El presente texto fue escrito para HUMANITAS por la historiadora francesa con ocasión de “El Mundo de la Mujer”, serie de actividades culturales que tendrá lugar en el Centro de Extensión de la Pontificia Universidad Católica durante el mes de mayo del presente año.
El papel de la mujer en la historia es un tema nuevo en más de un aspecto. Sólo ha sido planteado recientemente, al menos por algunos historiadores, después de haberse producido una evolución considerable del lugar de la mujer en la sociedad, sobre todo en Francia, donde un poder marcadamente masculino parecía absolutamente natural y los reyes habían sucedido a los emperadores romanos, cuya lista constituía el fondo de los estudios generales del pasado.
Es innegable el hecho que la mujer prácticamente no ocupó lugar alguno en la trama del comienzo de la historia europea, es decir, en el imperio romano. En esa época, ella no tenía existencia legal. En la antigüedad romana sólo existe el poder del pater familias, dotado de ciudadanía plena, propietario absoluto (con derecho de vida y muerte sobre sus hijos) y gran sacerdote cuya autoridad tiene su origen en la religión.
Asimismo, al dar vuelta las páginas y llegar a ese período denominado “Edad Media” (¡una edad “media” con un milenio de duración, entre los siglos V y XV!), en una especie de desafío al sentido histórico, no deja de sorprendernos la aparición de rostros femeninos: nombres de reinas con un rol activo, que el historiador está obligado a considerar, comenzando por Clotilde, la reina que convierte al rey, con lo cual se producen en la sociedad las más diversas consecuencias, ampliamente consideradas en el curso del año 1996, probable aniversario del bautizo de Clodoveo. Han tenido lugar acaloradas discusiones sobre el tema, incluso en medios políticos muy alejados de los círculos universitarios. Es decisivo el desempeño de esta reina que induce al rey pagano a elegir la fe católica y no la herejía arriana adoptada por los demás invasores: godos, visigodos, alamanes y burgundas. Poco después harán lo mismo Teodosia en España y Teodelinda en Lombardía, y en Inglaterra la reina Berta convertirá a su esposo, el rey de Kent, a la fe católica.
Aun cuando no se considere su acción, hay algo insólito en la presencia de estas reinas después de la historia del imperio romano. Ciertamente, podemos admitir la influencia de las costumbres germánicas o nórdicas, mucho más abiertas a la presencia familiar de la madre y los hijos que la ley romana; pero eso no basta para explicar el cambio histórico que de pronto da espacio en Francia a una reina Radegunda, inspiradora de poetas, o a una reina Batilde, que pone fin a la esclavitud. ¿Qué había sucedido en el intervalo?
En realidad, hubo una fuente de inspiración: el Evangelio. Comienza con el “sí” de una mujer y termina con la llegada de algunas mujeres locas de alegría, que venían a despertar a los apóstoles dormidos. Se habían levantado antes del amanecer, vieron el sepulcro vacío, y el Resucitado se apareció en primer lugar a una de ellas, a María Magdalena. Esas mujeres estarán presentes al descender el Espíritu Santo sobre los apóstoles recordándoles todo lo dicho por Cristo, entre otras cosas la igualdad de derechos y obligaciones entre el hombre y la mujer y su creación conjunta. “Él los creó Hombre y Mujer”, había dicho el Génesis. En 1975, en la revista Missi por él dirigida, el Padre Naïdenoff había destacado el hecho de que en la Iglesia primitiva los nombres de santas son más abundantes que los nombres de santos. Desde esa época se tiene la impresión de que las mujeres emergen de la sombra. En la sociedad de esos tiempos, el hecho debió parecer sumamente desconcertante, pero sólo era una originalidad más, entre muchas, de esos cristianos de conducta tan extraña. “Conservan todo sus hijos”, se decía refiriéndose a ellos. Consideraban hermanos a todos los hombres, incluidos los esclavos. Se negaban a arrodillarse ante los dioses del comercio o la guerra, pero decían adorar a un Dios único y trascendente.
No es en absoluto sorprendente que se hayan necesitado varios siglos para llegar a una transformación profunda de la sociedad. ¿Llegará alguna vez a su fin semejante transformación? En todo caso, la posición de la mujer evolucionaría considerablemente en el curso de esos siglos. Y entre otros, tendríamos un ejemplo que muchos historiadores no percibieron. Me refiero a los monasterios mixtos. Son numerosos en la cristiandad de los siglos VI y VII, tan poco conocida. Sin embargo, las obras dedicadas a ellos pueden contarse con los dedos de una mano. Laon, Jouarre y Faremoutiers en Francia y Whitby en Inglaterra conservaron vestigios de sus monasterios mixtos, abadías con un edificio para las monjas y otro para los monjes, por lo general con la iglesia entre ambos. Ahora bien, el conjunto estaba bajo el magisterio de una abadesa y no de un abad, y los monjes dependían de una abadesa en su ejercicio.
Por sorprendentes que pudieran parecer, es fácil explicar la existencia de semejantes fundaciones. Los monasterios se instalan por lo general en lugares apartados, adecuados para el recogimiento. En una época con medios de transporte sumamente escasos, para las monjas era indispensable la proximidad de los sacerdotes para la misa y los demás oficios litúrgicos (en esos tiempos se comprendió perfectamente el hecho de que el sacerdocio haya sido conferido a los hombres sin que eso implicara superioridad alguna, solicitándose diferentes servicios al hombre y a la mujer). Por otra parte, en una época en que se vivía de cultivos propios, los monjes se dedicaban a los trabajos más fuertes, de arado, cosecha, etc. Asimismo, la presencia de los hombres podía ser preciosa en caso de ataque inopinado en esos lugares desiertos. Los monasterios mixtos fueron numerosos y prósperos hasta el momento de las invasiones más destructivas en el sur, de los árabes a partir del siglo VIII; en el norte, de los normando, navegando río arriba y saqueándolo todo a su paso; y en el este, de los lombardos y los húngaros. Europa sólo recuperará cierto equilibrio en el curso del siglo X.
No es sorprendente que fines del siglo XI, en una Europa pacificada, donde ya se han multiplicado las fundaciones cluniacenses, una orden mixta sea creada en Fontevraud por Robert d'Arbrissel. Al instalar a los monjes y las religiosas bajo el magisterio de una abadesa, estaba simplemente rescatando una tradición muy antigua.
Y Fontevraud tiene una actividad importante en la expansión de la lírica cortesana, que data de la misma época, como lo señaló magníficamente el romanista Reto Bezzola, historiador de la tradición cortesana. Se produce en ese momento un gran desarrollo literario en el cual la mujer ocupa el primer lugar como inspiradora y educadora, reuniendo a los poetas. Eleonora de Aquitania y su hija María de Champagne son ejemplos de esta labor. Ahí nace la novela, al igual que la caballería, obra maestra de esas instituciones de paz que surgen a partir del siglo X, en las cuales es evidente la influencia de la mujer y la Iglesia, con la paz de Dios, que ordena dispensar a los clérigos, las mujeres y el mundo campesino en los combates. Aparece en la historia la noción de población civil, que no debe confundirse con los combatientes, y persistirá mal que bien hasta nuestra época, en que el “progreso” de las armas impide toda discriminación y hace que las poblaciones civiles constituyan el ochenta por ciento de las víctimas de los conflictos. La tregua de Dios suspende las hostilidades en el tiempo con la prohibición de luchar el día domingo y luego desde el miércoles en la noche hasta el lunes en la mañana. Por otra parte, se prohiben los actos de hostilidad durante los períodos de Adviento, preparación para la Navidad, y Cuaresma, anterior a la Pascua. Ha quedado un vago eco en la “tregua de los confiteros”... Con la influencia que han logrado recuperar hoy día en el seno de la sociedad, las mujeres tal vez podrían atacar los males que socavan la sociedad, tales como aquéllos provocados por el manejo de los valores económicos creando pobreza en medio de la abundancia. Ciertamente, el combate ya ha comenzado a través de ciertas asociaciones, pero podría extenderse ampliamente.
Volviendo a la época “medieval”, comprobamos cómo se afirma la influencia de la mujer y mantiene su preponderancia, sobre todo en Francia, durante todo el período feudal, desde el siglo X hasta fines del siglo XIII. A partir de entonces será atacada por la universidad, que excluye a las mujeres y pretenderá también excluir a los monjes por influjo de ciertos clérigos que inventaron el clericalismo. Tomás de Aquino y Buenaventura son suspendidos durante dos años en la Universidad de París debido a su condición de hermanos mendicantes... Para la mujer, esta exclusión del saber tiene consecuencias graves. Recordemos que las mujeres médicos son numerosas en el siglo XIII. Así, San Luis parte a Tierra Santa con su esposa, acompañado de una de ellas. En el siglo siguiente habrán desaparecido las mujeres médicos, salvo en los procesos de la Universidad de París, a los cuales son sometidas cuando procuran ejercer una profesión para cuyo ejercicio ahora se exige un título.
Al cabo de cierto tiempo, el personaje de la reina se esfumará, desapareciendo, por lo menos en Francia. Una reina Blanca, madre de San Luis, fue capaz de dirigir el reino, hacer entrar en razón a señores ambiciosos, conducir guerras y suscribir tratados durante casi cuarenta años. En el siglo XVII, la reina ni siquiera será coronada, no ejercerá poder alguno y sólo será a esposa del rey, generalmente con menos influencia que sus amantes, porque en el curso del tiempo, el retorno del derecho romano, en los espíritus, los estudios y luego en las costumbres, modificaría paulatinamente la situación de la mujer. A partir de 1314, Felipe el Hermoso, bajo la influencia de los legistas, restringió el derecho de sucesión a la corona de las mujeres. En 1593, por decisión del Parlamento de París, se prohibió toda función de la mujer en el Estado. Y la Revolución establecerá un poder puramente masculino, sancionado poco después por el Código Civil, que ignora a la mujer y parece hecho, como observaba Renan, por un “niño destinado a morir soltero”.
La historia de Francia no está menos marcada por un hecho o más bien un personaje imborrable. Para apreciar esta situación, es preciso remontarse a esos siglos que podríamos calificar con justicia como “medievales”, ya que efectivamente constituyen una “Edad Media”: los siglos XIV y XV.
Es una época aterradora en la cual hay una sucesión de guerras, hambrunas y epidemias. Con posterioridad a la muerte de Felipe el hermoso, en 1315 ó 1316, lluvias incesantes convirtieron al Occidente en un lodazal inmenso, donde no era posible arar, sembrar ni cosechar, a raíz de lo cual se produjo la terrible hambruna de los años 1315 a 1317 y el consiguiente debilitamiento general. La vida parece adquirir un ritmo más lento y un hombre de cincuenta años es un anciano. El clima empeora. En esa época Groenlandia (Grünland, la tierra verde) se convierte en una tierra blanca con el descenso de los glaciares del Artico, que genera un terrible cambio climático. Veinte años después sobreviene otra calamidad, la peste negra de 1348. La peste había desaparecido en el Occidente desde el siglo VII y la traen las ratas de los navíos comerciales provenientes de Turquía. De acuerdo con las estimaciones más conservadoras, muere un tercio de la población europea. Si agregamos a esa situación las guerras de la época, tendremos cierta idea del estado general de la población. Además la peste reaparece cada cierto tiempo como una epidemia latente. En 1418, sus víctimas se cuentan por miles en París.
Podemos imaginar las condiciones de vida en el Occidente en general, sobre todo en Francia, donde en 1492, el rey Carlos VI se vuelve loco. Es una locura intermitente, con intervalos lúcidos cada vez más breves. Entretanto, su joven esposa (Isabel de Baviera, sobre la cual la historia ha acumulado calumnias, de veintidós años de edad en esa fecha) procurará en vano gobernar en medio de las ambiciones desenfrenadas de una nobleza que ha adquirido demasiado poder y carece de escrúpulos.
En ese clima, una dinastía que en Inglaterra ha usurpado el trono (los Lancaster, cuyo primer representante, con el título de Enrique IV, hizo abdicar y luego dejó morir de hambre a Ricardo II, el rey legítimo), decide reclamar Normandía y las antiguas posesiones de los Plantagenet en Francia con el fin de asegurar su popularidad. Haciendo una alianza con el duque de Borgoña, rival del duque de Orleáns, Enrique V, sucesor del rey anterior, desembarca en Harfleur, expulsa a los habitantes y destruye los ejércitos reales de Francia en la desastrosa batalla de Azincourt (1415). A partir de ese momento se instala en Francia en calidad de amo y señor, casándose con Catalina, una de las hijas de Carlos VI. A su primogénito, Enrique VI, se le promete el doble reinado de Francia e Inglaterra mientras el delfín legítimo, Carlos, se ve obligado a huir, encontrando asilo más allá del Loira, donde piensa expatriarse en España o Escocia. Enrique V muere repentinamente en plena juventud, en 1422, dos meses antes del desventurado Carlos VI; pero su hermano Juan, duque de Bedford, lo sucede y se hace cargo de los intereses de su joven sobrino, futuro “rey de Francia e Inglaterra”.
La ofensiva inglesa elige como blanco la ciudad de Orleáns. Con su puente en el Loira, representa el centro de Francia y el acceso al sur, que sigue siendo fiel al rey. El sitio tiene lugar en 1428. En ese momento, un extraño rumor recorre el país: una joven proveniente de las “fronteras de Lorena” ha llegado al castillo de Chinon, donde se ha refugiado el delfín repudiado. Ella declara traerle “el auxilio de Dios”. Es una sencilla campesina (“En mi región me llamaban Jeannette”) y ha logrado convencer con dificultades al capitán de una de las fortalezas, Vaucouleurs, partidario del rey legítimo, para que le proporcione una escolta que la conduzca hasta el delfín. La joven promete liberar la ciudad de Orleáns y luego hacer consagrar en Reims a Carlos, al cual le corresponde la corona por derecho.
Todo sucederá tal como lo ha prometido la joven, por nosotros llamada Juana de Arco. Su irrupción será breve y decisiva (“Duraré un año, nada más”, dijo al llegar a Chinon). Logra convencer a Carlos de que reúna a sus partidarios y haga un nuevo esfuerzo bélico. A la cabeza de los hombres del delfín, reunidos en Blois, arremete contra Orleáns, defendida en la mejor forma posible desde hacía siete meses por un descendiente de la familia de Orleáns, Juan, hermano bastardo del duque Carlos, en ese momento prisionero en Inglaterra desde la batalla de Azincourt. Al cabo de siete días la ciudad es liberada, los ingleses levantan el sitio y atribuyen su derrota a esa joven, que en lo sucesivo consideran bruja.
Luego, tras dar algunos golpes de mano a las tropas inglesas concentradas en Beaugency y Jargeau y obtener una victoria decisiva el 18 de junio en Patay contra un ejército de emergencia dirigido apresuradamente por orden de Bedford contra los combatientes franceses (cuyas filas aumentaban incesantemente, al despertarse con los triunfos el impulso patriótico de individuos hasta ese momento resignados a un destino aparentemente ineluctable), Juana conducirá al delfín Carlos, en pleno país borgoñón, hasta Reims, donde será debidamente consagrado y coronado, convirtiéndose en Carlos VII, rey de Francia, ante el estupor del mundo conocido.
Esa es la primera parte de la historia de Juana, episodio glorioso seguido por un año trágico. Contra ella y el rey quedan los que no han cedido. Su bastión es la Universidad de París, unida con el rey de Inglaterra desde sus primeros éxitos en el suelo de Francia, colmada de honores y prebendas. En el seno de esa universidad se había elaborado la ficción de una “doble monarquía”: dos coronas, las de Francia e Inglaterra, en un mismo frente, precisamente aquél del heredero inglés. Las personas como Jean Gerson, que habían rehusado participar en semejante traición, fueron expulsadas rápidamente de la universidad y debieron huir.
Juana no había logrado convencer al rey de que dirigiera sus ejércitos contra París después de la coronación. Ahí se encontraban los partidarios del enemigo y no tardarían en tomar la revancha.
Después de un oscuro invierno de retirada forzosa, Kuana, en lo sucesivo más bien jefa de cuadrilla y no de guerra, sería encarcelada al dirigirse en auxilio de Compiègne, sitiada por el duque de Borgoña, Pierre Cauchon, en nombre de la Universidad de París, donde había sido canciller durante mucho tiempo. Cauchon se apresurará a reclamar la prisionera, negociando su compra por parte de la autoridad inglesa y entablando en su contra un proceso por herejía. El había sido uno de los actores en el tratado de Troyes, que prometía la doble corona al hijo del rey de Inglaterra. Es posible imaginar su rencor contra esa muchacha proveniente de un lugar desconocido, cuya acción se oponía a sus planes.
Por orden del duque de Borgoña, Juana es conducida a Rouen, donde permanece en calidad de prisionera de guerra mientras él la somete a un proceso eclesiástico, habiendo reclutado a otros seis universitarios parisienses para confundirla aún más.
Juana se encuentra sola ante clérigos muy sabios que procurarán hacerla contradecirse y tienen certeza de conseguirlo fácilmente: ¡una joven ignorante frente a semejantes expertos! El proceso durará cinco meses, con interrogatorios casi diarios durante cuatro de ellos. Para Cauchon y sus secuaces, es una sucesión de decepciones: es imposible conseguir que Juana se contradiga o retracte y ninguna de sus respuestas puede considerarse una herejía. Finalmente, Cauchon sólo podrá atacarla por su vestimenta masculina. Ella la usó desde el comienzo de su acción, cuando debía cabalgar y combatir. En la prisión, donde la vigilan carceleros ingleses, esa vestimenta la protege. La joven a la cual llamamos Juana de Arco siempre se hizo llamar Juana la Doncella, es decir, la virgen. Por lo demás, fue sometida en dos oportunidades a exámenes de virginidad que confirmaron la justificación de ese nombre. Se negará adejar la ropa de hombre porque vestida de mujer no estaría suficientemente segura. Al recibir la orden de usar nuevamente ropa de mujer, obedece únicamente durante algunos días y vuelve a ponerse el traje de hombre, con lo cual Cauchon la declarará “relapsa”, reincidente en una falta anteriormente abjurada y la condenará a la hoguera.
Sin embargo, Cauchon no previó el hecho de que precisamente ese proceso revelaría al mundo la grandeza de Juana, permitiéndonos, más allá de las hazañas, conocer su persona. Pensábamos en un ser impulsivo, de acción y decisión; sus respuestas nos revelan un ser que escucha. “Sólo he actuado obedeciendo a mis voces... Preferiría ser arrastrada por cuatro caballos que haber venido a Francia sin recibir la orden de Dios”. La joven que decidía y daba órdenes en las batallas, a menudo oponiéndose al parecer de los capitanes, nos revela que para ella lo único importante era la obediencia a “sus voces”, a “su consejo”. Y esa actitud incluye la aceptación del martirio: “Mis voces me dicen que acepte todo de buen grado sin importarme el martirio porque en definitiva entraré al reino del paraíso... Llamo martirio a eso por la pena y adversidad que sufro en la cárcel y no sé si tendré sufrimientos mayores, pero me entrego enteramente a Nuestro Señor”.
Un ser que escucha, un ser con fe.
¿No es extraordinario pensar que ese largo período en el cual surgieron todas las obras maestras del arte románico y todas las catedrales góticas dedicadas a Nuestra Señora termine con un personaje que parece encarnar en sí mismo todo lo que pudo inspirar y nutrir tales creaciones?
Juana de Arco al parecer reúne en sí misma todo lo que dio grandeza a la época: es al mismo tiempo el Caballero y la Dama.