Manuel Cofiño
-La Habana, 1936 - 1987-
Porque siempre hay un libro, una sonrisa, una hoja en el aire, un pedazo de mar y una ventana, que son la recompensa.
La conocí en el campamento Maravilla Roja. Jefa de una brigada. Entusiasta, incansable, y además era la admiración porque no le tenía miedo a las ranas que abundaban en las siembras de berro.
La miraba subir cada día ágilmente a la carreta, y los domingos lavar su ropa bajo el framboyán. Durante el tiempo que estuvimos allí, conversamos diez o doce veces. Me gustó la forma que tenía para decir las cosas. Que si el amor y las palabras arden y se apagan, saltan y se buscan como semillas y cenizas. Algo así decía. Y era como si limpiara las palabras frotándolas contra la vida.
A los hombres nos trasladaron y ella se quedó allí con sus muchachas. Recuerdo que al despedirse dijo : bueno, y me alegro de que existas.
Poco meses después la encontré frente a Coppelia, imprudentemente parada en una esquina, con el cabello turbio y despeinado. Por un momento creí tener una visión. La vi rara (no era sólo la forma de vestir, sino el conjunto). Se puso nerviosa, empezó a hacer movimientos cómicos y torpes. Cargaba con ambas manos un montón de libros. Llevaba un pulóver verde y un pantalón de mezclilla. Sus ojos resaltaban de una manera extraña. Después nos encontramos varias veces. Un día la llamé y vino. Empujó la puerta de este cuarto tristísimo y entró como una canción.
No voy a contar nuestra historia. Ni hablar de su voz, su mirada, la sorprendente luminosidad de su presencia. Era fea, pero vibraba como un instrumento vivo, y aplastaba la tristeza con caricias: ahuyentar, arrancar la tristeza porque es árbol estéril y frondoso y decía, me besaba. Y el amor es flor rara, delicada, cuesta trabajo que abra, dura poco, se deshoja enseguida. Las otras son resistentes, nacen donde quieren, crecen solas, no requieren cuidados. Y ponía en mi boca sus besos. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.
Cuando llegaba, este pequeño cuarto se poblaba de latidos (ella decía que de pájaros y flores), pero lo cierto es que ponía el aire en su lugar entre murmullos. Se quitaba la ropa como si regalara sus vestidos al viento. Cómo olvidar la alegría de su cuerpo, la flexibilidad de su cintura, sus pechos, sus jugos y sabores.
Era una inventasueños y verdades. Descalza besaba el piso, los azulejos rotos del pasillo.Sentía cariño por las latas oxidadas donde crecían los geranios, las paredes descascaradas, el ruido de la enredadera contra el cinc, el pedazo de mar en la ventana. Hablaba de gorriones y disparos, de incendiar la triteza. Iba de un lado a otro arreglando cacharros, su cuerpo cantaba y sus canciones subían por la paredes. Le gustaba el olor al ajo y hierbabuena. Hacía chirriar los platos y los vasos. Conseguía hacerlo todo sin esfuerzo, como si sus manos dominaran sobre las necesidades cotidianas. No hacía preguntas. Se contestaba sin ellas y, a veces,hacía del silencio su voz.
Cómo olvidar su cabeza inclinada, la caída de su cabellera sobre el hombro.Ese algo que tenía que no se puede explicar, que no se podrá jamás describir ni decir porque sería como tratar de mostrar el corazón de la lluvia.
En su mirada la mañana aparecía espontáneamente como el agua. Agua de compañía al despertar. En su cuerpo el tiempo era diminuto, menudo, frágil. Decía: el amor son dos cuerpos amarrados con una soga loca, un martirioplacer fugaz, intenso, fulminante. Manejar el amor es manejar el fuego, decirle que no arda. Esto del amor es un problema, te dan demasiado o no te dan ninguno, y todo el mundo se lleva su golpe; y además es invisible y nace y muere y no somos ni eternos ni puros. Y aplastaba con sus labios mis protestas. Entonces hablaba sobre la opresión familiar, la icomprensión de los padres, la aurora de una nueva época, la lucha por hacerla. Y había algo en ella que siempre había estado conmigo.
Hay que olvidar las cosas débiles, las frágiles, los pensamientos melancólicos. La vida es una música severa. Y yo la contemplaba hablándome, desnuda, sentada en la cama, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas y las manos cruzadas sobre sus piernas encogidas.
Nunca estuve seguro de si volvería al día siguiente, al cabo de un mes o una semana. Le molestaba estancarse en las cosas. A veces pasaba semanas sin venir. Iba al amor grande a todo no al chiquito de nosotros; marchaba al campo a hacer la vida con las manos, a acariciar la tierra, los frutos y las hojas.
Regresaba ágil e inquietante. Las mejillas ardiendo, el pelo lacio veteado por el sol y la alegría chispéandole en los ojos. Cansada de buen cansancio, traía besos silvestres y una sonrisa amplia y temblorosa. Decía que el trabajo es la más hermosa alegría de la vida. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.
Pero un día no amanecí más en su mirada, perdí la gravedad de su carne entusiasta, la saliva sabia de sus besos, las uñas de sus manos busconas, el esplenderoso olor de su pelo. Dejó un hueco repleto de recuerdos, lecciones y silencios. ¿Con cuál ropa se fue? No sé. Algo se quebró, se evaporó, se hizo sombra y luz al mismo tiempo.
Aquí sobrevive a su presencia en lo que eligió para ser recordada. En este cuarto quedó de ella un ligero olor, una voz en el viento, unas canciones cantando en las paredes, un aire, el ruido de la enredadera contra el cinc, una hoja olvidada, la luz entrando por la ventana y el chirrido de un vaso limpiando la tristeza.
¿Me enseñó a ser distinto?. No sé. Pero si la ven denle las gracias, porque me dejó la recompensa: un libro, una sonrisa, cuatro paredes llenas de canciones, un pedazo de mar y una ventana.
-La Habana, 1936 - 1987-
Porque siempre hay un libro, una sonrisa, una hoja en el aire, un pedazo de mar y una ventana, que son la recompensa.
La conocí en el campamento Maravilla Roja. Jefa de una brigada. Entusiasta, incansable, y además era la admiración porque no le tenía miedo a las ranas que abundaban en las siembras de berro.
La miraba subir cada día ágilmente a la carreta, y los domingos lavar su ropa bajo el framboyán. Durante el tiempo que estuvimos allí, conversamos diez o doce veces. Me gustó la forma que tenía para decir las cosas. Que si el amor y las palabras arden y se apagan, saltan y se buscan como semillas y cenizas. Algo así decía. Y era como si limpiara las palabras frotándolas contra la vida.
A los hombres nos trasladaron y ella se quedó allí con sus muchachas. Recuerdo que al despedirse dijo : bueno, y me alegro de que existas.
Poco meses después la encontré frente a Coppelia, imprudentemente parada en una esquina, con el cabello turbio y despeinado. Por un momento creí tener una visión. La vi rara (no era sólo la forma de vestir, sino el conjunto). Se puso nerviosa, empezó a hacer movimientos cómicos y torpes. Cargaba con ambas manos un montón de libros. Llevaba un pulóver verde y un pantalón de mezclilla. Sus ojos resaltaban de una manera extraña. Después nos encontramos varias veces. Un día la llamé y vino. Empujó la puerta de este cuarto tristísimo y entró como una canción.
No voy a contar nuestra historia. Ni hablar de su voz, su mirada, la sorprendente luminosidad de su presencia. Era fea, pero vibraba como un instrumento vivo, y aplastaba la tristeza con caricias: ahuyentar, arrancar la tristeza porque es árbol estéril y frondoso y decía, me besaba. Y el amor es flor rara, delicada, cuesta trabajo que abra, dura poco, se deshoja enseguida. Las otras son resistentes, nacen donde quieren, crecen solas, no requieren cuidados. Y ponía en mi boca sus besos. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.
Cuando llegaba, este pequeño cuarto se poblaba de latidos (ella decía que de pájaros y flores), pero lo cierto es que ponía el aire en su lugar entre murmullos. Se quitaba la ropa como si regalara sus vestidos al viento. Cómo olvidar la alegría de su cuerpo, la flexibilidad de su cintura, sus pechos, sus jugos y sabores.
Era una inventasueños y verdades. Descalza besaba el piso, los azulejos rotos del pasillo.Sentía cariño por las latas oxidadas donde crecían los geranios, las paredes descascaradas, el ruido de la enredadera contra el cinc, el pedazo de mar en la ventana. Hablaba de gorriones y disparos, de incendiar la triteza. Iba de un lado a otro arreglando cacharros, su cuerpo cantaba y sus canciones subían por la paredes. Le gustaba el olor al ajo y hierbabuena. Hacía chirriar los platos y los vasos. Conseguía hacerlo todo sin esfuerzo, como si sus manos dominaran sobre las necesidades cotidianas. No hacía preguntas. Se contestaba sin ellas y, a veces,hacía del silencio su voz.
Cómo olvidar su cabeza inclinada, la caída de su cabellera sobre el hombro.Ese algo que tenía que no se puede explicar, que no se podrá jamás describir ni decir porque sería como tratar de mostrar el corazón de la lluvia.
En su mirada la mañana aparecía espontáneamente como el agua. Agua de compañía al despertar. En su cuerpo el tiempo era diminuto, menudo, frágil. Decía: el amor son dos cuerpos amarrados con una soga loca, un martirioplacer fugaz, intenso, fulminante. Manejar el amor es manejar el fuego, decirle que no arda. Esto del amor es un problema, te dan demasiado o no te dan ninguno, y todo el mundo se lleva su golpe; y además es invisible y nace y muere y no somos ni eternos ni puros. Y aplastaba con sus labios mis protestas. Entonces hablaba sobre la opresión familiar, la icomprensión de los padres, la aurora de una nueva época, la lucha por hacerla. Y había algo en ella que siempre había estado conmigo.
Hay que olvidar las cosas débiles, las frágiles, los pensamientos melancólicos. La vida es una música severa. Y yo la contemplaba hablándome, desnuda, sentada en la cama, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas y las manos cruzadas sobre sus piernas encogidas.
Nunca estuve seguro de si volvería al día siguiente, al cabo de un mes o una semana. Le molestaba estancarse en las cosas. A veces pasaba semanas sin venir. Iba al amor grande a todo no al chiquito de nosotros; marchaba al campo a hacer la vida con las manos, a acariciar la tierra, los frutos y las hojas.
Regresaba ágil e inquietante. Las mejillas ardiendo, el pelo lacio veteado por el sol y la alegría chispéandole en los ojos. Cansada de buen cansancio, traía besos silvestres y una sonrisa amplia y temblorosa. Decía que el trabajo es la más hermosa alegría de la vida. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.
Pero un día no amanecí más en su mirada, perdí la gravedad de su carne entusiasta, la saliva sabia de sus besos, las uñas de sus manos busconas, el esplenderoso olor de su pelo. Dejó un hueco repleto de recuerdos, lecciones y silencios. ¿Con cuál ropa se fue? No sé. Algo se quebró, se evaporó, se hizo sombra y luz al mismo tiempo.
Aquí sobrevive a su presencia en lo que eligió para ser recordada. En este cuarto quedó de ella un ligero olor, una voz en el viento, unas canciones cantando en las paredes, un aire, el ruido de la enredadera contra el cinc, una hoja olvidada, la luz entrando por la ventana y el chirrido de un vaso limpiando la tristeza.
¿Me enseñó a ser distinto?. No sé. Pero si la ven denle las gracias, porque me dejó la recompensa: un libro, una sonrisa, cuatro paredes llenas de canciones, un pedazo de mar y una ventana.