La Navidad, Joseph Brodsky


Joseph Brodsky (San Petersburgo, 1940-1996) forma, junto con Ana Ahmátova y Marina Svetáieva, a quienes mencionó en su discurso de recepción del Premio Nobel de la literatura en 1987, la trilogía de poetas rusos más importantes del siglo veinte. Brodsky abandonó sus estudios escolares a los quince años para desempeñar diversos oficios, aprender lenguas y escribir sus primeros poemas. Sus actividades literarias no fueron bien vistas por el régimen soviético el que, en 1963, lo sentenció a cinco años de trabajos forzados acusándolo de “parasitismo social”. Brodsky, gracias a la intervención de Ana Ahmátova, Dimitri Shostakóvich y otros artistas célebres, sólo cumplió uno y medio de condena en la penitenciaría de Arjanguelsk, a orillas del río Dvina, en el helado norte ruso.


Él mismo cuenta que en una dacha de Komarovo, donde convivió un tiempo con su amigo Aksel Berg, contemplaba a diario una página tomada de una revista polaca que había pegado sobre su estufa de cerámica. El recorte representaba la adoración de los magos y fue el origen de sus poemas de Navidad, de los que se propuso escribir uno cada año como “una especie de felicitación de cumpleaños”, según confiesa en la entrevista concedida a Peter Vail.

Lo que conmovía, e incluso “agobiaba” al poeta ruso era el peso de esa fecha, 25 de diciembre, en el cómputo de la vida humana. El hecho de que el nacimiento de un ser pudiera dividir la historia en dos mitades, que la categoría “antes de cristo” abarcara no sólo a César Augusto y a todos sus antepasados sino también a las diferentes edades Geológicas remontándose hasta el principio del tiempo. Del mismo modo, la clasificación “después de Cristo” incluye no nada más los dos mil años transcurridos hasta nuestros días, sino todos lo que restan por venir.

Exiliado desde 1972, Brodsky emigró a Estados Unidos donde estuvo dando clases de literatura en el Mount Holyoke college de Nueva York. Con su primer sueldo se pagó un viaje a Venecia, ciudad de la que se enamoró y a la que, a partir de entonces, regresaría todos los años. Muchos de sus poemas de Navidad fueron escritos y están situados ahí, y ahí, por voluntad propia, descansan sus restos desde el día de su muerte, acaecida en 1996.

Mucho de la magia de estos poemas, en versos pareados imitando las rimas del folklore popular, se pierde forzosamente en las traducciones de Svetlana Maliavina y Juan José Herrera de la Muela. El espíritu, sin embargo, está en ellos y, como decía el propio Brodsky, “un gran poeta nos hace hablar siempre una lengua distinta”

_____

24 DE DICIEMBRE DE 1989







Imagina, encendiendo una cerilla, aquella noche en la cueva:


utiliza para sentir el frío de las grietas del suelo;


para sentir el hambre, la vajilla apilada,


y el desierto… el desierto está en todas partes.






Imagina, encendiendo la cerilla, aquella medianoche en la cueva:


el fuego, las sombras de los animales o de las cosas,


e imagina, con tu cara confundida en los pliegues de la toalla,


a María, a José, y el hatillo con el niño.






Imagina a tres reyes, la procesión de sus caravanas


hacia el portal; o mejor, tres rayos que alcanzan


la estrella, el crujido de su carga, el sonido de las campanillas


(en el azul espeso, el Niño aún no cuenta






con el eco de una gran campana).


Imagina que el Señor en el Hijo del Hombre por vez primera


se reconoce a Sí mismo, a una distancia remota, en las tinieblas:


un vagabundo en otro vagabundo.






24 DE DICIEMBRE DE 1986






Cae la nieve dejando al mundo reducido.


En esta época, se dan el desenfreno, los Pinkerton,


y te descubre a ti mismo, de cualquier manera,


la huella impresa en ella con descuido.


Esos hallazgos no exigen tributo.


Silencio por todo el barrio.


¡Cuánta luz se metió en ese trozo de estrella


al llegar la noche! Tanta como fugitivos en una balsa.


No te ciegues, ¡mira! Tú también eres huérfano,


desarraigado, canalla, estás fuera de la ley;


no busques, porque nada tienes. De tu boca,


Como de un dragón, salen bocanadas de humo.


Mejor será que reces en voz alta, como un segundo nazareno,


por los reyes sin reino que vagan con sus presentes


en ambos confines de la tierra,


y por todos los niños en sus cunas.






24 DE DICIEMBRE DE 1971






En Navidad todos somos un poco Reyes Magos.


Empujones y barro en los abastos.


Por una caja de turrón de café,


gente cargada con montones de paquetes


emprende el asedio del mostrador:


cada cual hace de Rey y de camello.






Cestas, bolsas, paquetes, envoltorios,


corbatas torcidas, gorros.


Olor a vodka, a pino a bacalao,


a mandarinas, a canela y a manzanas.


Un caos de caras y no se ve, entre la nieve,


el camino que lleva a Belén.






Y los portadores de estos modestos presentes


saltan a los transportes, se abalanzan sobre las puertas,


desaparecen en los huecos de los patios,


sabiendo incluso que el portal está vacío:


no hay animales, ni pesebre, ni Aquélla


sobre quien brilla un nimbo dorado.






El vacío es absoluto. Pero sólo al pensar en ella,


ves de pronto una luz que viene de quién sabe dónde.


Si Herodes supiese que, por más riguroso que fuera,


el milagro sería tanto más cierto, inevitable…


En el rigor de esa ley está


el mecanismo clave de la Navidad.






Y lo que se festeja ahora por todas partes


es Su Advenimiento, que pone juntas


todas las mesas. Aún, quizás, no necesiten la estrella:


aunque la buena voluntad de los hombres


se distingue de lejos,


y los pastores encendieron hogueras.






Cae la nieve. No echan humo sino suenan las trompetas


de las chimeneas en los tejados. Y las caras son manchas.


Herodes bebe. Las mujeres esconden a los chicos.


¿Quién se aproxima? –nadie lo sabe:


ignoramos cual es su señal, y los corazones


puede que no reconozcan al forastero.






Pero, cuando en el umbral el aire disuelve


la espesa niebla nocturna


y surge la figura con su manto,


al Niño y al Espíritu Santo,


los sientes dentro de ti sin avergonzarte;


miras al cielo y ves la estrella.






PRESEPIO


(24 de diciembre de 1991)






El Niño, María, José, los Reyes,


los pastores envueltos en las pieles,


animales, camellos, sus guías…


Todo convertido en figuritas de arcilla.






Sobre la nieve de algodón, rociada de purpurina,


arde la hoguera. Y apetece tocar con el dedo


el papel de plata de la estrella; con los cinco mejor


como entonces lo quiso el Niño de Belén.






Entonces en Belén todo era más grande; pero la arcilla,


con el baño de plata por encima


y el algodón esparcido alrededor,


gustaba hacer el papel de lo que había desaparecido.






Ahora eres más grande que todos ellos. Tú,


como un transeúnte a medianoche, desde inalcanzable altura,


te asomas a la ventana del cuartucho-,


y contemplas desde el espacio estas pequeñas figuras.






Allí la vida sigue igual, igual que unos disminuyen


con los siglos en su volumen,


y otros crecen –como ocurrió contigo- .


Allí luchan con copos de nieve las figuritas,


y la más pequeña prueba el pecho.


Y uno tiende a cerrar los ojos, o… a abreviar el trecho


que le separa de otra galaxia, donde tú desprendías


luz en un sórdido desierto –como en las arenas de Palestina.