Por cobardía sustituimos la sensación de nuestra nada por la sensación de la nada. Y es que la nada general apenas nos inquieta: vemos en ella demasiado a menudo una promesa, una ausencia fragmentaria, un callejón sin salida que se abre. Durante largo tiempo me obstiné en hallar a alguien que lo supiera todo sobre sí mismo y sobre los otros, un sabio-demonio, divinamente clarividente. Cada vez que creía haberlo encontrado, debía, tras un examen, cambiar de opinión: el nuevo elegido tenía todavía alguna mancha, algún punto negro, no sé qué recoveco de inconsciencia o de debilidad que le rebajaba al nivel de los humanos. Percibía yo en él huellas de deseo o de esperanza, o algún residuo de pesar. Su cinismo era manifiestamente incompleto. ¡Qué decepción! Y proseguía siempre mi búsqueda y siempre mis ídolos del momento pecaban en algún aspecto: el hombre estaba presente en ellos, oculto, maquillado o escamoteado. Acabé por comprender el despotismo de la especie, y por no soñar más que con un no-hombre, con un monstruo que estuviese totalmente convencido de su nada. Era una locura concebirlo: no podía existir, ya que la lucidez absoluta es incompatible con la realidad de los órganos.