Silvina Ocampo & Adolfo Bioy Casares: extraña pareja

Siempre tiene frío. Esta noche, para sen-tarse a la mes­a se volverá a envolver en su tapado de piel de tigre. Ha mandado encender la calefacción, pero no demasiado. Para qué andar gastando; cuanto menos tenga que abrir las bolsas de plástico llenas de plata guardadas en el ropero, mejor será.

Desde la muerte de Marta, su mujer, el padre de Adolfito vive con ellos. Cada día, al regresar de su bufete de abogado, se cambia de arriba abajo para pasar al comedor, se sienta ceremoniosamente en el lugar indicado y come mirando el plato, esquivándole a ella la mirada y sin sumarse a las risas de Adolfito y de Borges: Georgie. Por suerte para ella vendrán los Pepes; Pepe Bianco, el escritor, y Pepe Fernández, el muchachito risueño que toca el piano, el amigo de Wilcock. A los Pepes y a Johnny (para ellos Wilcock siempre será Johnny) los hace venir para alivianar el aire, para no estar aislada; su suegro por su lado, Adolfito con Georgie por el suyo, y ella, sola.

Nada ha cambiado desde que era la hermana feúcha, la menorcita aplastada bajo el peso de las otras: Victoria, la brillante; Rosa, Pancha y Angélica, con su fama de ser la más inteligente de las cinco (la sexta ha muerto hace tiempo). Salvo Victoria, que reina majestuosa en San Isidro, sus hermanas siguen viviendo cerca, cada una en su piso, y ella arrinconada en el suyo. La calle Posadas prolonga la casa natal de la calle Viamonte. A falta de lugar en la banda poderosa de sus hermanas, Silvina siempre ha andado escabulléndose por los rincones, espiando, curioseando a los pobres, a los raros.

Ahora podría compartir las rarezas de Georgie y Adolfito, pero algo en ella se resiste a divertirse igual. Sus rarezas no son las mismas. Anoche se han reído juntos los dos durante toda la comida, imaginando colores cambiados. "¿Y si el cielo fuera verde?", decía Georgie. Ja, ja. "¿Y si el pasto fuera violeta?", decía Adolfito. Ja, ja, ja. En ese momento, hasta la seriedad inabordable del suegro le ha resultado más afín que esos chistes de nenes genios.

El suegro a ella no la quiere. Primero no la quiso por su amistad con Marta, demasiado íntima para su gusto. Pero el colmo para él fue asistir impotente al casamiento de su hijo, bellísimo, talentosísimo, riquísimo, con la feaza de los Ocampo, que tenía tanta plata como él, pero que le llevaba sus buenos años (las respectivas fechas de nacimiento, 1903, 1914, aún le suenan a insulto). Silvina no podrá hacerlo abuelo. La concentrada y oscura bronca ni siquiera se le calmará cuando Adolfito y Silvina viajen a Pau, Francia, para buscar a Marta, la hija.

Se estremece sin pausa, tal vez de miedo. Esa tarde ha visto a Alejandra, la poeta. Alejandra Pizarnik. Con Alejandra se ríe, pero comparte sobre todo el temblor. Ella también es una criatura feíta y abandonada. Por eso la ama: otra nena genial, pero habitante de una región profunda que no acepta risitas de niños bien. No es que Alejandra sea compungida ni solemne, es que sus enigmas no son un juego. Los de ella tampoco. Enigmas espeluznantes de verdad, porque rozan la muerte: ¿qué son los cuentos de Silvina sino pequeños sepulcros adornados con plumas y piedritas, ritualesÛ de niña mala que ha matado un insecto y le rinde honores?

La primera vez que lo vio, en 1933, en casa de Marta, Adolfito llevaba una raqueta de tenis. Su belleza le resultó una puñalada. A ella le bastó verlo para sentirse desesperada de celos. Pero algo había en él peor que su hermosura: sus ojos hundidos bajo unas cejas despeinadas por un viento invisible revelaban su desamparo. Silvina en eso no era diferente de cualquier otra mujer: podía resistirse a la salud, a la fuerza; al desamparo no. Por lo demás, en ese rostro tan fino se anunciaba un rasgo futuro, al que tampoco se resiste ninguna mujer: con el tiempo, a ambos lados de la boca, los músculos se le dibujarán con nitidez, labrándole dos surcos que no aludirán a vejez, sino a virilidad. Poco tiempo después, el muchacho estatuario publicaba La invención de Morel.

Le propuso casamiento siete años más tarde. Ella se preguntó por qué razón la elegía, elegante, graciosa, creativa y Ocampo, pero madura, nada linda y de una sexualidad incierta. Sospechó que la elegía por razones literarias y, más oscuramente, para acercarse a su madre por caminos oblicuos. Después ya no se preguntó más nada: Adolfito y Silvina se convirtieron en ese monstruo de dos cabezas llamado pareja. Aunque cada uno de los dos existió por separado –él con su guirnalda de amores, ella también enguirnaldada pero menos, apartada y secreta, jugando a las escondidas, como siempre–, los dos existieron en conjunto. En la pareja de Silvina y Adolfito cabían muchos. No por eso dejaban de ser la criatura bifronte denominada los Bioy.

Silvina sabe todo, acepta todo y se calla, pero tiembla sin pausa. Tiene terror de las noches en las que él tarda en llegar. Para espiarlo, pone una silla delante de la puerta. El correrá la silla al abrir, y ella al oír el ruido se volverá a la cama a hacerse la dormida. Sentirse ridícula no disminuye la quemazón de la rabia.

Quizá Georgie tenga razón cuando dice: "Yo sospecho que para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de las tantas personas con las que tiene que alternar durante su residencia en la Tierra". Nadie podrá afirmar nunca cómo es Silvina; a lo sumo podrán preguntar: ¿cuál de ellas? Algunas Silvinas, por desgracia, se reconocen entre sí: la que al ver a Adolfo Bioy Casares con su raqueta de tenis sintióque su belleza la apuñalaba es la misma que por las noches espera su regreso, temiendo que alguien esta vez consiga retenerlo y ella lo pierda.

Su cuarto está caldeado, pero se estremece como nunca. Puede entenderlo todo, hasta que Adolfito la traicione con su propia sobrina. Pero no hay adivino que no tiemble, y Silvina adivina lo que vendrá. Como si ya intuyera el peligro que representará para ella el amor de Adolfito por Elena Garro. La mujer de Octavio Paz, excelente autora de cuentos fantásticos, escribirá una novela titulada Recuerdos del porvenir. Silvina siempre ha tenido recuerdos del porvenir. Ahora cree recordar un futuro en el que Adolfito se habrá ido con la escritora mexicana, y entonces mete la cabeza entre sus pieles de fiera frágil.

Si por lo menos Adolfito y ella hubieran continuado escribiendo de a dos. Si ella le hubiera demostrado que su guirnalda podía ser de mujeres, pero jamás de escritoras. Si ambos se hubieran convertido en otro monstruo de dos cabezas, pero esta vez literario: un Bustos Domecq formado por ambos Bioy. Al principio lo ha intentado: en 1946, Silvina ha escrito con Adolfito una novela policial de título elocuente, Los que aman odian. Ha sido una parodia, porque está escrita en broma, y porque Silvina se ha esforzado en adaptarse a los misterios de Bioy, que se resuelven gracias a una trama rigurosamente controlada, mientras que los de Silvina quedan flotando. Imposible competir con Georgie en ese terreno; la complicidad literaria ya no ha sido con ella, sino con él. ¿Pero entonces a ella qué terreno le queda, salvo escribir lo suyo en soledad?

Esa noche de 1954, Silvina entra en el comedor envuelta en sus tigres, como una actriz adulada que en el fondo se muere de timidez. El suegro, Georgie, los Pepes y Adolfito la esperan desde hace rato. Se levantan, corteses. El cocinero de toca y el maître d’hôtel de guante blanco que presenta la bandeja se han esmerado: el soufflé está en su punto, la comida transcurre como siempre, ritual inamovible en el que Georgie y Adolfito comparten ese sentido del humor que a ella la cansa. Como siempre también, después del último bocado el suegro se despide y Adolfito se retira con Georgie al salón del café. Los Pepes la rodean inquietos. Son los únicos que se han dado cuenta de su inusual palidez. Silvina cae desvanecida. Hay corridas y gritos; Adolfito se asoma con la cara desencajada. Se la llevan alzada, llaman a un médico que diagnostica meningitis. Abrazado a sus amigos, Adolfito llora como un chico repitiendo: "Pero yo qué voy a hacer si Silvina se va, qué voy a hacer sin Silvina". Ella no puede oírlo. Si lo oyera entendería que su marido nunca se irá, porque sencillamente la adora.

Poco tiempo después viajaron a Pau para buscar a la nena, Marta, nacida tres meses antes. Un viaje del que Silvina regresaría convertida en madre legal. Cosa inesperada, la hija de Adolfito con esa presunta costurera que cumplió con su pacto de hacer mutis por el foro, a Silvina se le metió en el alma. (Cuando con el tiempo lleguen los nietos, Florencio, Lucila y Victoria, se mostrará igual de cariñosa). Nadie la había creído capaz de sentimientos maternales, ni siquiera ella misma, y sin embargo sí, los tuvo. Al principio lo hizo por Adolfito: él deseaba hijos y le rogó que hiciera de madre de este bebé. Después lo hizo porque Martita le cayó bien. Descubrió el placer de celebrarle los cumpleaños, de llevarla al Zoológico. Y se rió durante años del día en que enfrentó a la beba por primera vez. Estaba colorada hasta las orejas y, de puro nerviosa, dijo la primera zoncera que se le ocurrió: "Qué naricita más chica tiene, ¿no será homosexual?" "No –le contestó Adolfito, muy serio, como si la pregunta le pareciera de lo más atinada–; es que es ñatita".

Extraña Silvina. Extraña relación de pareja que no se pareció a ninguna, pero que lejos de ser una tranquila amistad fue un agitado amor.

Silvina Ocampo murió en 1994. Veinte días después de su muerte, su hija Marta murió atropellada por un automóvil. Bioy Casares las sobrevivió cinco años. Finalmente, había sido Silvina la que lo había abandonado a él. Cuando se hizo evidente que ella se tropezaba con las cosas, con las ideas, él contrató a unas cuidadoras encargadas de vigilarla. De creerle a su mucama Jovita, testigo de una de las Silvinas que compusieron a Silvina, la anciana señora no se lo perdonó. Nunca más volvió a hablarle. Arrodillado ante ella, el viejo señor le suplicaba llorando como un chico, igual que en 1954: "Silvinita, por favor, contestame, dame un beso, Silvinita, no me dejes aquí". Ella le daba vuelta la cara, por una vez de viaje sin él.

Hace 150 años, moría Arthur Schopenhauer

Arthur Schopenhauer podía ser sociable si quería. Pero si alguien empezaba a decir tonterías durante el almuerzo en su taberna preferida, simplemente cambiaba de mesa. Dicen que una vez se hartó de la verborragia de su ama de llaves y la empujó por la escalera.

Schopenhauer no fue solamente un gran filósofo, sino también un hombre excéntrico y a veces colérico. Ésta y otras facetas así como la importancia del pensamiento del filósofo alemán serán analizadas con motivo del 150 aniversario de su muerte, acaecida el 21 de septiembre de 1860 en Fráncfort, con una gran muestra y un congreso internacional.
Schopenhauer es considerado el gran modernizador de la filosofía del siglo XIX. Desechó el ideal del ser humano guiado por la razón, afirmando que carecía de libre albedrío y se orientaba por el instinto. Para él, la conciencia humana tenía una base orgánica. "Cambió la visión del mundo y la visión del ser humano de forma radical", señala Matthias Kossler, presidente de la Sociedad Schopenhauer y director del centro de investigación sobre Schopenhauer de la Universidad de Maguncia.

Schopenhauer destruyó las ilusiones y se ganó fama de eterno pesimista. A diferencia de los grandes defensores de la Ilustración, no creía que el hombre pudiese cambiar para bien, ni tampoco tenía fe en el progreso de la humanidad desde el punto de vista moral. Para Kossler, este escepticismo tiene mucha actualidad en épocas de cambio climático y crisis financiera global.

La obra de Schopenhauer no pertenece a las más agudas de la historia de la filosofía, ni es fácil de leer. Fue uno de los primeros pensadores que incorporó elementos del brahmanismo y del budismo, con los cuales coincidía como ateo en la inexistencia de la felicidad terrestre. Para Schopenhauer, el ser humano no podía elevarse por encima de los animales y las plantas. Después de su muerte -falleció a los 72 años a causa de una pulmonía-, su pensamiento influyó en muchos escritores, compositores y pintores y abrió el camino para el surgimiento del psicoanálisis.

Schopenhauer nació en la entonces Danzig -la polaca Gdansk- el 22 de febrero de 1788 en una familia de comerciantes. Abandonó la tradición familiar del comercio al poco tiempo de comenzar como aprendiz, para estudiar filosofía en Gotinga y Berlín. En la capital prusiana obtuvo el doctorado y en 1831 se mudó a Fráncfort huyendo de una epidemia de cólera. En la ciudad a orillas del Meno trabajó como docente privado y vivió de la herencia paterna durante tres décadas hasta su fallecimiento.

En su obra principal, El mundo como voluntad y representación (1819), afirma que el mundo es una mera construcción de nuestra imaginación, es sólo una representación en nuestro conocimiento cotidiano. La "clave de la esencia de todos los fenómenos en la naturaleza" no es para Schopenhauer el espíritu, un absoluto o Dios, sino la voluntad. La esencia íntima de todos los fenómenos es para él una voluntad mayormente inconsciente, un ímpetu, un instinto, un deseo, un ansia.

La solución sólo puede consistir en la "negación de la voluntad de vivir", en la renuncia a satisfacer los instintos y en primer lugar el instinto sexual. La ausencia de deseo rompe el círculo de vivir, sufrir, morir y volver a vivir. Schopenhauer considera que la anulación de la voluntad se da en mayor medida en los monjes budistas o en algunos santos católicos. La obra de Schopenhauer está llena de observaciones ilustrativas, de conocimiento de la vida de una gran claridad psicológica que volcó en sus famosos aforismos.

También se hizo fama de misógino por sus comentarios poco magnánimos sobre las mujeres. Nunca se casó pero tuvo sus amoríos. También con mujeres inteligentes, según relata Kossler, y acota que probablemente su incapacidad para comprometerse sentimentalmente incidió de forma negativa en la imagen que tenía de las mujeres.

No estuvo exento de contradicciones. Fue uno de los primeros en abogar por los derechos de los animales y en profesar admiración por los vegetarianos en la India. En lo personal, sin embargo, comía carne y no llevaba una vida ascética.

En Fráncfort se lo veía pasear a sus perros caniche. Llevaban nombres como "Atman", que significa "alma mundial" en indio. Cuando se portaban mal los llamaba "hombre" a modo de insulto. Una muestra de que este filósofo considerado un misántropo también tenía humor. Y a la ama de llaves que tanto mortificó le tuvo que pagar una renta vitalicia.
Schopenhauer allanó el camino al mundo moderno

El filósofo alemán Arthur Schopenhauer (*1788 - †1860) puede enseñarnos aún muchas cosas. De ello está convencido el profesor Matthias Koßler, presidente de la Sociedad Schopenhauer de Fráncfort y director del centro de investigación sobre Schopenhauer de la Universidad de la misma ciudad.

Pregunta: ¿Por qué seguimos leyendo todavía a Schopenhauer?
Koßler: Schopenhauer allanó el camino a la modernidad. En la Ilustración el ideal era el hombre guiado por la razón. Schopenhauer determinó entonces que la razón dependía en realidad de una voluntad instintiva e innata que caracterizaba al hombre. El ser humano no estaba en condiciones de asumir el papel que los filósofos de la Ilustración le habían otorgado, consideraba. Para Schopenhauer, lo importante no es la voluntad consciente, sino la voluntad que depende de los instintos físicos que tienen que ver sobre todo con la sexualidad. El psicoanálisis se dio cuenta de eso más tarde.

P.: ¿Puede ser que Schopenhauer, el eterno pesimista, tenga más éxito en tiempos difíciles?
Koßler: Yo describiría a Schopenhauer como un hombre sin ilusión. Él creía que el ser humano actuaba motivado por el egoísmo. En su opinión, el mundo no avanzaba hacia el progreso, contra ello nada podían hacer la ciencia y la técnica. Es cierto que en épocas como las de ahora, en las que aumentan las dudas sobre el avance tecnológico y económico, Schopenhauer recupera valor. Pero él también dejó escritos caminos para salir de esa espiral negativa. La estética, el arte, por ejemplo, pueden distraer al hombre de su voluntad y la compasión basada en la ética puede proporcionale libertad.

P.: La ciudad de Fráncfort rinde a homenaje a Schopenhauer en el 150 aniversario de su muerte con una exposición y un congreso internacional ¿Cuál es el objetivo?
Koßler: Queremos ampliar la imagen que se tiene de Schopenhauer. No era sólo un bicho raro, un misógeno o un pesimista empedernido. Y aunque era ateo, desarrolló una teoría de la redención y una serie de normas para la vida. Entre la población, Schopenhauer se hizo muy popular por sus Aforismos sobre el arte de saber vivir. Por el contrario, en el mundo académico nunca fue tan alabado como Hegel y Nietzsche. Eso es lo que queremos cambiar.

120 aniversario del nacimiento de Agatha Christie

Agata Christie es un personaje peculiar, alguien que ha pasado a convertirse en una adicción secreta entre los lectores, una autora a la que se recurre en las vacaciones, de la que se compran sus libros en los puntos de venta de prensa en los aeropuertos o las estaciones como si se tuviera vergüenza de su lectura, que ofrece diversión y misterio pero no, manifiestamente, calidad literaria.

Pero los que hayamos incurrido en sus páginas, sabemos que el sabor de los años 30 y 40 que impregna sus libros, llenos de marqueses con chóferes y jardineros, cuadras y añejos retratos de familia colgados sobre escaleras que se bifurcan, compensa que sus novelas sean artefactos literarios de impecable e implacable eficacia, máquinas bien engrasadas que nos diseñan un crimen, nos presentan un ramillete de sospechosos, los presenta intentando parecer indiferentes a los azares de la investigación y que en las últimas páginas nos demuestran que nuestras sospechas y pálpitos erraban.

Nunca el mayordomo que creíamos será el asesino. La popularidad de Ágata Christie, que al poco de publicar su primera novela, “El misterioso caso de Styles”, en 1920, con la primera aparición del detective belga Hercules Poirot, alcanzó un gran éxito en su país natal, no se corresponde con lo desconocida que sigue siendo su figura entre nosotros.

Nacida el 15 de septiembre de 1890 en Torquay (Inglaterra), fue hija de un corredor de Bolsa norteamericano y de la hija de un capitán de la armada británica. Educada en el típico ambiente de institutrices de rígidas y exigentes maneras, ya en 1906 se trasladó a París para realizar estudios de canto, danza y piano, cuando ya había empezado a escribir sus primeros relatos de adolescente. La vivencia francesa a buen seguro le proporcionó la inspiración para elegir a Poirot como su primer personaje. Encaminada a la respetabilidad, se casó en 1914 con un piloto militar, el coronel Archibald Christie, que le dejaría una única hija, Rosalind, un puñado de amarguras y el apellido de casada con el que firmaría sus obras. En 1928, el matrimonio se cerrará con un divorcio tras haber pasado por un misterio, el único de la vida de Agatha, que incluso ha sido objeto de una película (“Agatha”, 1979, interpretada por Vanessa Redgrave y Dustin Hoffman) y que los biógrafos siguen intentando esclarecer.

El misterio Christie: En 1926, Agatha era ya una autora admirada y querida. Su rostro era bien conocido y allá donde fuera los admiradores la abordaban para saludarla. El 3 de diciembre de aquel año, cuando estaba vigente el éxito de su sexta novela “El asesinato de Roger Ackroyd“, salió de su casa en Styles tras besar a su hija. Durante once días, nada más se supo de ella. Su automóvil, un Morris Cowley con su abrigo y maletas en el interior, fue encontrado abandonado en una cantera en Guilford, al sur de Londres. Se movilizó la policía, la noticia de la búsqueda ocupó las portadas de los periódicos, el público vivió en vilo esas jornadas. Se habló de que podía haberse ahogado en un manantial cercano a la cantera, se especuló con que su infiel marido, el coronel Christie, la había asesinado. La preocupación terminó el 14 de diciembre, cuando fue reconocida por su marido en un lujoso hotel de Arrogate, cerca de la capital, en el que se hospedaba con un nombre falso. Desde diez días antes había estado allí alojada con el nombre de Theresa Neele, justamente el de la amante de su marido, jugando a las cartas, recibiendo tratamientos de hidroterapia y comentando distendida con los huéspedes la desaparición de Agatha Christie. Costó trabajo hacer que reconociera su identidad, pero nunca recordaría lo sucedido. Mientras los maliciosos la acusaban de una maniobra publicitaria pero innecesaria, otros aseguraban que un accidente automovilístico le produjo amnesia. También se habló de un plan de Agatha para desbaratar una escapada amorosa de su marido en las cercanías de la cantera. Lo que sucedió se desconoce. La escritora se escudó siempre en la amnesia. Una crisis nerviosa parece, no obstante, estar en la base de los hechos. Baste decir que incluso Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, intentó encontrar en vano una respuesta a este enigma.

En 1930, Agatha encontraría al fin la estabilidad al casarse con el arqueólogo Max Mallowan, 14 años más joven que ella, al que acompañó en diversas expediciones en Siria. La vida cotidiana durante esas excavaciones, en las que Agatha etiquetaba y fotografiaba los hallazgos, está recogida en un librito encantador y divertido: “Ven y dime cómo vives”. Max morirá en 1978, dos años después que Agatha, que llegó a decir que la ventaja de estar casada con un arqueólogo residía en que a medida que ella cumpliera más y más años, más interesado estaría él en ella. La humorada de la frase se cumplió felizmente. De las expediciones con Max, Agatha extrajo materiales para novelas como “Asesinato en Mesopotamia”, “Muerte en el Nilo”, “Cita a ciegas” e “Intriga en Bagdad”.

Gran legado: En 1961, Agatha será nombrada doctora honoris causa por la universidad de Exeter y Dama del Imperio Británico (el equivalente femenino al título de Sir) en 1971. Morirá el 12 de enero de 1976 en su residencia de Cholsey. Tenía 85 años, y había publicado más de 80 novelas y obras teatrales. Dos detectives muy peculiares, Poirot y la Miss Marple, son su principal legado. Fue una mujer llena de humor, reservada y metódica. Sus méritos y flaquezas ella misma los formuló con exacta concisión: «No soy buena conversadora, no sé dibujar, pintar, moldear o esculpir, no puedo hacer las cosas de prisa, me resulta difícil decir lo que quiero, prefiero escribirlo. Escogí la profesión justa. Lo mejor de ser escritora es que se trabaja en privado y al ritmo que se quiere».

A pesar de la noche, los lápices siguen escribiendo

El 16 de septiembre de 1976 diez estudiantes secundarios de la Escuela Normal Nro 3 de la Plata son secuestrados tras participar en una campaña por el boleto estudiantil. Tenían entre 14 y 17 años. El operativo fue realizado por el Batallón 601 del Servicio de Inteligencia del Ejercito y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, dirigida en ese entonces por el general Ramón Camps, que calificó al suceso como lucha contra "el accionar subversivo en las escuelas". Este hecho es recordado como "La noche de los lápices".

LOS ESTUDIANTES SECUNDARIOS Y LA POLITICA ENTRE 1973-1976

El arribo de la democracia en el mes de mayo de 1973, luego de un proceso creciente de enfrentamientos contra la dictadura miliar que gobernaba desde junio de 1966, trajo consigo la irrupción en la vida política y social de los distintos sectores populares que habían experimentado un crecimiento sustancial durante las luchas; entre ellos, los estudiantes secundarios.

En el movimiento estudiantil secundario se vivieron experiencias hasta ese momentos inéditas en lo referente a participación política, en tanto ésta es atendida en un sentido partidario más o menos directo.

El diario La Opinión editó en 1973 un suplemento dedicado al análisis de los fenómenos políticos entre los adolescentes. En dicho suplemento se publicaron los resultados de una encuesta que realizó el periódico entre 252 estudiantes. Se comprobó que el 30,3% de los jóvenes encuestados tenía algún tipo de participación política.

La política había impregnado el conjunto de la vida estudiantil, dentro y fuera de los colegios. Las organizaciones políticas vieron incrementado notoriamente el número de sus militantes y el grado de su influencia. Según el suplemento citado, "las tres fuerzas más importantes son, en este orden, la Unión de Estudiantes Secundarios, (UES), la Federación Juvenil Comunista (FJC) y la Juventud Secundaria Peronista (JSP)"

La encuesta de La Opinión revelaba también que en 1973 los estudiantes secundarios se inclinaban ante figuras emblemáticas de la izquierda, con la salvedad de Perón, quién asumía, para una porción amplia de los estudiantes, contornos casi revolucionarios. Pese a todo, quien encabeza la encuesta era el Che Guevara con el 67%, a continuación venía J. D. Perón con 66% y a mayor distancia, Salvador Allende con 19%; Fidel Castro con 19%; Eva Perón 17 % y Mao-Tsé-Tung con 16%.

En esta encuesta queda por demás claro que para aquélla generación de estudiantes los referentes revolucionarios y socialistas eran los que ocupaban más espacio en la conciencia estudiantil.

En aquellos años se había alcanzado un nivel de conciencia, acción y participación bastante elevados con lo cual el nivel de cuestionamiento al sistema capitalista era de por demás peligroso para la burguesía y los sectores reaccionarios de nuestro país.

EL GOLPE DE 1976

En la historia de nuestro país, como en el resto de América latina, los golpes de Estado siempre estuvieron al servicio de la clase dominante y del imperialismo. Pero el golpe de Estado de 1976 se podría caracterizar no tan solo como el más sangriento vivido en la historia de nuestro país, sino también como el más pro-imperialista, ya que el estado político-económico que dejó la dictadura le sirvió al imperialismo para garantizar su hegemonía en la región durante décadas.

LOS OBJETIVOS DEL PROCESO

Uno de los objetivos más tenazmente buscado por la dictadura militar que gobernó entre 1976 y 1983 fue neutralizar a buena parte de la juventud y ganar a una porción para su propio proyecto reaccionario.

 La noche de los lápices (película completa) Ficha técnica

Para los que no encajaban en sus esquemas se aplicaban distintos métodos "preventivos", desde el asesinato y la desaparición, hasta la más refinadas formas de marginación social y psicológica, pasando, claro esta, por la clásica y tradicional prisión.

Cuando asumieron en 1976 los militares consideraban que en la Argentina había una generación perdida: la juventud. Esta, por la sofisticada acción de "ideólogos" se había vuelto rebelde y contestataria.

Si bien el gobierno militar toma en cuenta la situación en la que se encontraba la juventud argentina, no fue tan obstinado como para suponer que se debía atacar a toda la juventud por igual. La política hacia los jóvenes parte de considerar que los que habían pasado por la experiencia del Cordobazo y demás luchas previas a 1973, los que habían vivido con algún grado de participación el proceso de los años 73, 74 y 75, los estudiantes universitarios y los jóvenes obreros, eran en su mayoría irrecuperables y en consecuencia había que combatirlos. Para ello utilizaron un pretexto tan obvio como falaz: se trataba de subversivos reales o potenciales que ponían en riesgo al conjunto del cuerpo social. El ser joven pasa a ser un peligro.

Al mismo tiempo, y pensando en el largo plazo, se empieza a desarrollar una estrategia que va más allá de la eliminación del "enemigo". Se empieza a poner la mira sobre el relevo. Ahí están los estudiantes secundarios. Al momento del golpe tienen entre 13 y 18 años más de un millón de jóvenes.
EL TERROR EN LAS AULAS

Uno de los aspectos más dramáticos de la represión vivida en aquellos años fue el secuestro de adolescentes. Llegaron a 250 los desaparecidos que tenían entre 13 y 18 años, claro que no todos estudiaban. Muchos se habían visto obligados a abandonar la escuela para incorporarse al mundo del trabajo.

Pero de los procedimientos utilizados surge claramente que no se trataba de hechos aislados, sino de una investigación pormenorizada en distintas escuelas. En una entrevista concedida a un grupo de padres, un coronel de Campo de Mayo les expresó que se llevaban a los jóvenes que habían estudiado "en colegios subversivos para cambiarles las ideas".

El 16 de septiembre de 1976, 10 estudiantes secundarios de la Escuela Normal Nº 3 de la Plata, son secuestrados tras participar en una campaña por el boleto estudiantil. Todos tenían entre 14 y 17 años. El operativo fue realizado por el Batallón 601 del servicio de Inteligencia del ejercito y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, dirigida en ese entonces por el general Ramón Camps, que califico al suceso como "accionar subversivo en las Escuelas". Este hecho es recordado como "La noche de los lápices".

Solo tres de ellos aparecieron un tiempo después. Pablo Díaz, uno de los liberados, declaró en el juicio a las ex juntas: "Yo pertenecía a la Coordinadora de Estudiantes Secundarios de la Plata y con los chicos del colegio fuimos a presentar una nota al Ministerio de Obras Públicas".

Levantaron chicos en algunos colegios que tenían "marcados" y enemigo era todo aquel estudiante que se preocupara por los problemas sociales, por fomentar entre los estudiantes la participación y la defensa de los derechos de los mismos.

HOY LOS LAPICES SIGUEN ESCRIBIENDO
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Bibliografia consultada: Estudiantes secundarios: Sociedad y política, Berguier, Hechker y Schifrin.

Comunicadores Solidarios - Agencia Latina de Información Alternativa, 16/09/2005

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Un pedazo de mar y una ventana, Manuel Cofiño

Manuel Cofiño
-La Habana, 1936 - 1987-


Porque siempre hay un libro, una sonrisa, una hoja en el aire, un pedazo de mar y una ventana, que son la recompensa.

La conocí en el campamento Maravilla Roja. Jefa de una brigada. Entusiasta, incansable, y además era la admiración porque no le tenía miedo a las ranas que abundaban en las siembras de berro.

La miraba subir cada día ágilmente a la carreta, y los domingos lavar su ropa bajo el framboyán. Durante el tiempo que estuvimos allí, conversamos diez o doce veces. Me gustó la forma que tenía para decir las cosas. Que si el amor y las palabras arden y se apagan, saltan y se buscan como semillas y cenizas. Algo así decía. Y era como si limpiara las palabras frotándolas contra la vida.

A los hombres nos trasladaron y ella se quedó allí con sus muchachas. Recuerdo que al despedirse dijo : bueno, y me alegro de que existas.

Poco meses después la encontré frente a Coppelia, imprudentemente parada en una esquina, con el cabello turbio y despeinado. Por un momento creí tener una visión. La vi rara (no era sólo la forma de vestir, sino el conjunto). Se puso nerviosa, empezó a hacer movimientos cómicos y torpes. Cargaba con ambas manos un montón de libros. Llevaba un pulóver verde y un pantalón de mezclilla. Sus ojos resaltaban de una manera extraña. Después nos encontramos varias veces. Un día la llamé y vino. Empujó la puerta de este cuarto tristísimo y entró como una canción.

No voy a contar nuestra historia. Ni hablar de su voz, su mirada, la sorprendente luminosidad de su presencia. Era fea, pero vibraba como un instrumento vivo, y aplastaba la tristeza con caricias: ahuyentar, arrancar la tristeza porque es árbol estéril y frondoso y decía, me besaba. Y el amor es flor rara, delicada, cuesta trabajo que abra, dura poco, se deshoja enseguida. Las otras son resistentes, nacen donde quieren, crecen solas, no requieren cuidados. Y ponía en mi boca sus besos. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.

Cuando llegaba, este pequeño cuarto se poblaba de latidos (ella decía que de pájaros y flores), pero lo cierto es que ponía el aire en su lugar entre murmullos. Se quitaba la ropa como si regalara sus vestidos al viento. Cómo olvidar la alegría de su cuerpo, la flexibilidad de su cintura, sus pechos, sus jugos y sabores.

Era una inventasueños y verdades. Descalza besaba el piso, los azulejos rotos del pasillo.Sentía cariño por las latas oxidadas donde crecían los geranios, las paredes descascaradas, el ruido de la enredadera contra el cinc, el pedazo de mar en la ventana. Hablaba de gorriones y disparos, de incendiar la triteza. Iba de un lado a otro arreglando cacharros, su cuerpo cantaba y sus canciones subían por la paredes. Le gustaba el olor al ajo y hierbabuena. Hacía chirriar los platos y los vasos. Conseguía hacerlo todo sin esfuerzo, como si sus manos dominaran sobre las necesidades cotidianas. No hacía preguntas. Se contestaba sin ellas y, a veces,hacía del silencio su voz.

Cómo olvidar su cabeza inclinada, la caída de su cabellera sobre el hombro.Ese algo que tenía que no se puede explicar, que no se podrá jamás describir ni decir porque sería como tratar de mostrar el corazón de la lluvia.

En su mirada la mañana aparecía espontáneamente como el agua. Agua de compañía al despertar. En su cuerpo el tiempo era diminuto, menudo, frágil. Decía: el amor son dos cuerpos amarrados con una soga loca, un martirioplacer fugaz, intenso, fulminante. Manejar el amor es manejar el fuego, decirle que no arda. Esto del amor es un problema, te dan demasiado o no te dan ninguno, y todo el mundo se lleva su golpe; y además es invisible y nace y muere y no somos ni eternos ni puros. Y aplastaba con sus labios mis protestas. Entonces hablaba sobre la opresión familiar, la icomprensión de los padres, la aurora de una nueva época, la lucha por hacerla. Y había algo en ella que siempre había estado conmigo.

Hay que olvidar las cosas débiles, las frágiles, los pensamientos melancólicos. La vida es una música severa. Y yo la contemplaba hablándome, desnuda, sentada en la cama, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas y las manos cruzadas sobre sus piernas encogidas.

Nunca estuve seguro de si volvería al día siguiente, al cabo de un mes o una semana. Le molestaba estancarse en las cosas. A veces pasaba semanas sin venir. Iba al amor grande a todo no al chiquito de nosotros; marchaba al campo a hacer la vida con las manos, a acariciar la tierra, los frutos y las hojas.

Regresaba ágil e inquietante. Las mejillas ardiendo, el pelo lacio veteado por el sol y la alegría chispéandole en los ojos. Cansada de buen cansancio, traía besos silvestres y una sonrisa amplia y temblorosa. Decía que el trabajo es la más hermosa alegría de la vida. Y la luz, la mañana, el sueño y la verdad echaban a andar al mismo tiempo.

Pero un día no amanecí más en su mirada, perdí la gravedad de su carne entusiasta, la saliva sabia de sus besos, las uñas de sus manos busconas, el esplenderoso olor de su pelo. Dejó un hueco repleto de recuerdos, lecciones y silencios. ¿Con cuál ropa se fue? No sé. Algo se quebró, se evaporó, se hizo sombra y luz al mismo tiempo.

Aquí sobrevive a su presencia en lo que eligió para ser recordada. En este cuarto quedó de ella un ligero olor, una voz en el viento, unas canciones cantando en las paredes, un aire, el ruido de la enredadera contra el cinc, una hoja olvidada, la luz entrando por la ventana y el chirrido de un vaso limpiando la tristeza.

¿Me enseñó a ser distinto?. No sé. Pero si la ven denle las gracias, porque me dejó la recompensa: un libro, una sonrisa, cuatro paredes llenas de canciones, un pedazo de mar y una ventana.

Informe bajo llave

Marta Lynch
Informe bajo llave (fragmento)

" Usted, mi siquiatra, mi amable componedor, recibía mis cartas, las recibe, está apilando en sus cajones las entregas de este largo informe, cada día más secreto, quizá más peligroso. Bajo llave; échale llave a la forma como se quebranta mi voluntad, como se resquebraja y pudre lo que nació sano y normal, con buena voluntad, salud admirable, cierta dosis de ansiedad manifiesta. Contemos entre ambos las desapariciones y las reapariciones. Cada día una nueva vuelta de tuerca hacía crujir las vértebras del cuello y dejaba ver un poco más la lengua del ahogado. Sin embargo, en medio del marasmo distingo las fases del poder. Estoy tratando con una parte importante de la vida de todos. La historia se ha tejido con algo que participa de esta blandura. Es un tronco podrido, un invernadero. Una flor carnívora, cortada y que huele a muerto. Se pudren los estratos que recorro con Vargas y se pudren los escalones por los que transitan mis compatriotas".

GERMAN DEHESA, Yo contra mí

Déjenme platicarles un poco de los tortuosos caminos que me han traído hasta aquí. Cuando me propusieron este ejercicio, en principio pensé que quien me hablaba era un bromista telefónico y, como tal, le respondí que por supuesto estaría dispuesto a un intenso pugilato conmigo mismo.

Aunque no lo crean me tiene en vilo el asunto: ya llevo varios años aprendiendo estratagemas para aliviarme de una timidez incurable. Soy tímido de nacimiento. Parece que mi hijo heredó ese problema: también es muy refractario, aunque no lo someto a las torturas a las que yo sí fui sometido. A mí me obligaban o intentaban obligarme a recitar el poema a los niños héroes de Amado Nervo, delante de una bola de seres muy extraños: hombres viejísimos, como de cuarenta años, y mujeres con lunares peludos; me parecía que no merecían escuchar aquellos versos por mi boca.


En esas ocasiones, mi mamá me laceraba fuertemente diciendo que cómo era posible que si me los sabía no los recitara; yo le respondía que no me daba la gana y que me daba mucha pena pues seguro se me iban a olvidar.

Desde entonces empezó a fraguarse el acero. Prueba de ello es que aquí estoy avisándoles que sí, que soy como todos ustedes: un ser dual. Espero que no lleguemos a un diagnóstico de esquizofrenia severa, pero sí tengo esa condición de siempre estarme asomando a dos caminos.

Mi caso se acentúa por el hecho de ser hijo de un veracruzano alegrísimo, desmadroso, vital, con una capacidad para resolverlo todo en una broma, en un chiste, en una ocurrencia, en encontrarle siempre el lado luminoso aun en lo más siniestro, y militante del Partido Comunista Mexicano. Por otro lado, estaba el carácter de mi madre, que era una señora decente y con una brutal propensión al aburrimiento, a la condición sufridora, dramática: casi daba las gracias por cada dolor nuevo que le venía.

Recuerdo aquí a Giovanni Guareschi, que creó a dos personajes memorables: a Don Camilo, que era cura, párroco de un pueblo italiano, y al alcalde, que era comunista, se llamaba Giusepe Bottazzi, aunque todo mudo le decía Pepón. Hagan de cuenta que en mi casa vivían Don Camilo y Pepón, nada más que Don Camilo era Doña Camila. Si recuerdo bien el mundo de Guareschi, lo más conmovedor del libro, lo más divertido era que, a pesar de esos encuentros o desencuentros ideológicos, los dos personajes siempre encontraban una ruta para que lo humano los reuniera. Supongo que por lo menos en tres ocasiones mis padres lograron encontrar ese camino: tuvieron tres hijos, uno de ellos con parálisis cerebral, el mayor; luego aparecí yo en el horizonte para gloria de este país, el primero de julio de 1944; y mi hermana, la menor, de quien ya hablaré.

Mi padre pidió que yo naciera en Veracruz puesto que mi espíritu era veracruzano, pero mi madre, dócil y cristiana, me nació en Tacubaya... y me pasó a fregar porque realmente ser de Veracruz es algo tres o cuatro veces heroico. Salvo el cine Ermita y un motel muy viejo que hay por ahí, Tacubaya no tiene mayores timbres de gloria ni de historia...

Nací cerca del Molino del Rey donde se perdió una batalla importante (casi es de rigor decirlo, es como un pleonasmo: si es una batalla en la que participaron los mexicanos, salvo la del 5 de mayo y la de Querétaro, todas las demás las perdimos). Por esos mismos lugares nació Guillermo Prieto, un viejo maravilloso; nada hay más deleitoso para un mexicano, o nada debería ser más deleitoso, que la lectura de Memorias de mis tiempos. Ese libro es la historia del México del siglo XIX contada por su mejor cronista, por un protagonista privilegiado que estuvo en todo, que estuvo en las guerras, que estuvo en la paz, que estuvo en el periodismo, que estuvo en la dramaturgia y que publicaba los famosos San Lunes de Fidel, un resumen periodístico de lo que le había parecido la semana mexicana.

Nazco, decía yo, en Tacubaya, donde ahora está la UAM. En esa hermosa casa estaba la maternidad, tiene enfrente la embajada rusa, que era muy frecuentada por mi padre –la embajada rusa, la maternidad pues nada más esa vez fue a enterarse a ver qué le había salido. Le habían salido dos orejas, básicamente, y un pequeño ser adosado; debo confesarles que no ha cambiado mucho la configuración del hijo de mi querido y añorado Don Ángel Dehesa...


No se desesperen. Obviamente sí me voy a pelear yo contra mí. Existe el yo que está tomado de la mano de mi padre y el otro que no quisiera tomarse de la mano de mi madre, porque... porque no me encuentro, porque no siento que sea yo. Sin embargo, a pesar de no sentirme perteneciente, de alguna manera la mano de mi madre me influyó. Recuerdo esas sesiones donde tenía que rezar para que se le quitara el hipo al papa; le venía hipo a Pío XII y teníamos que rezar el rosario en familia, y no el rosario común, sino el de quince misterios. Desde entonces no entendía porqué repitiendo unas palabras desde la ciudad de México, que quedaba a un chingo de distancia del Vaticano, a un señor que tenía hipo en Roma se le iba a quitar el hipo. Yo decía:

    – ¿Y si le dan agua mamá, si aguanta la respiración un rato y nosotros aquí como imbéciles rezando el rosario?
    – ¡No!

Eso era lo de menos de esa manera que tenía mi madre de vivir la fe. Me acuerdo que antes de mis doce años no salíamos en Semana Santa. Simplemente no se podía salir, hasta que un día, previa consulta con su confesor, con el padre Domingo en la iglesia de San Antonio en la colonia Nápoles, nos dieron permiso de ir a Acapulco, siempre y cuando observáramos el Jueves y el Viernes. Nunca entendí muy bien: era cosa de sentarse como quien ve el paisaje, como quien ve La Quebrada, uno observa un día. Total, que estábamos en Acapulco como estúpidos observando el día; finalmente, a las doce nos ganó la voluntad de ir al mar, nos fuimos a la playa. Empero, en punto de las tres de la tarde del Viernes Santo, con el Sol a plomo, mi madre nos hincó en el camellón de La Costera a rezar porque estaba muriendo Jesucristo. Yo dije:

    –¡Puta, fue hace un chingo! Digo, ¿realmente Jesucristo me lo va a tomar en cuenta, esto de que tantos años después, 1956 años después, yo me esté hincando en la costera de Acapulco con la bragueta llena de arena?

Como salía uno del mar, con un bolsón ahí... era espantoso, sin tomar en cuenta el Sol, la sal y otras cosas que traía uno. Mi mamá me cuestionó:

    -¿Y lo que sufrió Cristo en la cruz?
    -¿Pero yo qué culpa...? –Respondí inocentemente.

Hasta que no terminamos todas las oraciones no nos levantamos. Y mi mamá sabía muchísimas.

Hace no sé cuánto que no rezo el rosario, ni en familia, ni solo, ni nada y, sin embargo, en cuanto me descuido ya estoy con: “por estos Misterios Santos de Cristo, la nación mexicana, la unión y feliz gobierno, goce puerto el navegante...” De niño me imaginaba los barcos en mitad de la tormenta y me decía: “Como estoy rezando, seguro va a encontrar el puerto el navegante.” Me daba como una especie de megalomanía porque podía decidir la suerte de los navegantes, de la unión y feliz gobierno de la nación mexicana, y hacía una lista como de súper, como de carta a Santa Claus. “Por estos Misterios Santos…” y luego venía lo de antes del parto, durante el parto y después del parto, pero cuando uno empezaba a querer pararse, eran unos manazos y unos coscorrones terribles.

Quisiera decirles que tengo un desgarramiento tremendo y que tuve una crisis de fe espantosa… pero que, pensándolo bien, no fue tan grave. En cuanto perdió mi mamá cierta autoridad sobre mí, no volví a pararme en una iglesia, con excepción de una vez que me paré para un matrimonio más o menos logrado.

Debo aceptar que eso realmente no es lo mío, aunque nunca he dejado ni de rezar, ni de creer en Dios, ni de platicar en las noches con Él. Comentaba hoy en la mañana con mis alumnos y alumnas que no puedo ver a Dios como agente de colocaciones, o para pedirle que ganen los Pumas (tiene uno que estar loco para hacer esas mezclas de teología y futbol).

Todo esto lo digo para no entrarle a este tema del pugilato con uno mismo porque es muy arduo.

Les repito que sí, que soy un ser dual, que tengo esta parte muy sellada por una formación católica, sea o no practicante. Hay algo en nuestra mentalidad, en nuestra manera de entender la vida, en nuestro juicio sobre la existencia... Los católicos tenemos un lado sufridor: es nuestra madre que se asoma en cuanto puede.

Recuerdo mucho a mi madre haciéndome su numerito de:

    -¡Ay, no sabes, mi pierna mala –porque mi mamá, pasada cierta edad, tenía una pierna mala-. No sabes lo que me ha dolido todo el día mi pierna mala...
    -¡Chín! -decía yo.
    -Pero tú te vas a ir a una fiesta, ¿verdad? Vete, vete tranquilo de veras. Yo gozo sabiendo que tú estás gozando. Nada más déjame el rosario cerca por favor y mis medicinas, porque si me viene una crisis… no creo, eh, no creo, pero por si me viniera déjalas ahí, total, si de veras me siento muy mal, no puedo ahorita apoyar el pie, me ruedo sobre el mosaico y pecho a tierra llego al teléfono… de alguna manera alcanzo el teléfono...

El resultado de tal exposición era que yo no iba a la fiesta y que la pinche vieja se cuajaba toda la noche. Ya no le dolía nada, ya no necesitaba nada, ni el rosario rezaba, le valía gorro todo.

Pero de pronto aparecía en mi vida mi papá diciéndome: “Vámonos a ver qué encontramos”. Empezábamos a caminar. Me acuerdo que cuando paseábamos por Insurgentes y yo veía a esas mujeres recargadas en los árboles, con mucha pintura en la cara y con unas vestimentas muy extravagantes y llamativas, le preguntaba:

    - Oye papá, ¿y esas señoras?
    - Ay hijo, ¿qué no sabes?
    - No papá.
    - Son de la forestal, hijo, son policías forestales. Les encargan un árbol a cada una. Ellas tienen que cuidar su árbol y como está tan cerquita de la banqueta, por eso se visten así para llamar la atención, no las vayan a atropellar.

Era una explicación tan hermosa que hasta la fecha me conmueve, me dan ganas de bajarme a dar las gracias a las de la forestal porque están cuidando los árboles.

Entre esos dos mundo me movía yo: en un mundo del puro gozo, de la pura invención, del mundo siempre visto desde su ángulo más divertido, más chistoso, más llamativo, más fértil para la imaginación, el mundo jarocho de mi padre; y, por otro lado, el mundo michoacano, contrarreformista, feroz, de mi madre, un mundo que consideraba que sufrir era un mérito importantísimo pues estábamos en este valle de lágrimas para acumular, hagan de cuenta como puntos para viajar en avión, puntos para irse al Cielo.

También debo decirles que fui muy feliz en una escuela de gobierno. Quería mucho a un maestro a quien se le ocurrió decirme:

    -En esta escuela te vamos a echar a perder. Tú tienes capacidad para más. Te voy a conseguir una beca y voy a hablar con tus padres.

Rápidamente apareció mi madre en el horizonte para decir: “Este es el momento”. Y me metió con los hermanos maristas. Me dieron la beca... y la beca estaban por ley obligados a darla. Sin embargo, en cuanto sacaba siete en conducta, en todo el sonido del Instituto México se oía:

    - Le recordamos al niño Germán Dehesa que no paga colegiatura sino que está becado en esta escuela y que por lo mismo debe...

Yo decía: “¡Puta madre!” Con los O'Farril por allá, los Cortina por allá, a los que les daban 25 pesos de domingo, cuando a mí me daban un peso… Había una asimetría, era como tratar un TLC Estados Unidos-México. Los Cortina tuvieron, primero, motoneta, luego motocicleta, luego automóvil y yo seguía tomando mi Popocatépetl/Colonia del Valle y anexas y disfrutando de la ciudad como loco.

Disfrutaba, sobretodo, ir con mi padre, tomar el Insurgentes/Bellas Artes en Georgia e Insurgentes y tardar treinta minutos en llegar a la Alameda, y pasar junto a una escultura y agarrarle las nalgas a la escultura. Me decía mi papá:

    -Yo primero porque soy tu mayor. Tú me la vas a dejar muy sebosa. -Y entonces le daba sus llegues.- Ahora vas tú. ¿Cómo es posible que un hijo mío no sepa ni agarrar un nalga? A ver, mira, te voy a enseñar cómo se ahueca la mano, cómo se le hace.

Esas enseñanzas son invaluables, esas sí sirven para la vida.

De esos dos mundos vengo yo. Y por eso soy una especie de animal dual, soy un centauro -en unas de esas voy a salir sirena o algo así: soy mitad carne mitad pescado, mitad caballo mitad ser humano. Todos lo somos porque traemos la carga genética del padre y la carga genética de la madre.

La única ventaja que tengo frente a la dualidad es que los dos eran diabéticos, los dos eran cardiópatas. Eso sí, cardiópata y diabético lo soy a pleno pulmón y en el cuerpo entero. Lo demás, lo que es el valor añadido, lo he tratado de averiguar por mi cuenta.

A mí me deslumbraba mucho mi padre, era bastante pobre y no le daba ninguna pena serlo; nos corrían cada seis meses de las casas donde estábamos; nos mudábamos y era una fiesta.

    -Lo de menos sería quedarnos -decía-, pagar la renta al puerco capitalista, pero yo no quiero quitarte la oportunidad de que conozcas la ciudad.

Y mientras, mi madre sufría en silencio, es decir, con un estrépito que se oía a cinco kilómetros (porque cuando una mujer sufre en silencio se oye como a veinte cuadras a la redonda). Lloraba todo el trayecto que iba de la casa vieja a la casa nueva:

    -Claro, ustedes se conforman con cambiarse, pero ¿quién pone la casa y quién acomoda los muebles y la chingada?

Total, acabábamos acomodándolo todo nosotros, porque a mi mamá le venía el dolor en la pierna mala...

Ése es mi mundo. Podría estar peleado conmigo mismo, pero vivo muy reconciliado. Cuando llegado el día falleció mi padre de la manera más tranquila, se acostó a dormir una siesta, se enderezó y le dijo a mi madre: “Te quiero comprar un vestido en Liverpool”. Fueron sus famosas últimas palabras –por andar ofreciendo vestidos a las viejas, eso nunca hay que hacerlo. Se volvió a recostar un momento. Le dio una embolia fulminante, y murió.

Mí mamá –se supone que cuando uno hace edema pulmonar podemos librar uno, dos, quizá tres- hizo casi treinta edemas pulmonares y la pinche necia no se quería ir. Sólo se murió porque a mi hermana se le descompuso el coche. Mi hermana, una doctora muy afamada en el Seguro Social, en cuanto veía que mi mamá se empezaba a torcer, la trepaba al coche y se la llevaba al hospital, le ponían el ventilador y le hacían quién sabe qué y le pasaban suero. Cuando yo llegaba vestido de negro y todo, ella salía radiante y, así, más o menos 30 veces. Pero una vez -y conste que no fui yo el que descargó la batería- no arrancó el coche. Mi mamá no alcanzó a llegar y se murió en el trayecto. Mi hermana se azotaba y yo le decía:

    -Hermana, esto ya no era vida, agonías todos lo días, esto ya era un exceso.

Cuando fui a la funeraria –estuve cinco minutos en Gayosso, tan malnacido como soy, detesto ir a Gayosso, me encanta estar con los vivos, no sé qué le va uno a oler al muerto—, le llevé unas rosas y le dije:

    -Madre, ahí quedamos, entiendo que lo que hiciste como siempre me lo decías: “Es por tu bien y esta cachetada que te voy a dar algún día me la agradecerás –todavía no ha llegado ese día— porque lo estoy haciendo por tu bien”… y me soltaba unas...

Por otro lado, no creo haberme dispensado de vivir por los libros, es decir, no es mi caso como el de algunos seres que han escogido leer, por miedo a vivir; hay otros que se meten a la vida por miedo a la belleza, por miedo al conocimiento. Yo he ido y venido… cosa que siempre tuvo muy nerviosos a mis maestros porque decían:

    - Bueno, si éste sabe tantas cosas sobre Shakespeare o sobre Lope de Vega o sobre Sor Juana ¿por qué va al teatro Blanquita?, ¿qué va a buscar al teatro Blanquita o qué hace en el Tivoli oyendo Harapos?

A mí me gustaba oír Harapos y me gustaba leer a Shakespeare; me gustaba tener eso para lo que ni siquiera hay palabras en español, lo que se dice en inglés el street wise, la sabiduría de la calle. Me encantaba y me sigue encantando oír a la gente y ver qué se trae y oír sus argüendes, sus fabulaciones, sus mitos y sus historias.

Tengo que decir que si iba a la calle o iba a los libros, era para traer materiales para mi hermano mayor. Ahí empezó mi esquizofrenia. Yo le platicaba y me respondía, me respondía tratando de adivinar lo que él podía imaginar, de lo que yo le estaba contando. Por eso aprendí a dialogar, por eso me dicen: “Escríbete una escena”, y lo hago como si la tuviera ya en la cabeza. Me asusta que la gente no lo haga.

Adquirí dominio de la palabra, adquirí el dominio del diálogo, de hablar desde el otro preguntándome quién es el otro y qué quiere decir, imaginándomelo, suponiéndomelo. Aprendí también a mantener la tensión, porque mi hermano lo único que podía mover era una mano. Empezaba la narración y me apretaba la mano; si me empezaba a poner pesadito o muy intenso, me empezaba a soltar, y cuando ya era una güeva perfecta, me soltaba la mano. Empecé a aprender en qué momento me iba a soltar la mano y cambiaba de tema o decía un albur o decía esto o decía aquello y volvía a sentir el apretón. Hasta las novelas le quedaban chicas.

Cuando mi hermano ya estaba muy metido, había que añadirle capítulos al mismo Salgari y resucitar al Corsario Negro. Hace 53 años que yo leía eso y aquí está en mi cabeza; recuerdo exactamente cómo comienza El Corsario Negro con esa escena en la que están recargados en la borda: “Y allá en el castillo de proa está el Corsario Negro con una nube de preocupación que cruza por su mente...” –a mí eso de la nube de preocupación que cruzaba por su mente se me hacía poca madre, en la escuela me recargaba a ver si me pasaba una nube de preocupación por la mente...

Pero fíjense lo que son las dualidades de esta vida, la maldición (como le decía mi madre) de la enfermedad de mi hermano me dio el dominio de la palabra, me dio la lectura, me dio el diálogo, me dio el manejo de las tensiones. No me cuesta ningún trabajo hablar en público porque sigo hablando con mi hermano y siento otra vez cuándo me van a soltar la mano, a qué hora hay que cambiar, a qué hora hay que pasar a otro tema. Pero no es ninguna gracia: lo aprendí, lo entrené durante más de 20 años de mi vida. Cuando me dicen: “Escribe un artículo diario”, pues lo escribo, y me preguntan: “¿Y cómo le haces?” Respondo que sigo hablando con mi hermano. Mi columna se llama Gaceta del Ángel: mi hermano se llamaba Ángel Dehesa y era un enviado de Dios, me trajo todos esos dones y derramó oro sobre mi cabeza y me llevé tiempo en entenderlo.

Ahora me pregunto: ¿qué sería de mí sin esa terrible “maldición” que por los pecados de mi padre había caído sobre nuestra familia?
Cuando un médico me dijo: “Su mamá que piense lo que quiera, el problema de su hermano se llaman fórceps, para nacer le doblaron demasiado la cabeza, hubo un momento en que se quedó sin oxígeno el cerebro y ahí empezó todo el proceso de deterioro”. Pues el castigo resultó un premio para mí, por lo menos, prodigioso. Mi manera de estar en el mundo es un modo de agradecer la existencia de mi hermano. Para que vean que todo tiene en la economía de la vida un sentido.

No opto ni por literatura ni por la vida sino trato de ir y venir de la literatura a la vida, de hacerme mejor lector en la medida en que vivo mejor y vivo más, y de hacerme mejor vividor en la medida en que la lectura ilumina mi vida. Sí hay disputa en mí, pero no muy fuerte. Si estoy leyendo un libro y me está fascinando y aparece mi hijo que quiere platicar conmigo, no me cuesta trabajo cerrar el libro y oírlo. Eso sí lo he tenido que aprender: con los hijos más grandes fingía demencia, ni los daba por escuchados. Pero eso se aprende con los años. Ahora sí entiendo que esas intimaciones de la vida no las puede uno posponer.

- 1 de julio de 1944-2 de septiembre del 2010 -

Los Insomnes

Beatriz Guido
Los Insomnes (fragmento)

" Los Torrecillas los miraban sorprendidos. Los mayores se llamaban María Constelación, Mario Venus, Mario Autillos, y la causa de sus nombre estelares es bien obvia e indudablemente conformaron el santoral con María o Mario. La chicas, las niñas se llamaban Ángeles, Pandora. Asistían la mitad del año a la escuela diurna y después las echaban porque se quedaban dormidas en los lugares y oportunidades más insólitos: los recreos, los baños, al izar la bandera, durante las visitas de la inspectora; no hablemos de los exámenes. La noticia de la expulsión era recibida con gran felicidad porque las devolvía a la noche más lúcidas y frescas. O tal vez lo aceptaban como algo lógico y fatal: los habitantes de la noche tienen sus reglas invariables y no se puede pretender que sean regidos por las leyes de los demás. Constelación, la mayor de las chicas, crecía sin embargo con sabiduría y belleza. Mientras la madre, Isabel Torrecillas, practicaba el culto metodista –por el hecho que la iglesia Corrientes le quedaba cerca. Ella esperaba a su padre con chocolate caliente, entretenía a sus hermano y leía en el silencio de la noche mientras sus hermanos se dedicaban a responder por la radio las llamadas de “Una voz en el camino”. Constelación y Othus dirigían a los demás. No había mucho que corregir para escribir la verdad, porque la noche los mantenía lúcidos, apacibles. Sus juegos eran bien específicos: cacerías de ratas, quema de cucarachas o escalar balcones y cornisas. Presentir intempestivos infartos o los partos en el alba. Y, ¿por qué no?, los coitos fortuitos. Porque ellos se habían especializado en el oficio de espías: el espión, el chivato, aquél que horada paredes, desvirga cerraduras, escala inodoros para vigilar por claraboyas y mamparas las letrinas vecinas: el hamacarse entre canefas de bronce hasta poder respirar entre contenidas risas las no placenteras defecaciones o las largas e infinitas evacuaciones de los viejos vecinos. No sólo miraban las estrellas. Se asomaban a los techos vecinos de esa antigua casa de departamentos, con la inconciencia y la avidez de los niños por lo escatológico, donde el ángel se alimenta de excrementos".