Daniel Barenboim se pondrá el lunes al frente de la Staatskapelle berlinesa para oficiar la Fiesta de la Libertad con la que los alemanes celebrarán el XX aniversario de la caída del Muro. Partituras de Wagner, Beethoven, Schünberg y Goldmann pondrán música a una caída simbólica de piezas de dominó gigantes que culminarán en la Puerta de Brandemburgo con un espectacular castillo de fuegos artificiales.
Dimitri Vrubel, el grafitero que estampó en la East Side Gallery el “beso fraterno” que se dedicaron en 1979 Breznev y Honecker, empezó en junio la restauración de las pinturas más emblemáticas del único tramo que queda del Muro. “Hace 20 años, me sentía libre para dibujar lo que quisiera -reconocía el artista ruso momentos antes de entrar en faena-, pero ahora debo reproducir con exactitud algo que se ha convertido en icono”. Es la letra pequeña de los prolegómenos de la Fiesta de la Libertad, ceremonia oficial a la que acudirán el próximo lunes numerosos jefes de estado para celebrar, frente a la Puerta de Brandemburgo, el vigésimo aniversario de la caída del Muro. Un día para la alegría, para la reflexión y también para la vergüenza, en el que la música de Wagner, Beethoven, Schünberg y Goldmann se expenderá como bálsamo contra las miserias de otros 9 de noviembre: el de la primera embestida nacionalsocialista a la República de Weimar, el de la fundación de las SS o el que da efeméride a la fatídica Noche de los cristales rotos de 1938. En el podio estará Daniel Barenboim y, enfrente, la orquesta de su Staatsoper Unter den Linden. “Dirigir la Staatskapelle en un día tan señalado me enorgullece y me honra”, declaraba a la prensa alemana el director de 67 años. Más que un orgullo, estrenarse en los fastos oficiales del 9 de noviembre de 1989 era una causa pendiente. “Fue una jornada inolvidable. La noche siguiente debía dirigir a la Filarmónica de Berlín en una iglesia de la ciudad, pero cuando llegué a los ensayos los músicos estaban conmovidos con lo ocurrido”. Barenboim fue testigo presencial, pero no pudo ponerle música al 9-N. De modo que los acordes del cambio se los deben los alemanes al violonchelista ruso Mstislav Rostropóvich, que durante varias horas tocó, a los pies de las ruinas, la Suite nº 2 de Bach bajo la mirada incrédula de los wesis y los ossis que cruzaban de un lado a otro la frontera. La respuesta de Barenboim a la reunificación alemana se haría esperar hasta el domingo siguiente. “Los músicos me pidieron hacer un concierto gratuito para los alemanes del Este. Y así lo hicimos. El único requisito para poder asistir era acreditar la pertinente documentación”.
Alegría y libertad
Aquel concierto se archivaría en los anales de la historia junto a la Novena de Beethoven que ofreció Leonard Bernstein el 25 de diciembre del mismo año en la Schauspielhaus de la antigua zona soviética. Su retransmisión en directo por la televisión a más de veinte países superó la audiencia de la Super Bowl y su grabación dio a Deutsche Grammophon una de sus grandes joyas discográficas. Se congregó a músicos de varias agrupaciones (Berlin Radio Chorus, Staatskapelle de Dresde, Teatro de Kirov de Leningrado, Sinfónica de Londres, Filarmónica de Nueva York y Orquesta de París) y se parafraseó el texto de la Oda a la alegría de Friedrich Schiller, pronunciando “libertad” (Freiheit) en lugar de “alegría” (Freude) en la misma sinfonía que hoy sirve de himno a la Unión Europea. “Está claro que la música no va a cambiar nada por sí misma. No es moral, ni amoral, ni inmoral”, reflexiona el maestro. “La música es un gran universo que lo rodea todo sin ser nada concreto. Y es así cómo a través de ella se pueden establecer algunos contactos”.
Con todo el interés mediático concentrado en Berlín, la gesta del lunes reviste especial interés para este autoproclamado embajador de buena voluntad que ha paseado a Wagner por Israel, invocado los Derechos Humanos a instancias del Knesset y es padre, junto al escritor norteamericano Edward Said, de la Orquesta West-Eastern Divan, que reúne cada verano a músicos israelíes y palestinos bajo el mismo techo. Una actitud, la de comulgar sólo con ideas propias, que no siempre lo han mantenido a dieta de los pasteles políticos y que le ha granjeado no pocos reproches. “A menudo me pregunto cuál es la diferencia entre un político y un artista”, reconocía a El Cultural. “Dicha diferencia estriba en que un político sólo puede trabajar con eficacia si domina el arte del acuerdo, del compromiso. La expresión artística, por el contrario, está determinada precisamente por el rechazo a cualquier compromiso. Para nosotros, el valor es lo más importante”.
Tanta temeridad ha ensombrecido en ocasiones su destreza con la batuta para dar mecha a su lado más Baren-boom, forzándose la paradoja de que, el mismo día que recogía el Príncipe de Asturias de la Concordia, otros titulares de prensa lo tacharan de antisemita, oportunista, provocador y hasta de antiverdiano. “Desde el principio de mi carrera, asumí la crítica como parte del juego”. Sólo en esa aparente impasibilidad logra atender los compromisos derivados de sus tres nacionalidades (“me siento en casa en la idea intelectual, espiritual y cultural de Jerusalén, en la sensación de pertenecer a diferentes culturas y a múltiples identidades”) y salir ileso, y hasta mejorado, de los atolladeros de una autobiografía (Mi vida es la música) en la que nos regala un adagio fulminante: “La música os hará libres”.
A solas con Rattle
Tres años después de la caída del Muro, se le encomendó a Barenboim la occidentalización de la Staatskapelle. “Una formación de gran tradición y exquisita sensibilidad. Los cambios se han producido con muy buena voluntad por parte de todos. En realidad, apenas me he limitado a limpiarla un poco. Como cuando tienes un mueble antiguo, de calidad y bellísimo, que sólo requiere una mano de barniz”. En este tiempo, ha salido airoso de las desavenencias con René Jacobs, Christian Thielemann o el siempre desconcertante Peter Mussbach. Sólo Rattle, el incorruptible Rattle, se le resiste desde que en 1992 el británico le arrebatara la titularidad de la europeísta Filarmónica de Berlín. La pugna entre ambos resulta tan antojadiza como inevitable. Lo que ellos no se dicen a la cara, nos lo revela la naturaleza opuesta de sus conjuntos. Así que, por lo que pudiera sugerir Wagner en manos de una orquesta ex soviética, Klaus Wowereit, alcalde de Berlín, no ha escatimado en pirotecnia con la que castigar el oído del contribuyente. Ya se sabe: contra los fantasmas del muro, sordera de tapia.