Han pasado cincuenta años desde que murió José Vasconcelos y su figura parece remotísima: la Atlántida misma poblada de titanes rojos transformados en latinoamericanos, de sabios pitagóricos en su faceta de revolucionarios, de educadores predicando entre infieles. Y sin embargo, si se medita un rato, no ha sido un mal medio siglo de posteridad para Vasconcelos. El agrio horror que provocó durante sus últimos veinte años, aquellos en que respaldó todas y cada una de las causas de la Reacción, compensó el fasto apostólico y la admiración desmedidas que suscitó, entre la progresía planetaria, durante sus años dorados de educador continental y de democráta defraudado.
Pasada la delicada operación que hubo de llevar a buen puerto el antiguo régimen de la Revolución Mexicana para embalsamar al prohombre sin tocar la costra mal cicatrizada, sobre Vasconcelos cayó un olvido suspicaz. Muerto, se convirtió en una polvorienta osamenta en el armario. Cuenta Claude Fell, el filólogo francés tan eficaz en la recuperación de la obra pública y literaria de Vasconcelos, que preguntar por él, en el México de los años sesenta, era exponerse al silencio incómodo, a las malas caras hipócritas y evasivas. Era, dice Fell, la mala conciencia de México. Pese a los símiles superficiales, ninguna época menos vasconceliana que el 68 y la década de los setentas, período empeñado en una secularización ajena del todo al misticismo mestizo y mesiánico del primer Vasconcelos y al catolicismo ultramontano del viejo Vasconcelos.
La recuperación de Vasconcelos empezó con el centenario de su nacimiento, en 1982 y fue una empresa universitaria: la UNAM festejaba al Vasconcelos puro, al rector que había inventado, en 1921, la Secretaría de Educación Pública, autocoronándose como educador de la nación. Mientras tanto, la incomodidad producida por Vasconcelos en el mundo oficial era la suficiente para que el entonces presidente de México, un jurisconsulto soñador muy sensible a la declamación de la Raza Cósmica, no se atreviera a hacerle un homenaje nacional en toda la regla, aunque meditase en los enigmas del filósofo mientras decidía qué tanto podía demolerse del centro colonial de la ciudad de México para dar paso al recién emergido Templo Mayor.
Siguió la recuperación crítica, literaria e historiográfica. Lectores de Cioran, de Edmund Wilson y de Leon Edel, escritores como José Joaquín Blanco (con Se llamaba Vasconcelos, 1977) y Enrique Krauze, con sus ensayos sobre Vasconcelos publicados en Vuelta a principios de los ochenta, revelaron un personaje fascinante colmando un capítulo entero de la historia de las ideas en Occidente (y en Oriente, pues Vasconcelos, en ese punto heredero del modernismo, mira al este y al oeste). Se publicaron, también, estudios históricos como el de John Skirius, sobre las elecciones de 1929 o la biografía escrita por Alfonso Taracena, uno de los últimos vasconcelistas en rendir su testimonio. En 1982, el Fondo de Cultura Económica reeditó las Memorias, recuperando el texto original que Vasconcelos mismo, y un par de amigos censores, habían expurgado, orgulloso de hacer pública su expiación, poco antes de morir. Al director del FCE, el poeta Jaime García Terrés, que había escrito un inmisericorde denuesto de Vasconcelos a la hora de su muerte, le supo mal, según contaba con toda honradez, reeditar su tetralogía autobiográfica: Ulises Criollo, La tormenta, El desastre, El proconsulado. Quizá ya sea hora de publicar las abandonadas memorias de la vejez, que como La flama, han sido tenidas por impublicables, indignas de una edición que las restaure.
La herencia política de Vasconcelos como candidato democrático vencido en 1929 por un régimen de partido de Estado hizo sus primeras armas defraudándolo, debería haberse actualizado ante el deterioro electoral del PRI y la victoria, en el año 2000 del candidato del PAN. Pero se presentaron, entonces, ironías típicamente históricas: para la izquierda, derrotada de mala manera en 1988 y reunida en torno de Cuauhtémoc Cárdenas, pesó más el recuerdo del anticardenismo belicoso de Vasconcelos –quien llegó a buscar la alianza del diablo (Plutarco Elías Calles) para conspirar contra el general Cárdenas– que la victimización vasconcelista. En la faramalla del iletrado “presidente legítimo” de 2006 se escucharon, en cambio, algunos ecos del Vasconcelos despojado. Tampoco al PAN en el gobierno, pese a algunos flirteos retóricos, le interesó gran cosa buscarse en Vasconcelos, cuyo viaje a la extrema derecha se cruzó con el dilatado desplazamiento de los panistas hacia el centro. La alternancia democrática volvió ineficaz recurrir, al menos en voz alta, a la leyenda de la Revolución Mexicana. Y un Vasconcelos, políticamente, también se volvió, por fortuna, historia.
Se dice ahora que la Revolución Mexicana nunca existió, que fue inventada. Si así fue, debe decirse que uno de sus principales inventores fue Vasconcelos. En el terreno de los símbolos y en la esfera de los mitos, Vasconcelos ganó al trastocar por completo la percepción de que la guerra civil ocurrida entre los asesinatos de Madero y Carranza había sido sólo una gran matanza apenas justificada por la hechura de una Constitución delirante. Presentó Vasconcelos a la Revolución Mexicana como el origen de un Estado civilizador, capaz de educar a sus ciudadanos e interesado en plasmar su historia en las paredes de los edificios públicos. Un Estado que se obligaba a imprimir libros de Homero y Tolstói, y a distribuirlos. Si Vasconcelos hizo eso, sólo por ello, debe ser recordado con asombro. Intelectual e idealista práctico, rara combinación, fue Vasconcelos –lo ha dicho medio mundo: de Luis Cardoza y Aragón a Octavio Paz– el mexicano más genial de la primera mitad del siglo XX.
A la figura del civilizador se suma la del escritor que odiaba la literatura, el autor de Ulises criollo, novela y no-novela, autobiografía e iluminación, egolatría y desprendimiento. Al revisar una de las joyas de la erudición mexicanista, la edición crítica que Fell hizo de Ulises criollo (2000) y leer el abultado expediente que muestra la unanimidad en la admiración con la que el libro fue recibido, en 1935, por amigos y enemigos, no queda mayor duda: en el caso de Vasconcelos, a la riqueza profética del personaje la completa cierto genio literario, natural, espontáneo.
Fue demasiado humano Vasconcelos, el filósofo fracasado y el seductor tenido por erotómano, para permitirse una posteridad de prohombre forjado en bronce. Al hablar de Vasconcelos es difícil no incurrir en la demagogia, el florilegio sentimental, la elegía apasionada –como tituló Carlos Pellicer el poema en su honor–, la imitación estilística, la cháchara retórica, la falacia patética. Pero basta leerlo para aborrecerlo y adorarlo en igual medida. Durante medio siglo, a ningún lector sensible lo ha dejado indiferente.