Lo «poético» en Antonio Machado y Walter Benjamin
Existe una gran cantidad de paralelismos biográficos en la historia. Uno de ellos es el registrado entre dos grandísimos escritores, Walter Benjamin [1] y Antonio Machado [2]. Uno y otro reflejan en un intimismo dolorido una existencia solitaria, «arrinconada», casi marginal. Ambos fueron un tanto «desaprovechados» en su labor intelectual (sobre todo Benjamin), en el sentido de no haber accedido plenamente a los «núcleos duros» de la vida cultural de sus países. Y ambos —ejemplos de honestidad insobornable— tuvieron que marchar exiliados a Francia huyendo del fascismo, y morir en sendos pueblecitos cercanos a la frontera con España en fechas muy próximas (tras un largo y doloroso exilio en el que, para que no falten paralelismos, uno y otro tuvieron que desembarazarse de casi todos sus enseres para poder conservar una maleta con sus escritos).
Puede afirmarse con total seguridad que ninguno de los dos autores llegó a conocer la obra del otro. Pero ello no evita que la atmósfera espiritual que ambos respiraron —generada por el desarrollo de los postulados de la filosofía del idealismo alemán— fuese la misma. Ahora bien, hay que evitar malentendidos. No se trata de una única influencia irresistible y «necesaria», ya que estamos hablando de una época en la que ese idealismo hubo de convivir con tendencias realmente amenazantes para su supervivencia, esto es, por un lado, unos totalitarismos crecientemente arrastrados por el espejismo de la «acción directa», y por otro, una democracia burguesa cada vez más hipócrita y vacía. En este sentido, el idealismo «alemán» viene a conservar una perspectiva moral que le permite enjuiciar críticamente la realidad social imperante, aunque —eso sí— al precio de mantener una importante inactualidad que le condena a ejercer una influencia sobre los hechos sociales prácticamente nula o extraordinariamente mediatizada.
Como acaba de decirse, la atmósfera idealista que respiraron tanto Walter Benjamin como Antonio Machado no fue una atmósfera fatalmente aceptada, sino problemática y conscientemente asumida. Y una de las múltiples determinaciones albergadas en tal asunción reside en una cuestión filosófica por excelencia, la cuestión de la verdad. Y, como también acaba de apuntarse, la atmósfera idealista ha de desarrollarse, en este caso, a pesar de los dos obstáculos más complicados que se erigen contra la verdad. Por una parte, la verdad como mera adecuación positivista a los hechos existentes (lo que, leído en clave social, viene a suponer que la «verdad» coincide con la suma de las voluntades humanas tomadas como hechos sociales). Por otra parte, la pura y simple aniquilación de la verdad por el absoluto predominio teórico de la estructura de «bucle» por medio de la cual hay tantas verdades (núcleos de conexión entre presupuestos y conclusiones) como individuos (lo que trae como consecuencia que la manera de dirimir los conflictos no pueda ya tener nada que ver con la práctica del diálogo ni de la mediación racional). Allí, la democracia burguesa. Aquí, el irracionalismo de la «acción directa». Pero debajo de aquélla y de éste, un denominador común: la negación absoluta y tajante de cualquier posibilidad de que un pensamiento honrado sea capaz de establecer algo así como unas cuantas verdades morales no sólo enfrentadas a los hechos, sino también encargadas de sobreponerse al capricho y al interés individuales dictando unas pautas de conducta universal.
En este sentido, con todo lo problemático que resulta el idealismo defendido por Benjamin y Machado, la intuición misma de «verdad moral» viene a reflejar aquel plano conceptual a medias conquistado (¡y a qué precio!) encargado de gobernar la percepción de la realidad. Por decirlo de otra manera, el idealismo consiste en ver la realidad a través de un puñado de verdades morales que hacen posible juzgarla, criticarla y transformarla. Sobran ejemplos en los autores que estamos estudiando. Por ceñirnos a uno sólo, podemos leer en Antonio Machado:
¿Cuál es la verdad? ¿El río,
que fluye y pasa,
donde el barco y el barquero
son también ondas del agua?
¿O este soñar del marino
siempre con ribera y ancla? [3]
Por su parte, en un artículo de juventud titulado «Experiencia», escribe Benjamin:
¿Nos animáis para la grandeza, para la novedad, para el futuro? No, nada de eso. Eso es inexperimentable. Pero si el sentido, la verdad, la bondad y la belleza se fundamentan en sí mismos, ¿para qué queremos la experiencia? Y aquí se encuentra la clave. Como los adultos jamás elevan los ojos hacia la grandeza y la plenitud de sentido, su experiencia se convierte en el evangelio de los filisteos y les hace portavoces de la trivialidad de la vida. Los adultos no conciben que haya algo más allá de la experiencia; que existan valores a los que nosotros nos entregamos. ¿Por qué la vida resulta para los filisteos algo desconsolador y sin sentido? Porque sólo conocen la experiencia, porque ellos mismos son seres sin espíritu ni esperanza y porque sólo mantienen relaciones internas con lo rutinario, con lo eternamente vuelto al pasado. Pero nosotros conocemos algo distinto, que ninguna experiencia nos ofrece: que existe la verdad aunque todo lo pensado hasta ahora sea un error; que la honradez debe mantenerse por mucho que hasta hoy nadie haya sido honrado. Esta voluntad no puede sernos arrebatada por ninguna experiencia [4].
Pues bien, hacer de este planteamiento ético un ideal estético es lo que define mejor la concepción de «lo poético» en ambos autores. Los desarrollos conceptuales de uno y otro no son estrictamente idénticos, pero, como vamos a tener ocasión de comprobar, coinciden en lo más esencial. Empecemos por Benjamin.
Benjamin y la tarea poética. Hölderlin como el poeta
Escritos en la época juvenil más efervescente de Benjamin, sus «Dos poemas de Friedrich Hölderlin» datan de 1914 [5]. Se trata de la entusiasta recepción de una poesía que, como la de Hölderlin, viene a reflejar con enorme precisión la presencia de unos presupuestos éticos y estéticos claramente influenciados por el pensamiento de Kant y Fichte. En este sentido, la lejana presencia de san Agustín no tarda en aparecer en versos como éstos:
¡Bella vida! Yaces enferma y mi corazón
cansado está ya de llorar. Y ya aparece en mí el temor.
¡Sin embargo, sin embargo no puedo creer que mueras
mientras estás amando!
Como podemos observar, el motto hölderliano no es otro que aquel idealismo de heroicas raíces fichteanas y firme voluntad de ejercer su influencia en la conducta terrenal. En la cercana hora de la muerte, al poeta no le preocupan ni la salvación —en sentido estricto— ni la presencia o ausencia de Dios, sino la posibilidad de amar y su vinculación a una metafórica inmortalidad. De ahí la poderosa presencia de la voluntad como opuesta a los hechos (voluntad que sólo desaparece con la muerte física del sujeto) y que éste sea justamente el aspecto retenido y desarrollado por Benjamin. Pues es precisamente aquí donde viene a hacer acto de presencia la noción de «lo poético». ¿En qué consiste esta noción?
Para empezar a contestar podemos partir de un ejemplo. Instalémonos en el poema «Babi Yar» del poeta ruso Yevgueni Yevtushenko [6]. Sus últimos versos dicen así:
Soy
cada uno de los viejos que aquí ametrallaron.
Soy
cada uno de los niños que aquí ametrallaron.
Todo mi ser lo recordará.
...
No corre por mis venas sangre hebrea,
pero el odio enconado de todos los antisemitas
sufro
como si fuera judío.
Por eso soy un verdadero ruso.
¿Qué significado llega a tener aquí la expresión «un verdadero ruso»? Se trata, desde luego, de una expresión necesitada de una lectura ética. En este sentido, «verdadero ruso» es equivalente a «una forma rusa de ser verdadero», o sea, de ser universal. Lo que nos lleva a la determinación decisiva: una forma rusa de ser hombre. Entre «ruso» y «humano» viene a establecerse una tensión que presta a la primera expresión del poeta un indudable encanto estético, pues un «verdadero ruso» nos transporta a «un verdadero hombre sólo aparente y contingentemente ruso», o para concluir, a «un ruso que, si lo es verdaderamente, supera su ser ruso».
En este movimiento invisible entre las diversas determinaciones que constituyen la expresión «un verdadero ruso» (que tanto recuerda a la afirmación de Dostoievski de que el ruso alberga en su pecho todo el dolor de la humanidad), viene a cristalizar la noción benjaminiana de «poético». Lo poético es, por lo tanto, el cumplimiento de una esencia infinita en el espacio finito de una expresión concreta. En «verdadero ruso» la forma visible («ruso») queda expresada y a la vez amenazada por el contenido invisible («verdadero»), que la arrastra, aunque sea por medio de un esbozo, hacia la idea de humanidad emboscada en él. Un verdadero ruso no es, pues, simplemente un ruso, sino un ruso que muestra en su interior el esbozo de lo humano como «más allá de lo ruso», de un modo muy parecido a lo que afirma nuestro Antonio Machado de que un andaluz andalucista es un español de segunda y un andaluz de tercera [7].
Lo poético, al lograr plasmar el tránsito de la forma expresada al contenido esbozado, viene a reflejar una «verdad» muy diferente —en realidad contrapuesta— a lo empíricamente localizable. Por eso despierta emoción: porque la expresión poética nos sitúa justamente en el trance hacia un elemento esencial esbozado y perpetuamente inaccesible. En el caso de Hölderlin, Benjamin cifra dicho esencial en elementos como «pueblo», «lengua», «patria», los cuales, por lo que respecta a la relación entre forma y contenido, no pueden dejar de resultar ambiguos y, en esa misma medida, emocionantes. Pueblo, lengua y patria son los estrechos corsés por entre los cuales se vislumbra una humanidad ideal, siempre lejana y siempre inaccesible. No hay en el Hölderlin de Benjamin posibilidad alguna de aquietamiento espiritual por medio de un fraudulento ajuste del contenido a la forma [8].
La interpretación benjaminiana de la poesía de Hölderlin viene a apoyarse sobre una especie de estructura a priori encargada de definir la grandeza espiritual propuesta por el poeta en la realización de su obra. En este sentido, cabría hablar de la honradez del autor como de un criterio ético-estético imprescindible a la hora de valorar su poesía. Es evidente que con ello nos encontraríamos inmersos en una atmósfera espiritual que hoy día nos puede resultar un tanto extraña. Escuchemos a Walter Benjamin:
Hay que descubrir la tarea poética propia como presupuesto para una valoración del poema. No puede establecerse una valoración posterior de cómo ha resuelto el poeta dicha tarea, pues son precisamente la seriedad y la grandeza de ésta lo que determina su valor, hasta el punto de poder ser consideradas incluso por encima del poema. También ha de entenderse que tal tarea es previa a la poesía en el sentido de representar la estructura intelectual-intuitiva -subrayado, W. B- del mundo puesta de manifiesto por el poema. Esta tarea poética, este presupuesto, debe entenderse como el fundamento último captable por el análisis. Aquí no se va a intentar averiguar nada sobre los antecedentes de la creación lírica ni sobre la personalidad o la cosmovisión del creador, sino solamente sobre aquella esfera concreta en la que se hallan la tarea poética del poema y sus presupuestos. Esta esfera es, a la vez, objeto y resultado de la investigación. Ya no se puede confundir ésta con el poema como tal. Esta esfera, que adopta una forma específica para cada poema, ha de entenderse justamente como lo poético. En ella ha de contenerse aquel espacio propio donde se encuentra la verdad del poema [9].
Mas todo esto sólo atañe a la forma abstracta del poema. ¿No es posible proponer algo en el orden del contenido para poder al menos determinar con respecto a qué debe medirse el grado de honradez y de grandeza conseguido por el poeta? En nuestros días esto resulta extraño, pues la separación de forma y contenido (y hablamos aquí del contenido moral) hace posible una consideración inmanente del texto hasta el extremo de considerar que su «verdad» viene a encontrarse exclusivamente en el estilo del poeta, es decir, en la positivización de lo ya escrito, perdiéndose con ello de vista una determinación decisiva, a saber, la tensión entre lo que ha sido escrito y lo que debería haber sido escrito, o sea, el grado de obtención —o de malogración— por parte del texto escrito de aquellos dos aspectos que definen lo absolutamente esencial humano, la posición del hombre en el universo (¿para qué estamos aquí?) y su misión en él (¿qué debemos hacer?) [10]. Ahora bien, se debe entender muy bien esto. La elaboración estética no es entonces un simple aditamento inútil, algo así como una voluta barroca, sino todo un logro capaz de hacer del contenido algo emocionante. Sólo quien toma la forma como algo postizo, como simple «estilo», cree poder sustituir ventajosamente la labor poética por un mero «ejercicio» mecánico de estilo, o bien, por el contrario, cree poder prescindir de todo estilo y acercarse a la poesía de un modo inmediato y «sincero». Benjamin deja bien claro que no hay tal:
Las obras de arte más endebles se vinculan a un sentimiento inmediato de la vida, mientras que las más sólidas, siguiendo su propia verdad, se conectan con una esfera ligada a lo mítico. Ahí surge lo poético. Se podría decir que la vida es, en general, lo poético de la poesía. Sin embargo, cuanto más inmediatamente intente el poeta introducir la unidad de la vida en la unidad del arte, tanto más ignorante demuestra ser por mucho que esta ignorancia se presente bajo formas tales como «sentimiento inmediato de la vida», «buen corazón», etc. En el significativo ejemplo de Hölderlin se ve con enorme claridad cómo lo poético ofrece la posibilidad de un enjuiciamiento de la obra poética a través de la cohesión y la grandeza alcanzadas por sus elementos [11].
Lo poético no designa, por lo tanto, un estado de cosas, sino un concepto-límite, una suerte de tarea inacabable que unifica forma y contenido solamente en el horizonte:
El descubrimiento de lo puramente poético, de la tarea poética absoluta, ha de permanecer… como un objetivo ideal, puramente metodológico. Si lo poético dejara de ser un concepto-límite sería vida o poesía [12].
Obsérvese que la crítica benjaminiana a la pretendida poesía «sincera» viene a ocupar un espacio simétricamente contrapuesto —pero perfectamente equivalente en cuanto a la intención— a aquel que ocupa la crítica de Machado a la poesía barroca, que intenta soslayar el problema del tiempo utilizando términos intemporales. Benjamin critica la pobreza poética de la poesía «sincera» al igual que Machado crítica la pobreza intuitiva de la poesía barroca. La crítica recae en ambos casos sobre un empobrecimiento de la «verdad poética» tomada ésta como resultado de la síntesis entre forma y contenido, esto es, entre vida moral (más allá de la vida biológica, empírica) y perfección estética. Benjamin critica la ausencia de verdadera poesía. Machado, la ausencia de verdadera vida [13].
Ahora bien, en otro orden de cosas, nada de cuanto se lleva dicho poseería verdadera trascendencia si no hiciese posible una traducción de la emoción poética en términos de conducta moral y social. Aquí es donde puede verse con enorme claridad que la naturaleza ética del obrar poético —algo que, como ya se ha apuntado, resulta extraño en nuestros días— se encarga de reflejar la traducción social de sus contenidos morales. En este sentido, y considerando el asunto exclusivamente bajo este punto de vista, la verdadera poesía, lo poético que hay en ella, no es ya sólo la expresión finita de un anhelo infinito, sino también la exhortación a adoptar una conducta revolucionaria capaz de transformar el mundo acercándolo —claro que sin llegar definitivamente— a la idea de humanidad. En esta liberación de potencialidades viene a hacer su aparición la conexión del poeta con el pueblo (tomado en su naturaleza estrictamente ideal, como el conjunto de seres humanos injustamente despojados de sus derechos). Tal conexión consigue transmutar los valores empíricos de «pueblo» y «poeta» insertándolos en un círculo superior y mágico, lo que es tanto como decir en un destino espiritual:
La actividad del poeta se determina en el mundo vivo («somos buenos para algo» -en expresión de Hölderlin-), pero también este mundo resulta determinado por la esencia del poeta. El pueblo existe como signo y escritura del infinito desplegarse del destino, [que no es otro que] el canto. Y como símbolo del canto el pueblo resulta ser el encargado de vivificar el cosmos de Hölderlin. Lo mismo se puede ver en la transformación operada en expresiones como «poetas del pueblo» o «lengua del pueblo». La condición previa de esta poesía no es otra que convertir las figuras extraídas de una vidas «neutras» en elementos de un orden mítico [14].
Desde luego que la noción machadiana de lo «poético» viene a coincidir plenamente, por vía de su pertenencia a la atmósfera gobernada por los presupuestos del idealismo alemán y de la poesía heroica alemana, con esta afirmación de Benjamin. Por ello, hablando de la sensibilidad, escribe Antonio Machado:
El corazón del poeta, tan rico en sonoridades, es casi un insulto a la afonía cordial de la masa, esclavizada por el trabajo mecánico. La poesía lírica se engendra siempre en la zona central de nuestra psique, que es la del sentimiento; no hay lírica que no sea sentimental. Pero el sentimiento ha de tener tanto de individual como de genérico, porque aunque no existe un corazón en general, que sienta por todos, sino que cada hombre lleva el suyo y siente con él, todo sentimiento se orienta hacia valores universales, o que pretenden serlo. […] En suma, no hay sentimiento verdadero sin simpatía, el mero pathos no ejerce función cordial alguna, ni tampoco estética. Un corazón solitario —ha dicho no sé quién, acaso Pero Grullo— no es un corazón; porque nadie siente si no es capaz de sentir con otro, con otros… ¿por qué no con todos? [15].
Ello viene a situarnos ante la obra poética de Machado y permite que nos formulemos la pregunta esencial en torno a la cual gira el planteamiento metodológico que se está siguiendo en el presente artículo:¿por qué nos emociona la poesía de Antonio Machado y en qué consiste tal emoción?
El tiempo, la nada y la emoción en Antonio Machado
«Yo no sé qué tienen los versos de mi hermano Antonio —solía decir Manuel Machado— que siempre que los leo consiguen emocionarme.» En efecto, Antonio Machado es uno de esos poetas privilegiados cuya forma de escribir arranca muchas veces la emoción del lector sin utilizar —o apenas utilizando— imágenes brillantes o palabras intrínsecamente «poéticas». La emoción poética que preside la obra machadiana —no siempre, claro es, ni toda ella— tiene que ver con un doble aspecto.
Por un lado, y desde un punto de vista interno o textual, tiene que ver con el hecho de que Machado consigue crear un espacio de emoción constituido por una serie de palabras perfectamente «normales» (ocasionalmente acompañadas de ciertos giros ligeramente arcaizantes) que logran dejar en el aire una sensación de necesidad a la vez que de naturalidad completamente alejada de todo artificio, con lo que viene a reforzarse la sensación de que acabamos de leer un poema más allá del tiempo —siendo él temporal— y del espacio —siendo él espacial—. O lo que es igual, que acabamos de presenciar, casi de tocar, algo esencial que da la impresión de haberse escrito «solo» o que, en cualquier caso, únicamente podía ser expresado como lo ha hecho. La necesidad interna del poema —por seguir aquí a Novalis— es lo que cede todo el encanto estético a la obra de Machado. De entre los muchos ejemplos en este sentido, podemos elegir éste:
Con el incendio de un amor, prendido
al turbio sueño de esperanza y miedo,
yo voy hacia la mar, hacia el olvido
—y no como a la noche ese roquedo
al girar del planeta ensombrecido—.
No me llaméis, porque tornar no puedo. [16]
Se trata, como sabemos, de los dos tercetos de un soneto que, a decir verdad, intenta ser una especie de imitación de los poetas del Siglo de Oro (Lope, Quevedo). El soneto es bueno, pero recargado y un tanto artificioso. No aparecen ni tiempo ni emoción pese a que parece que se está hablando de ellos. En una palabra, se trata de un soneto al que cabría aplicar la propia crítica machadiana a propósito de una simple «lógica rimada». Y sin embargo en el último verso surge el prodigio:
No me llaméis, porque tornar no puedo.
De pronto se ha constituido un sujeto emotivo («vosotros») en el seno de un verso que rompe la placidez de los anteriores y muestra de un solo trazo la desolación del poeta y la infinita tristeza que resuena por entre sus signos. El hipérbaton y el arcaísmo «tornar» ayudan a reforzar ese aire grave de advertencia final y sin remedio, de poema que, por otra parte, habiendo sido escrito en el siglo XX (¿1921?), pudo haberse escrito en cualquier otro siglo.
Pues bien, aquí hace su aparición un segundo criterio íntimamente conectado con la emoción poética. En este caso, lo «poético» emergerá a partir de la intención expresiva de Machado en la medida en que su obra se vincula voluntaria y conscientemente al asunto del tiempo y la nada como los «existenciarios» del hombre, así como al asunto de su esfuerzo moral —indispensable e inútil a la vez— a la hora de intentar «mantenerse a flote» en la inmensidad inhóspita del universo. En este sentido, podríamos decir que son tres los núcleos temáticos en torno a los cuales viene a vertebrarse la estructura metafísica de la obra poética de Machado. Sucintamente mencionados, nos encontramos ante la tensión entre una ilusoriedad desesperada y una lejanía patética; ante la cercanía del absurdo y el sinsentido y, por último, ante la reafirmación —verdaderamente heroica— de la voluntad moral. Merece la pena considerar los tres aspectos en detalle.
1
La lejanía que separa lo real de lo deseado puede ser tan dilatada como se quiera, e incluso adivinarse como infinita. Sin embargo, ha de poder hacer su aparición mediante una expresión poética finita encargada de mantener y conservar lo imposible o lo inabarcable como presente. De ahí la melancolía, donde subjetividad y objetividad se articulan, desde un punto de vista poético, por medio de una solución altamente —por no decir completamente— improbable. Por eso constituye la muerte —único asunto en verdad irremediable— el lugar poético por excelencia. Aquí la emoción se sabe derrotada de antemano, pero mantiene en su obstinación heroica un hálito de esperanza. El sujeto rehúye el combate y se retrae y reconcentra en su propia ilusoriedad:
Dice la esperanza: un día
la verás, si bien esperas.
Dice la desesperanza:
sólo tu amargura es ella.
Late, corazón… No todo
se lo ha tragado la tierra. [17]
Mas la emoción aquí conquistada sólo puede reduplicarse y hacerse aún más auténtica en el momento en que señala, de un modo en verdad patético, la presencia de ambos elementos (subjetividad y objetividad), así como la irremediable distancia que los separa. El profundo desgarramiento interior, la ausencia de solución, la herida que no acaba de cerrar, presiden unos muy conocidos versos compuestos en Baeza, en los que se presenta la articulación (casi la fusión) recuerdo-delirio-desolación de una manera trágica, difícilmente superable:
Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños…
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo. [18]
2
No obstante, el poeta no puede eludir por mucho tiempo algún género de solución o, al menos, de planteamiento capaz de superar —de intentarlo por lo menos— el estado agónico en que queda la subjetividad una vez consignada su insignificancia. La emoción de desear algo imposible ha de poder ceder su lugar a una emoción superior de resignarse ante tal imposible, al menos por lo que tiene de doloroso proceso de maduración. De otra manera, el permanecer rutinariamente en ese primer estadio nos hace correr el riesgo de acabar ostentando una melancolía «que se consuela llorando» (cuando no una melancolía como mero «oficio»). No desaparece la primera de las emociones, pero la segunda emoción —la resignada— viene a incorporar un valor de verdad —sólo sospechada, desde luego— que la convierte en una emoción superior, pues conocer —o sospechar— es también una forma de pasión, en la que el sujeto renuncia a cualquier género de ilusoriedad —ya veremos después si también a cualquier género de ilusión— en beneficio de una objetividad desilusionante (aquellas «verdades desagradables» que decía Nietzsche). Leamos despacio el siguiente poema:
Viví, dormí, soñé y hasta he creado
—pensó Martín, ya turbia la pupila—
un hombre que vigila
al sueño, algo mejor que lo soñado.
Mas si un igual destino
aguarda al soñador y al vigilante,
a quien trazó caminos,
y a quien siguió caminos, jadeante,
al fin, sólo es creación tu pura nada,
tu sombra de gigante,
el divino cegar de tu mirada. [19]
Aquí se encuentra el doloroso secreto de la posición del hombre en el universo en claro detrimento de su misión en él.
Más si un igual destino
aguarda al soñador y al vigilante...
En este sentido, el plano ontológico de la existencia del hombre no deja de amenazar con aniquilar cualquier atisbo de subjetividad, puesto que ni ilusoriedad (teórica) ni ilusión (moral) parecen tener cabida real en un universo infinito e inhóspito. Al final siempre vence la muerte. ¿Qué le queda entonces a la subjetividad? ¿Resignarse? ¿Volver a la antigua ilusoriedad? ¿Explorar la posibilidad de alguna otra salida?
3
Si la subjetividad simplemente desapareciese a lo largo del proceso de toma de conciencia ontológica («no somos nada»), no cabría hablar propiamente de problemas morales, pues éstos encontrarían su solución en una disolución de las ilusiones de libertad. Según esto, el hombre es un ser para la muerte y eso es todo lo que puede y debe decirse de él. Pero el asunto es más complicado. Poseemos en nuestro interior, como subjetividad que se resiste a su plena desaparición, una conciencia de deber, un resto de pregunta obstinada y urgente: ¿con qué derecho puedo claudicar y abandonar a su suerte a todos aquellos seres de quienes puedo hacerme cargo? No sabemos —aunque sospechamos— el grado de libertad de que disponemos, ni tampoco sabemos —aunque sospechamos— cuál es el sentido último de nuestra existencia en términos morales. Pero sí podemos estar seguros de dos cosas. Una, que en nuestro interior anida un sentimiento de deber que trasciende a toda determinación empírica gobernada por la necesidad (empezando, seguramente, por nuestro propio cuerpo). Y dos, que el tipo de persona en que hemos de convertirnos si es que queremos colocarnos a la altura de nuestra propia autoexigencia moral, es un tipo de persona responsable, humilde y compasiva.
Por lo demás, la subjetividad no ha de aspirar a una victoria definitiva sobre la realidad —más bien justo lo contrario—, pero no debe desanimarse por ello. El destino de la subjetividad libre —aunque la libertad no pase de ser una ilusión— no es otro que la perpetua confrontación con lo real. Al final vencen la materia y la muerte, pero eso no constituye un argumento a favor de la irresponsabilidad moral, sino más bien un argumento contra el narcisismo de una subjetividad ilusoria —recordemos la primera figura de lo poético— incapaz de soportar el frustrante contacto con la realidad.
Sobran ejemplos ilustrativos de la importantísima presencia del idealismo heroico en Antonio Machado. Uno de ellos es el célebre poema dedicado a la memoria de Giner de los Ríos:
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!
Y hacia otra luz más pura
partió el hermano de la luz del alba,
del sol de los talleres,
el viejo alegre de la vida santa. [20]
Es verdad que viene a darse aquí una contraposición entre una inmanencia radical («los muertos mueren y las sombras pasan») y una metafórica trascendencia («hacia otra luz más pura…»), pero se trata, como podemos observar, de una ambigüedad puesta al servicio de una emoción estrictamente ético-poética. El asunto se articula entonces en el sub-texto: «hacia otra luz más pura merece partir el hermano de la luz del alba…».
Muy otra es la intención expresiva de Machado al escribir a Azorín los muy conocidos versos que ahora siguen:
¡Oh, tú, Azorín, escucha: España quiere
surgir, brotar, toda una España empieza!
¿Y ha de helarse en la España que se muere?
¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?
Para salvar la nueva epifanía
hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego al nuevo día.
Oye cantar los gallos de la aurora. [21]
Aquí el heroísmo impregna todo el poema, pues vienen a hacer su aparición el elemento voluntad y su ajuste con un futuro que ha conseguido romper amarras con lo viejo, lo caduco y lo falso. La voluntad funda entonces una nueva realidad que comienza desarrollándose autónomamente y desde el principio (de ahí las constantes imágenes que connotan un principio: «nueva epifanía», «nuevo día», «aurora»…). Son metáforas que no funcionan ya como compensación del fatalismo de la inmanencia, sino que lo hacen como horizonte utópico capaz de inyectar en la realidad, sometida hasta entonces a una sorda inconsciencia, un nuevo significado redentor. Justo aquello que, por su parte, denominaba Walter Benjamin instante decisivo.
Notas
[1] De Benjamin utilizaremos su libro La metafísica de la juventud (Barcelona, Paidós, 1993).
[2] De Machado utilizaremos la edición crítica de Oreste Macrì (Madrid, Espasa-Calpe, 1988).
[3] Macrì: 1, p. 645.
[4] La metafísica de la juventud, pp. 94-95.
[5] Véase La metafísica de la juventud, pp. 137-73.
[6] Babi Yar era un barranco a las afueras de Kiev que fue utilizado como campo de concentración nazi durante su invasión de la Unión Soviética.
[7] Véase «El regionalismo de Juan de Mairena», en Macrì: 2, p. 2.335.
[8] Pues no hay en el plano conceptual ninguna determinación histórica o geográfica que constriña y detenga el movimiento de lo particular a lo universal. Cosa bien distinta es la interpretación de Hölderlin ofrecida por Martin Heidegger. Aquí el pueblo es el pueblo alemán, y la patria y la lengua, las alemanas. De modo que, al conservar el elemento «voluntad» (Wille) como motor de la acción moral, las determinaciones históricas y geográficas tienen que desembocar invariablemente en el mito. Los elementos concretos se benefician de la naturaleza decisionista de su fundamento y encuentran en un simple bucle un simulacro de legitimación. Esta forma de degradación defendida por Heidegger supone un inicio de respuesta a la pregunta formulada por un gran número de intelectuales alemanes. ¿Cómo fue posible que la Alemania de los Leibniz, Goethe, Kant y tantos otros permitiera siquiera la pervertida sustitución de sus valores por el engendro nacionalsocialista? Véase para esto el ya clásico trabajo de Norbert Elias Studien über die Deutschen (Frankfurt, Suhrkamp, 1989), especialmente «Ein Exkurs über Nationalismus» (pp. 174 y ss.) y «Der Zusammenbruch der Zivilisation» (pp. 418 y ss.).
[9] La metafísica de la juventud, pp. 137-38.
[10] No todo poema alberga una verdad poética. En realidad, muy pocos la albergan. Un poema puede inspirar simpatía, placer, admiración… pero no emoción. Estamos ante un término semánticamente «cargado». La emoción sólo es resultado de la verdad poética, o sea, de la vinculación entre la esfera de lo sensible y la del destino espiritual del hombre. Un ejemplo. Miguel Hernández escribe: «Cierra la puerta, echa la aldaba, carcelero. / Ata duro a ese hombre. No le atarás el alma. / Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias. / No le atarás el alma.» Cuando Hernández escribe esta maravilla está conectando un contenido (la inaccesibilidad empírica de la verdadera esencia del hombre) con una elevada forma poética basada en la metáfora «alma» y en el grave aire de advertencia ante la presencia irremediable de un destino espiritual.
[11] La metafísica de la juventud, pp. 140-41.
[12] La metafísica de la juventud, p. 142.
[13] En el caso de Machado, como sabemos, lo «poético» expresa la tensión irresoluble entre el tiempo y el poema como «cápsula» poético-afectiva en cuya transparencia viene a generarse un todavía que fluye eternamente. Véase «El arte poética de Juan de Mairena», en Macrì: 1, pp. 697 y ss.
[14] La metafísica de la juventud, p. 154.
[15] «Diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses», en Macrì: 1, pp. 709-10.
[16] Macrì: 1, pp. 662-63.
[17] Macrì: 1, p. 546.
[18] Macrì: 1, p. 546.
[19] «Muerte de Abel Martín», Macrì: 1, p. 735.
[20] «A don Francisco Giner de los Ríos», Macrì: 1, p. 587.
[21] «Desde mi rincón», Macrì: 1, pp. 593-94.