Mirada en Fuga: A propósito de Las babas del diablo, de Julio Cortázar

El presente texto surge de la extraña inquietud que produce la lectura del famoso texto de Julio Cortázar Las babas del diablo. Su propósito es hacer una reflexión en torno al lenguaje, la mirada, la imagen y la irreductibilidad de uno en otro, para concluir que pese a ser imposible la transliteración de la imagen en palabras, Julio Cortázar lo logra en su cuento.


“Al principio nada fue./ Sólo la tela blanca/ y en la tela blanca, nada.../
Por todo el aire clamaba,/muda, enorme,/ la ansiedad de la mirada."
Pedro Salinas

 Odiseo, cautivo con todos sus hombres en la cueva del ciclope Polifemo, le solicita los dones de la hospitalidad y este en respuesta a la petición se come a dos de sus hombres de un solo golpe de mandíbula. Odiseo, entonces, decide otorgarle, él si, dos dones, la ceguera y la mirada.

Odiseo desaparece en el lenguaje cuando dice a Polifemo: mi nombre es Nadie (Ouitis); y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros [1]. Para reaparecer en las tinieblas, cuando luego de cegar a Polifemo y escapando en el ponto le grita: ¡Cíclope! Si alguno de de los mortales hombres te pregunta por la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Ítaca. Polifemo comprendió entonces, que había presenciado el cumplimiento del antiguo pronóstico, sin reconocerlo.

Ver es un proceso fisiológico en el que interviene el ojo en relación con la luz. Mirar en cambio es un acto sicológico y racional en el que intervienen no solo el ojo sino todos los sentidos. La mirada es una significación y las más de las veces, una resignificación del mundo. La mirada es nuestro modo de apropiación del mundo, es nuestra devolución significante.

En esa medida la imagen es correlato de la mirada. Ontológicamente la imagen no puede ser sin la mirada. Su ocurrencia está supeditada al testigo, a su percepción. Para la imagen también cabria esta pregunta: sí en un bosque vacío un árbol cae, ¿hace ruido?

Además de su relación co dependiente con la mirada, la imagen ha mantenido una relación intima con la muerte. Etimológicamente, la palabra proviene del latín Imago, nombre que se le daba a la máscara que en los rituales funerarios romanos se hacía del emperador con la idea de que su hálito se le transfiriera. Generalmente era una máscara, pero en otras ocasiones era una réplica de su cuerpo, una suerte de “doble” que haría perdurar el cuerpo inerte que pronto desaparecería en el fuego.

En los griegos la palabra que cumplía este propósito era eídolon, que designaba al fantasma, a la sombra, al “doble” del hombre, aunque, al igual que la Imago, en sentido extenso servía para denominar cualquier imagen, tanto la reflejada en un espejo como la imagen mental o la aparición onírica o fantasmal. En los poemas homéricos se usa en varias ocasiones de modo específico para designar a los muertos del inframundo (eídola kamónton, “imágenes de los muertos”) [2].

La relación de la imagen con lo fantasmal, con lo espectral, con la muerte, es ancestral, pero se hace más patente cuanto más realista sea la imagen. Quizá por esto la fotografía ha producido tanta inquietud al espíritu del hombre, quizá por ello Barthes diría, a propósito de los cuerpos fotografiados por Avedon, que “son en cierto sentido cadáveres, pero esos cadáveres tienen ojos vivos que nos miran y que piensan” [3].

La fotografía tiene la virtud que perseguía el hombre antiguo con la Imago. En ella habita algo del sujeto u objeto fotografiado, a ella se transfiere algo que le pertenece al sujeto-objeto y en ocasiones también revela algo que se nos ha negado a la visión, algo que no habríamos podido ver si no por vía de la detención del tiempo, por la captura del instante que es la fotografía, o en palabras de Benjamin:

“La técnica más exacta puede dar a sus productos un valor mágico que nunca poseerá para nosotros porque la naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla a los ojos; distinta sobre todo porque un espacio elaborado inconcientemente aparece en lugar de un espacio que el hombre ha elaborado con conciencia” [4].

La fotografía es actualización del pasado y en esa medida es la posibilidad de hacer presente lo que ya no está. La posibilidad que tiene de ser lo que ya no es. En la fotografía está el tiempo como potencia porque supone siempre un antes y un después, y por esa vía remite siempre a un algo por fuera de sí misma, el tiempo. En la fotografía el movimiento siempre está a punto de darse o de desbordarse, pero nunca se da, y esa calidad es la que nos permite pensar la fotografía como cercana, próxima a la muerte, en tanto que la muerte es quietud absoluta.

Pero aún existe otra relación imperiosa y no menos inquietante: es la de la imagen con el lenguaje [5], relación dada por nuestra tentación natural e irreprimible de poner en palabras las imágenes, nuestra vocación por el logos, nuestra voluntad de hacer inteligible lo que vemos. Pero esta relación imagen, lenguaje ha sido dificultosa cuando no imposible, o en palabras de Foucault.

“La relación del lenguaje con la imagen es una relación infinita. No porque la palabra sea imperfecta y, frente a lo visible, tenga un déficit que se empeñe en vano en recuperar. Son irreductibles uno a la otra: por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside jamás en lo que se dice, y por bien que se quiera hacer ver, por medio de imágenes lo que se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que despliega la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis” [6].

Hay un cuento de Julio Cortázar que me produce una enorme inquietud en ese sentido y he querido detenerme en él e intentar pensar en cómo esta aparente irreductibilidad de la imagen en lenguaje que menciona Foucault, en Cortázar, es posible y de que modo el relato mismo es una reflexión sobre la mirada.

“Las babas del diablo” podría considerarse como obra abierta y también como obra en movimiento, pero no en movimiento físico como ocurre con la mayoría de obras de este tipo; el movimiento de “Las babas del diablo” no radica en posibilidades combinatorias o de estructuras móviles como en Rayuela. El movimiento en este caso no es físico sino síquico: hay un desplazamiento, no del relato, sino de la mirada y esto es lo asombrosamente curioso. Cortázar reflexiona sobre la mirada a partir del lenguaje, a la vez que nos obliga a ver -“(ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión)”- y a pensar en la relación de la mirada con el objeto visto:

“… y sé que si me voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles”.

De la doble inmovilidad que poseen los objetos movibles cuando están quietos sólo puede dar razón la mirada; no la visión en tanto acto fisiológico, sino la mirada en tanto experiencia psicológica. Es este el centro de diana del relato de Cortázar, la mirada, pero la mirada contenida y continente de y en todas sus posibles bifurcaciones: la mirada como correlato de la realidad y la realidad como un inaccesible; la mirada como testigo de la ausencia de verdades absolutas; lo relativo como ley física de la realidad, etc. Es quizás la reflexión más aguda que de la realidad y la imposibilidad de accederla haya hecho alguien, es una puesta en crisis de los absolutos.

“Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago”.

Todo en el relato es inestable, no hay certezas, pero la incertidumbre no solo habita en la anécdota, sino también la forma es incierta, móvil, movilidad no sincrónica ni lógica, no obstante tampoco podríamos decir que sea tan arbitraria que carezca de sentido. Para empezar, en el texto de Cortázar el narrador duda de la posibilidad de narrar esa historia:

“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no sirvan de nada”.

Acto seguido el texto transitará en saltos continuos de la primera a la tercera persona, y en este punto cabe preguntarse ¿persona? cuando quien narra está muerto, lo que desplaza la atención, pues deja de importar si está o no narrando en primera o en tercera persona puesto que quien narra ya no es persona, acaso lo fue, cosa que complejiza y desestabiliza aún más el relato.

“… Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto”.

El texto pareciera cifrarse para reflexionar en prácticas imperfectas y cuya perfección es un inalcanzable, una utopía a la que no se deja de aspirar, como la del alquimista. En primera instancia el narrador es traductor y fotógrafo y para el momento de la narración, está haciendo un trabajo de traducción del castellano al francés de un tratado sobre recusaciones de un profesor de la Universidad de Santiago.

La traducción es una de esas prácticas cuya perfección es una quimera. Se suele hablar de la traducción como de una inevitable traición, y de la lectura del texto traducido como si se viera un tapiz por el revés, es decir, que jamás se accederá al texto por una traducción, el verdadero espíritu del texto, su verdad profunda habita en la lengua original, y para lo que nos interesa aquí conviene que miremos el sentido del término en una de sus acepciones etimológicas más antiguas: traducir es muerte, ser traducido llegó a significar morir, en la Biblia hebrea morir era ser traducido de la tierra al cielo:

“Por su fe Enoc fue traducido, para que no viera la muerte, y no fue hallado, pues el Señor lo había traducido” [7].

Igual que se ha declarado muerto, acaso traducido, el narrador, quien pretende a su vez traducir para nosotros, para el lector la imagen en palabras y que además traduce un tratado de José Norberto Allende, profesor Universitario.

No podremos ahora determinar si Cortázar hacía conciencia de esta acepción del término traducción, pero pareciera existir una relación profunda entre lo imposible y su práctica: Imposible la traducción perfecta en todos los sentidos que plantea la narración; imposible la traducción perfecta de una lengua a otra, imposible la traducción de imágenes a palabras, imposible una narración hecha por un muerto y finalmente imposible la verdad absoluta.

No obstante en la narración estos imposibles se ejecutan: el muerto efectivamente narra a la vez que traduce y traslada la imagen en palabras. En este sentido el texto es auto referencial, pareciera que finalmente nos hablara de sí mismo, de su escritura, de su imposibilidad.

Quizá el texto de Cortázar sea en definitiva una invocación a la mirada, una invitación, no a atravesar el espejo o a ahogarse en el reflejo, sino a ser el reflejo mismo.

Notas
[1] Odisea, canto IX, verso 364.
[2] Ver: Francisco Díez de Velasco. Los caminos de la muerte: religión, rito e iconografía del paso al más allá en la Grecia antigua. Disponible en http://www,cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/
[3] Citado por Domènec Font. Fotografía y cine. Hibridaciones. La extraña pareja. P. 19. Exit, Nº 3, 2001
[4] Walter Benjamin. “Breve historia de la fotografía”, en Discursos interrumpidos I. Buenos Aires, Taurus, 1982
[5] Entiéndase lenguaje aquí en su acepción de lenguaje articulado. El que deviene el habla y la escritura.
[6] Michel Foucault. Las palabras y las cosas. Siglo XXI, 1993. P. 19
[7] Susan Sontag. Cuestión de ënfasis. Alfaguara, 2007. P. 377