El ángel emprendió su camino por las calles invadidas de una bruma rojiza, salpicada de luces amarillas y blancas, y en las que los caballos resoplaban su aliento humeante y los faros de los autos pasaban a gran velocidad.
[…] Buscó en un pequeño restaurante pero como no encontraba el rostro que andaba buscando, pues en la sala no había ningún ángel, tomó asiento en un pequeño velador de mármol que quedaba libre.
Cuando les aguijonea el hambre, los ángeles necesitan comer igual que los animales terrestres, y los alimentos que ingieren, transformados por el calor digestivo, se asimilan a su sustancia celestial. […]
Cuando estaba terminando su frugal cena, un joven con aspecto de pordiosero y ropas raídas entró en el restaurante y, tras buscar con la mirada entre las mesas, se aproximó al ángel y le saludó llamándolo Abdiel, pues él también era un espíritu celeste.
[…]
Su caída, producida hacía dos años, había sido repentina. Pertenecía al octavo coro de la tercera jerarquía, y tenía como misión transmitir la gracia a los fieles, que todavía perduran en buen número en Francia, especialmente entre los oficiales superiores del ejército de tierra y de la armada.
-Una noche de verano –contó-, cuando descendía del cielo para repartir consuelos, perseverancias e indulgencias a varias personas piadosas del barrio de l’Etoile, mis ojos, aunque estaban acostumbrados a los resplandores inmortales, se deslumbraron ante las flores de fuego que sembraban los Campos Elíseos. Grandes candelabros que señalaban bajo los árboles la entrada a los cafés y restaurantes, conferían a las hojas los preciosos destellos de las esmeraldas. Largas guirnaldas de perlas luminosas delimitaban los recintos a cielo abierto, en los que se apretaba una multitud de hombres y mujeres ante una orquesta festiva y cuyas canciones llegaban confusamente a mis oídos. La noche era calurosa; mis alas empezaban a acusar descanso. Descendí hasta uno de esos conciertos y me mezclé, invisible, entre el auditorio. En ese momento apareció una mujer en el escenario, vestida con un traje corto de lentejuelas. Los reflejos de las candilejas y la pintura de su rostro impedían ver de ella otra cosa que su mirada y su sonrisa. Su cuerpo era flexible y voluptuoso. Cantó y bailó… Arcadio, siempre disfruté con la música y la danza; pero la voz corrosiva y los movimientos insinuantes de aquella criatura me provocaron una turbación desconocida. Palidecí, enrojecí, mis ojos se nublaron, la lengua se me secó en la boca; me quedé paralizado.
Y Teófilo le contó entre lamentos que había caído poseído por el deseo de aquella mujer y que no había regresado al cielo; pero, como había adoptado la forma humana se adaptó a la vida terrestre, pues está escrito: «En aquel tiempo, los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas».
Era un ángel caído, y a pesar de haber perdido su inocencia al tiempo que la contemplación de Dios, conservaba al menos el candor espiritual. Se vistió con unos harapos que sustrajo del escaparate de un revendedor israelí y fue al encuentro de aquella a quien amaba. Se llamaba Bouchotte y vivía en un pisito, en Montmartre. Se arrojó a sus pies y le dijo que era adorable, que cantaba de forma deliciosa, que la amaba con locura, que por ella renunciaba a su familia y a su patria, que era músico y no carecía de medios de subsistencia. Conmovida por tanta pasión y candor, por tanta miseria y amor, Bouchotte le dio de comer, le vistió y le amó.
Fragmento de La Rebelión de los Angeles
Anatole France
(1844 – 1924)
Poeta, periodista y novelista francés. Premio Novel de Literatura.
[…] Buscó en un pequeño restaurante pero como no encontraba el rostro que andaba buscando, pues en la sala no había ningún ángel, tomó asiento en un pequeño velador de mármol que quedaba libre.
Cuando les aguijonea el hambre, los ángeles necesitan comer igual que los animales terrestres, y los alimentos que ingieren, transformados por el calor digestivo, se asimilan a su sustancia celestial. […]
Cuando estaba terminando su frugal cena, un joven con aspecto de pordiosero y ropas raídas entró en el restaurante y, tras buscar con la mirada entre las mesas, se aproximó al ángel y le saludó llamándolo Abdiel, pues él también era un espíritu celeste.
[…]
Su caída, producida hacía dos años, había sido repentina. Pertenecía al octavo coro de la tercera jerarquía, y tenía como misión transmitir la gracia a los fieles, que todavía perduran en buen número en Francia, especialmente entre los oficiales superiores del ejército de tierra y de la armada.
-Una noche de verano –contó-, cuando descendía del cielo para repartir consuelos, perseverancias e indulgencias a varias personas piadosas del barrio de l’Etoile, mis ojos, aunque estaban acostumbrados a los resplandores inmortales, se deslumbraron ante las flores de fuego que sembraban los Campos Elíseos. Grandes candelabros que señalaban bajo los árboles la entrada a los cafés y restaurantes, conferían a las hojas los preciosos destellos de las esmeraldas. Largas guirnaldas de perlas luminosas delimitaban los recintos a cielo abierto, en los que se apretaba una multitud de hombres y mujeres ante una orquesta festiva y cuyas canciones llegaban confusamente a mis oídos. La noche era calurosa; mis alas empezaban a acusar descanso. Descendí hasta uno de esos conciertos y me mezclé, invisible, entre el auditorio. En ese momento apareció una mujer en el escenario, vestida con un traje corto de lentejuelas. Los reflejos de las candilejas y la pintura de su rostro impedían ver de ella otra cosa que su mirada y su sonrisa. Su cuerpo era flexible y voluptuoso. Cantó y bailó… Arcadio, siempre disfruté con la música y la danza; pero la voz corrosiva y los movimientos insinuantes de aquella criatura me provocaron una turbación desconocida. Palidecí, enrojecí, mis ojos se nublaron, la lengua se me secó en la boca; me quedé paralizado.
Y Teófilo le contó entre lamentos que había caído poseído por el deseo de aquella mujer y que no había regresado al cielo; pero, como había adoptado la forma humana se adaptó a la vida terrestre, pues está escrito: «En aquel tiempo, los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas».
Era un ángel caído, y a pesar de haber perdido su inocencia al tiempo que la contemplación de Dios, conservaba al menos el candor espiritual. Se vistió con unos harapos que sustrajo del escaparate de un revendedor israelí y fue al encuentro de aquella a quien amaba. Se llamaba Bouchotte y vivía en un pisito, en Montmartre. Se arrojó a sus pies y le dijo que era adorable, que cantaba de forma deliciosa, que la amaba con locura, que por ella renunciaba a su familia y a su patria, que era músico y no carecía de medios de subsistencia. Conmovida por tanta pasión y candor, por tanta miseria y amor, Bouchotte le dio de comer, le vistió y le amó.
Fragmento de La Rebelión de los Angeles
Anatole France
(1844 – 1924)
Poeta, periodista y novelista francés. Premio Novel de Literatura.