, sus hermanos, la abuela Laureana que aferrada a su vaso de fernet le relató cuentos fantásticos hasta que la poeta tuvo 28 años, aquella vecina que una vez la hizo levitar y descubrió en ella a la vidente, la pitonisa.

Están también sus maridos, el primero, al que abandonó a los 24 porque nada era como lo había soñado y la expulsó a los bares, a leer sentada en cualquier mesa con tal de no acatar el mandato de papá que la obligaba a volver antes de las 8 de la noche. Valerio Peluffo es parte también de esa caravana, su último amor, “el único bien absolutamente estable que tuve”, con quien, a los 45, empezó una convivencia que sólo desarmó la muerte de él, 25 años después. Ahora, esta asilada, esta merodeadora de las respuestas que busca y teme encontrar, se sorprende de las trampas que le tiende la edad.

-El cuerpo siempre me produjo una extrañeza angustiosa, como si fuera el enmascaramiento de otra cosa, como si detrás hubiera algo que no sé pero que siento con fuerza. Esa ha sido una de mis angustias y con la edad se ha ido apaciguando. Antes fui yo la que interrogué al cuerpo, ahora es él quien me increpa con sus problemas de circulación, con sus trampas. Tengo un libro (Museo salvaje, 1974) en el que edité poemas dedicados a las distintas partes del cuerpo. Pero mientras lo escribía era tanta la atención con que observaba cada una de las partes que empezaba por la extrañeza y

terminaba por deteriorarme.



¿Y la pupila, entonces?

¿Quién puede descifrar esta pupila cautiva

[entre cristales,

este túnel contráctil siempre alerta a la

[inminencia a solas,

esta palpitación a medias con la muerte?



-Escribí el poema a los ojos y terminé usando anteojos, escribí sobre la sangre, tuve glucosa; los pies, luxaciones constantes. Entonces tuve que terminar rápido con esa aventura porque no iban a quedar de mí más que las borras. A lo mejor esas zonas se sintieron agredidas. Yo creo en el poder de la palabra, es una de mis única certezas, es como un talismán. Pero parece que a veces va más allá de donde debe, como una flecha que se hunde en la carne. Pasa el límite y se convierte en un poder concreto. A veces maligno.

-Un poder parecido al que tienen las palabras cuando predicen el futuro.

-La magia, todo lo que entra dentro del ocultismo, es muy distinto a la poesía que, igual que la plegaria, asciende. El manejo del tarot, de las cosas ocultas, el ejercicio de la videncia, convoca fuerzas oscuras, las trae hasta acá. Yo vivo entre esos dos mundos también. Siempre tuve condiciones para la videncia, una intuición que sigo teniendo pero ya no lo digo porque ahora creo que no sirve para nada. Una vez tuve un sueño en el que personajes de todas las épocas me juzgaba por cosas que yo había prometido en otras vidas por medio del tarot y no se habían cumplido. Cuando desperté dejé de echar las cartas porque supe que la admonición era interior, porque ese tipo de cosas da una

omnipotencia un poco bastarda, un poder que no existe y al mismo tiempo propicia la persecución de los demás. A veces me servía para aconsejar, pero eso es lo que la gente no quiere escuchar.



Todos sus amores fueron posibles, dice que ninguno quedó en el tintero y tampoco ningún deseo, ninguna frustración. Le gustaría tener 40 años -no 20 ni 30- para ser más ágil, para proyectar más allá “de pasado mañana”. Pero de nada se arrepiente. El sexo supo “arrebatarla de la extrañeza” que le provocaba su cuerpo y la magia le permitió armar un altar a su gusto en el que está su Dios -“a los seis años lo dibujé, un dibujo abstracto, pero no sé cómo es. Aunque digan que somos a imagen y semejanza suya, ni siquiera sabemos cómo somos”- y las tres piedritas a las que se aferra cuando escribe, la que le regaló su primer amor, a los siete años, y una de cada lugar donde nacieron su padre y su madre. Es Olga Orozco, la poeta de la voz que modeló la vida:



Aquí, frente al espejo, yo, la inevitable:

una imagen en sombras y toda la soledad

[multiplicada.



Y además, la vencedora del tiempo, porque aunque ella alguna vez encuentre esa respuesta que la deje definitivamente del otro lado, en éste, en el mundo, siempre





Diario Página 12, 17 de agosto de 1999



La maestra se fue, a toda orquesta



El año pasado, cuando ganó el Premio Juan Rulfo, la escritora vio con sorpresa cómo la alcanzaba una modesta celebridad, que no había buscado. Después, los medios la dejaron en paz y ella fue muriéndose en cámara lenta. Ayer, una corte de poetas despidió su cuerpo.



Por María Moreno



Le gustaba definir a la poesía como el intento de apremiar a Dios para que hable. Los que creen en Dios deben pensar que ella debe estar haciendo esto ahora –apremiar a Dios para que hable– y los que creen en Olga Orozco, pero no en Dios, aceptarían también esa posibilidad puesto que funde a la poeta con la poesía. Su muerte, ocurrida el domingo 15 de agosto a la noche, en el sanatorio Anchorena, y mientras estaba de la mano de aquella con quien se eligieron mutuamente como madre e hija –la poeta Andrea Gutiérrez– fue delicada pero no inmediata. Casi con la prolongación necesaria como para que Olga barajara los misterios y oportunidades del gran pasaje del que tanto había hablado como poeta.

“Creo en Dios, en la perduración del alma, pero les temo a las posibles metamorfosis que me son desconocidas. Así como se nace al mundo llorando, o alguien nos golpea para que empecemos a vivir, supongo que pasar al otro lado tiene que ser parecido”, había confiado en un reportaje aparecido en Las doce poco antes de la operación en la que debían colocarle un baypass. “Aunque tal vez sea peor. Hice muchos ensayos generales de mi propia muerte. Pero son sólo eso, ensayos. Tal vez, si tuviera una conciencia suprema del descanso podría pensar que morir es finalmente relajarse. A mí lo único que se me ocurre es la inercia, la inmovilidad después de la primera sorpresa (...) Y bueno, la inercia total es un estado bastante alarmante. Aunque espero que Dios sea más misericordioso que eso”. Las exequias también fueron discretas, mezcladas las generaciones, las estéticas, los nombres propios: Victoria Pueyrredón, Antonio Requeni, Diana Bellessi, Horacio Zabaljáuregui, Elisabeth Azcona Cranwell, Mónica Tracey, Ana Becciú, Araceli Bellota, Alicia Genovese. Mayoría de poetas, en medio del pasaje fugaz de María Kodama, que formuló declaraciones a ATC. Los poetas del grupo Ultimo Reino, sobre todo, se acercaron para las ceremonias del adiós de aquella a quien consideraban una reina, la fundadora de un linaje.

“No quisiera arrogarme en nombre del grupo la declaración de una identidad poética común con Olga. Puedo hablar de mi experiencia como uno de los editores del Fondo de Cultura Económica adonde apareció la antología Relámpagos de lo invisible. Allí, en ese libro, ella, que es la última en irse, luego de Girri, Molina y Molinari –la última de los grandes, quiero decir– exorcizaba a la muerte en todas las otras de los que la precedían”, comentó Horacio Zabaljáuregui. Luego, a través del teléfono, Susana

Villalba habló para defender a Olga Orozco de la crítica habitual de demasiado retórica:

“No ponía la estética al servicio de nada y mostró que el lujo es la verdadera rebelión, la de no renunciar a nada, ni al propio deseo, ni a toda la riqueza de las palabras, a su poder. Esa era su espada del guerrero”. Amelia Biaggioni, que había cubierto su propio halo de grandeza con una gorrita de lana, se limitó a imitar el ademán con que Olga, una semana antes, había abierto los ojos para acariciar la cabeza de la mujer que la cuidaba, gesto en donde ya se percibía –según ella– una experiencia cercana a la iluminación y a un nuevo entendimiento. “Me niego a llamar a eso alucinación”, dijo. Las expresiones “grande”, “mayor”, “no sólo de las letras argentinas, sino hispanoamericanas”, insistían

pero Ana Becciú fue precisa: “Nos imprimió una dicción en el idioma, en la poesía que al final, es lo único que queda. Ella, Molina, Girondo nos trajeron al castellano la huella de la generación del 37, la de la guerra civil española y, al mismo tiempo, junto a Mallarmé, la modernidad francesa”.

Todos recordaban su voz grave como uno podría imaginar que sería la de la Esfinge de Tebas, quizá contribuyó a eso su mazo de tarot, sus horóscopos, sus exploraciones en últimos reinos. Como le sucediera a Freud, a Masotta que fueron maestros por sus palabras, en el final casi no tenía voz. Los rituales de la muerte cerraron también sus míticos ojos verdes, el segundo de sus dones corporales que hizo que en el grupo PoesíaBuenos Aires, con el que se codeaba en su juventud, casi todos estuvieran enamorados de ella: desde Enrique Molina a Edgard Bailey pasando por Alberto Vanasco y Adolfo de Obieta.

Diana Bellessi no duda para definirla en utilizar la palabra “maestra”. “Es de particular significación para mujeres poetas porque levanta un yo incandescente, un lugar para la subjetividad en donde entran todos. No hay que olvidarse de que en la década del 70 escribió Museo salvaje en donde desmembraba su propio cuerpo de mujer. Se la acusa de hacer versos de larguísimo aliento, de exceso de retórica pero si uno mira fijo, no hay en su obra ningún adjetivo de más. Por otra parte era una mujer de una enorme generosidad, que nunca se quedó pegada al personaje ni dejó de tomarse el trabajo de

redactar cartas de recomendación, de abrir con curiosidad a cualquiera que golpeara su puerta. Yo la recuerdo, por ejemplo, durante un congreso de poesía, en un sótano adonde podía cortarse el humo, sentadita en un cajón de manzanas, con una cerveza en la mano, escuchando a los poetas jóvenes. Por eso digo ‘La maestra se fue a toda orquesta’, sobre todo en su escritura que es lo que importa. Un gran poeta es aquel que insiste en una dirección pero que también sabe desviarse y eso es lo que ella hizo en su último libro Con esta boca en este mundo, lograr una intensidad y una desnudez que eran un desvío de sus propias vías.”

Había entre la Orozco de los cuentos y de las performances orales, entre la Silvina Ocampo de las leyendas maliciosas y la Alejandra Pizarnik “prosaica” –la que escribía por ejemplo La pájara en el ojo ajeno— un humor de brujas que cultivan una salamanca privada en la que nada es sagrado. Con Alejandra, Olga jugaba a que ella poseía un Certificado de Poderes contra la Angustia y que podía ser reclamado a las tres de la mañana. Entonces le decía solemnemente a una Alejandra insomne: “Aquí estoy, Gran Sibila del Reino, para certificar que a Pizarnik jamás un pájaro negro se le posará sobre

la sombra, que las piedras se abrirán milagrosamente para dejarla pasar a las mayores luminosidades”. Era algo así como un valium administrado por el Olimpo. Se lo contó a Fernando Noy en un reportaje que apareció en Radar, el suplemento dominical de este diario.

En la entrevista con Las Doce sacó un certificado diferente del que garantizaba poderes contra la angustia, quizás el fundamental, el del poder de las palabras, a la manera de un talismán, “pero que a veces va más allá de donde debe, como una flecha que se hunde en la carne. Pasa el límite y se convierte en un poder concreto. A veces maligno”.

Porque a menudo las palabras utilizan su poder como los clowns, por medio de chascos.

Escribió, contaba, un poema a los ojos y terminó usando anteojos, sobre la sangre y le subió la glucosa, la mención de los pies le trajo luxaciones. Toda su obra parece producto de esas voces que solía escuchar en una zona paralela, que no es la de los muertos y que ella situaba como algo invisible pero capaz de emitir relámpagos, ¿habrá atribuido a esos relámpagos, su sordera? En confidencias risueñas el poeta Alejandro Ricagno profanaba al mismo tiempo a la Iglesia y a Hollywood: “Con la vejez volví a cobijarme en la Iglesia Católica pero como también me fui volviendo sorda me pasaban

cosas muy extrañas. Por ejemplo, entraba a la iglesia y veía que el cura estaba haciendo la señal de la cruz y haciendo la oración, entonces le escuchaba decir mientras me miraba: ‘Ahí viene el dentista Bruzzone’. Pero la sordera también tiene sus cosas poéticas. Por ejemplo, a mí me gustaba mucho ver películas viejas y un día me puse a ver en un canal de cable una que estaba doblada. Gary Cooper abrazaba con fuerza a una actriz, ella lo miraba con pasión y yo escuché que le decía, mirándolo a los ojos ¡Ay, como me duele la vejiga!”.

Ayer, mientras el cortejo acompañaba el féretro hacia la parcela de tierra del Jardín de Paz adonde quedó al fin, muy cerca de su marido durante 25 años, Valerio Peluffo, de haber podido cumplir su esperanza de desdoblarse para verse pasar de un mundo a otro, cómo se habría reído al ver junto a la iglesia adonde se le había dado el responso, un previsor paragüero lleno de paraguas, los dispensers de agua potable –como sillorar provocara una irrefrenable sed–, el césped corredizo y sobre todo el cartelito indicatorio “sendero de la eternidad” sobre una callecita de aproximadamente dos cuadras de

extensión. Ahora que ha pasado ya el día del estreno, luego de los ensayos generales que ella anunciaba de la propia muerte, y que quizás esté averiguando desde la fe si se trata de inercia o de sucesivas metamorfosis inquietantes, adquirida en vida la certeza de que si el pasado influye sobre el porvenir, el porvenir influye en el pasado, queda ese verso que Horacio Zabaljáuregui recordó en el regreso y que desafía al destino con un ademán de diosa última: “Yo, Olga Orozco desde el fondo de tu corazón digo a todos que muero”





Las obras y los premios



Estas son las obras de Olga Orozco: Desde lejos (1946), Las muertes (1951), Los juegos peligrosos (1962), Y el humo de tu incendio está subiendo (1973), Museo salvaje (1974), Veintinueve poemas (1975), Cantos a Berenice (1977), Obra poética (1979),Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1983), Páginas de Olga Orozco seleccionadas por la autora (1984), El revés del cielo (1987), La oscuridad es otro sol (1991), Con esta boca, en este mundo (1994), El cerco de Tamarindo (1995)

También la luz es un abismo (1995) Eclipses y fulgores (1998) y Relámpagos de lo invisible (1998). Entre otros, ganó el Premio Municipal de Poesía (1963), el Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina de Poesía (1971), el Premio Municipal de Teatro (1973), el Segundo Premio Regional Nacional de Poesía (1978), el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes (1980), el Primer Premio Nacional de Poesía (1988), el Premio Gabriela Mistral (1988) y el Premio Juan Rulfo de Literatura (1998).



La indomable y feroz memoria



Por Juan Gelman*



Este honor, esta alegría emocionada de presentar a Olga Orozco, su obra, tropieza con tres muros infranqueables. En el primero alguien ha escrito que la poesía habla por sí misma. En el segundo está escrito que la poesía habla por sí misma. En el tercero, que la poesía de Olga habla por sí misma. Entonces no la estoy presentando. Apenas la estoy acompañando, como desde hace mucho me acompaña su voz “ronca y llorada”. Por lo demás, ella misma ha advertido que la poesía “es un organismo vivo, rebelde” y que analizar su lenguaje “es atrapar a un coleóptero, a un ángel, a un dios en estado natural y salvaje y someterlo a injertos y disecciones, hasta lograr un cadáver amorfo”.

Nadie sabe qué es la poesía. Se la describe por aproximación o imagen. La poesía es lenguaje calcinado. La poesía es un árbol sin hojas que da sombra. La poesía es palabra donde aún crepitan cenizas de lo que no alcanzó a tener nombre. Olga prefiere la definición del poeta estadounidense Howard Nemerov: “La poesía es la tentativa de apremiar a Dios para que hable”. Pero Dios está mudo y ella lo apremia sin descanso.

Dylan Thomas explicó que nadie insistiría en este ardiente oficio de la poesía si no fuera en espera del milagro y se consolaba con Chesterton, para quien lo verdaderamente milagroso de los milagros es que a veces se producen. Olga busca algo más fascinante que el milagro, es decir, la materia que los hace. Por eso en su escritura no hay milagros: toda ella es milagrosa.

Me pregunto cuánta sangre viva del alma ha vertido Olga para –son sus palabras– hacer talismanes con “un indefenso corazón enamorado”, entrar en “las dos caras de los sueños”, conocer “ese color de invierno deslumbrante que nace donde mueres”, ganar “cetros de bestia en la intemperie”, comer “la almendra del misterio”, tener caras sucesivas como “un muestrario de nieblas, de terrores”, vestir “de reina, de bruja, de mendiga”, roer los duros huesos de las desapariciones, cocer “las sustancias de la

separación”, resistir “las invasiones de la oscuridad”, padecer “las comuniones del contagio, perfeccionar “penurias como dichas”, confeccionar “el lujoso inventario de todo lo imposible”, convivir con una “vocación de abismo”. La ocupación de Olga es fijar vértigos.

El “yo soy otro” de Rimbaud va más allá en el “yo soy el otro” de Nerval y aún más lejos en el “somos tantos en otros” de Olga Orozco. Su poesía -que ciertos críticos obedientes al ejercicio de etiquetar, adscribieron al neorromanticismo, o al surrealismo, o a otros ismos que vagan por ahí– es desde el inicio absolutamente única y su presencia trae la felicidad. Da nombre a seres que han de esperar siglos antes de existir.

Como un niño, la poesía busca nombrar lo que no puede. Después de tantos millones de palabras, la palabra sigue siendo tiempo que nace y que desnace para nacer otra vez. Revela la realidad velándola.

Olga nació en La Pampa, una provincia mitad verde y mitad seca del interior de la Argentina, barrida por un gran viento -.”dios excesivo, dios alucinante”– que trastorna límites de arena en el desierto y trae “pesadillas de horizonte”. Así conoció las regiones que cambian de lugar cuando se nombran: el pasado, la infancia. Olga niña preguntaba:

“¿Por qué el viento trae sólo viento?” O: “¿Me ves, mamá? ¿Estás segura de que me ves, o crees que me ves porque yo te veo y creo que me ves?”. La no agotada interrogación del mundo en Olga continúa y no obedece al principio de realidad sino al orden del deseo. Como San Juan de la Cruz, ella abrehacia el cielo “la boca del deseo, vacía de cualquier otra llenura”. Es el deseo de la falta, que Olga traba y amasa en el esplendor de sus poemas.

¿Qué hace a su escritura sino el ver lo invisible? ¿Qué persigue sino la palabra que cante lo inefable? Olga ha dicho que sus poemas se aproximan invariablemente a ese centro sin golpearlo, pero sabe que no hay centro. O que ese centro “es una unidad más vasta que el universo” y pequeña para su sed. El centro está en el revés de su sed. Olga atraviesa –dice– “confusiones desconcertantes entre la pesadilla y la vigilia”, el porvenir mirado desde atrás, las madrigueras de la oscuridad que revisa para no olvidar. La poesía –avisa– “está entretejida con la sustancia misma de la vida llevada hasta sus últimas consecuencias”: lo que es, lo que no es, lo que pudo ser y no fue. Por eso la poesía de Olga dice lo que dice y también dice lo que calla y de ese modo calla lo que dice con un silencio parecido al de la revelación. Como la de los grandes místicos, la experiencia de Olga se cumple en la escritura.

De niña Olga Orozco exigía que le firmaran certificados de residencia en el planeta Tierra. Veía fantasmas familiares. Tenía a veces “los pies tristes”. La abuela le habilitaba unicornios. Desembocaba en otros mundos aunque no se quería ir. Era miembro de la Organización de Espías de Toay, la ciudad donde nació. Con toda razón.

¿No dijo Shakespeare que los poetas son espías de Dios? Olga desarma los jamases del mundo.

Nunca se la ha visto merodear por los pasillos del poder político en busca de alguna sinecura, ni en los vericuetos de la vida literaria extendiendo la mano por un premio. No se presentó al Juan Rulfo, que un jurado sabio le acordó. Esto, que parece un rasgo de carácter, un mero dato biográfico, es un acto de escritura. “Los poetas creemos en las palabras –dice Olga– como si fueran mariposas en libertad”. Las palabras creen en los poetas, digo, cuando éstos vuelan en libertad.

La poesía de Olga es poderosa, tiene oleajes de fulgor que, al retirarse, dejan colmillos de furia y territorios sembrados de joyas. Olga conoce el dolor de la palabra hecha cuerpo. Sus palabras no cosen un vestido, suturan una herida. Ella se cita con sus pérdidas y sostiene la belleza continua.

Dice que su memoria es “indomable, ávida, feroz” y será su arma “contra las contingencias del tiempo y de la muerte”. Pero su lucidez es irreductible al solo juego del recuerdo. En Olga, la relación entre imaginación y vivencia es tan intensa que crea otra memoria, en que el sueño de la realidad se rehace como sueño de la escritura.

Olga declara que “en un arcón en llamas guarda intacto el cadáver de su inocencia”. Seguramente en otro arcón, o en una tropa de caballos color púrpura que giran en el aire, o en la danza de ollas y asadores asaltados por un capricho inocente y horroroso de un cuento galés, ella guarda su infancia intacta y viva, las piedrecitas en la mano que prueban la interrupción del mundo visible por el otro, la abuela que aparece cuando Olga se despierta en el sueño. La visión es en Olga experiencia vivida. Ve mejor con los ojos cerrados. Ve por ojos de niño. Tiene la infancia empozada y saca aguas de ella

cuando quiere.

“La poesía puede proceder fuera del tiempo .-dice Olga–, en grandes saltos respecto al tiempo”. Ella libra una guerra encarnizada contra “el escorpión del tiempo”, su “látigo que azuza”: “Hemos luchado a veces cuerpo a cuerpo./ Nos hemos disputado como fieras cada porción de amor”.Esa lucha, esa voluntad de resistir al tiempo, “violar sus estatutos”, enfrentarlo con la memoria de la realidad y la memoria de lo no sucedido todavía, ¿no es acaso la expresión más ardiente del deseo? Así, cada poema es una aventura erótica que muere en él, renace en el siguiente, y no se apaga el deseo de

alcanzar su objeto, oscuro y desconocido, un agujero que habita en la imaginación posible. Como pensaba René Char: “El poema es el amor realizado del deseo que se queda en deseo”. Esta sed es infinita.

Tal vez por eso Olga afirma que lo contrario de la vida no es la muerte, es la nada. Ella posee una “lengua insaciable que devora el idioma de la muerte en grandes llamaradas”, sabe que la muerte está llena del esplendor de los bienes extraviados, es el suelo del amor perdido, desgarrón y desnudez que tiembla. Hay en su escritura una versión lujosa de la muerte.

La incandescencia de los textos de Olga abre al lector y lo eleva al olvido de sí, al éxtasis semejante al del amor y la experiencia mística. Es una poesía de “sangre ilimitada, sangre de abrazo, sangre de colmena”, ella dice. Es una poesía en estado de vigilia permanente y muestra que la esperanza se ensancha cuando duda y el ser conoce la errancia y los exilios. Es una poesía que no admite el consuelo de la razón y se convierte así en consuelo del amor. De tanto laberinto recorrido Olga ha visto que “la belleza nos ciñe en su trama y nos rehace”. Su poesía nos transforma, se hace uno, el otro, los demás.Olga se ha preguntado si Dios no se perfecciona acaso en todos y cada uno de nosotros. No estoy seguro de eso. En cambio sé que en Olga ocurre exactamente eso: en ella Dios se perfecciona.* Este texto fue escrito por el autor para la presentación de Olga Orozco, cuando en noviembre pasado, en Guadalajara, le entregaron el premio Juan Rulfo de Literatura. Esta es la primera vez que se publica completo.







Mujer en su ventana



Olga Orozco, 1991



Ella está sumergida en su ventana

contemplando las brasas del anochecer, posible todavía.

Todo fue consumado en su destino, definitivamente

inalterable desde ahora

como el mar en un cuadro,

y sin embargo el cielo continúa pasando con sus

angelicales procesiones.

Ningún pato salvaje interrumpió su vuelo hacia el oeste;

allá lejos seguirán floreciendo los ciruelos, blancos, como

si nada,

y alguien en cualquier parte levantará su casa

sobre el polvo y el humo de otra casa.

Inhóspito este mundo.

Aspero este lugar de nunca más.

Por una fisura del corazón sale un pájaro negro y es la

noche.

–¿O acaso será un dios que cae agonizando sobre el

mundo?

Pero nadie lo ha visto, nadie sabe,

ni el que va creyendo que los lazos rotos nacen

preciosas alas,

los instantáneos nudos del azar, la inmortal aventura,

aunque cada pisada clausure con un sello todos los

paraísos prometidos.

Ella oyó en cada paso la condena.

Y ahora ya no es más que una remota, inmóvil mujer en

su ventana,

la simple arquitectura de la sombra asilada en su piel,

como si alguna vez una frontera, un muro, un silencio,

un adiós,

hubieran sido el verdadero límite,

el abismo final entre una mujer y un hombre.







ALGUNOS POEMAS QUE ROZAN LA MUERTE



OLGA OROZCO

(de Las muertes, 1952)



Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.

Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,

el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,

la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,

y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.

Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.

De mi estadía quedan las magias y los ritos,

unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,

la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,

y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.

Lo demás aún se cumple en el olvido,

aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí

igual que en un espejo de sonrientes praderas,

y a la que tu verás extrañamente ajena:

mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.

Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,

en un último instante fulmíneo como el rayo,

no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada

entre los remolinos de tu corazón.

No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.

No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.

Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte

porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura

que los cambiantes sueños,

allá, donde escribimos la sentencia:

"Ellos han muerto ya.

Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.

Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento".











Homenaje a Alejandra Pizarnik por Olga Orozco



"PAVANA PARA UNA INFANTA DIFUNTA"





PAVANA DEL HOY PARA UNA INFANTA DIFUNTA QUE AMO Y LLORO

A Alejandra Pizarnik



Pequeña centinela,

caes una vez más por la ranura de la noche

sin más armas que los ojos abiertos y el terror

contra los invasores insolubles en el papel en blanco.

Ellos eran legión.

Legión encarnizada era su nombre

y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta el último hilván,

arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada.

El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo.

El que los abre traza las fronteras y permanece a la intemperie.

El que pisa la raya no encuentra su lugar.

Insomnios como túneles para probar la inconsistencia de toda realidad;

noches y noches perforadas por una sola bala que te incrusta en lo

oscuro,

y el mismo ensayo de reconocerte al despertar en la memoria de la

muerte:

esa perversa tentación,

ese ángel adorable con hocico de cerdo.

¿Quién habló de conjuros para contrarrestar la herida del propio

nacimiento?

¿Quién habló de sobornos para los emisarios del propio porvenir?

Sólo había un jardín: en el fondo de todo hay un jardín

donde se abre la flor azul del sueño de Novalis.

Flor cruel, flor vampira,

más alevosa que la trampa oculta en la felpa del muro

y que jamás se alcanza sin dejar la cabeza o el resto de la sangre en el

umbral.

Pero tú te inclinabas igual para cortarla donde no hacías pie,

abismos hacia adentro.

Intentabas trocarla por la criatura hambrienta que te deshabitaba.

Erigías pequeños castillos devoradores en su honor;

te vestías de plumas desprendidas de la hoguera de todo posible paraíso;

amaestrabas animalitos peligrosos para roer los puentes de la salvación;

te perdías igual que la mendiga en el delirio de los lobos;

te probabas lenguajes como ácidos, como tentáculos,

como lazos en manos del estrangulador.

¡Ah los estragos de la poesía cortándote las venas con el filo del alba,

y esos labios exangües sorbiendo los venenos de la inanidad de la

palabra!

Y de pronto no hay más.

Se rompieron los frascos.

Se astillaron las luces y los lápices.

Se degarró el papel con la desgarradura que te desliza en otro

laberinto.

Todas las puertas son para salir.

Ya todo es el revés de los espejos.

Pequeña pasajera,

sola con tu alcancía de visiones

y el mismo insoportable desamparo debajo de los pies:

sin duda estás clamando por pasar con tus voces de ahogada,

sin duda te detiene tu propia inmensa sombra que aún te sobrevuela en

busca de otra,

o tiemblas frente a un insecto que cubre con sus membranas todo el caos,

o te adrementa el mar que cabe desde tu lado en esta lágrima.

Pero otra vez te digo,

ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un

manto:

en el fondo de todo jardín hay un jardín.

Ahí está tu jardín,

Talita cumi.