Apenas
él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en
hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez
que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado
quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo
poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando,
reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al
que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo
era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los
hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios.
Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los
extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa
convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio,
los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé!
¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar,
perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo
se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas
gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de
las gunfias.
Julio Cortázar
Julio Cortázar
Capítulo 68
RAYUELA