En su libro, La excentricidad de Borges y Perón (Catálogos), Luis Gregorich ha reunido ensayos ya publicados y algunos inéditos, como el que ofrecemos a modo de anticipo
Cada tanto asistimos a reuniones o simposios en que se discute la "gestación" de la identidad cultural, o, más modestamente, de la identidad del escritor argentino. Por empezar, es inevitable manifestar algunos recelos frente a la metáfora obstétrica del encabezamiento. En efecto, parece que se estuviera aludiendo a una especie de proceso en el que existe un organismo fecundador, una matriz gestadora, un determinado tiempo de gestación, y finalmente un bebé llamado identidad que nace de una vez por todas y que se desarrollará siguiendo estrictamente las leyes mendelianas inscriptas en sus genes.
Esta biologización de las identidades culturales no es inocente, y tampoco lo serían las referencias a la naturaleza o al destino. Ocurre que esas llamadas identidades suelen ser, más bien, los resultados finales de operaciones políticas consumadas por Estados o élites gobernantes, con el objetivo común de la cohesión social y la consolidación del propio poder. En este sentido habría, más que una gestación, la construcción de la identidad cultural, hecha de avances y retrocesos y que puede dar un sello a épocas enteras pero que nunca adquiere carácter definitivo.
Por cierto que esta construcción, esencialmente política, debe tener un cierto arraigo en situaciones, realidades, tradiciones ya ofrecidas por la vida social y la historia. En los Estados Unidos, el melting pot o "crisol de razas", convertido en identidad cultural, sirvió para cerrar (al menos en la superficie) las heridas de la guerra civil y para integrar económica y políticamente a los millones de inmigrantes llegados al país, si bien no hizo lo mismo con los afroamericanos ya residentes. Entre nosotros una simbología parecida se alimenta de las conquistas que van de la ley 1420 de laicidad y obligatoriedad de la educación común, a la ley Sáenz Peña de sufragio universal (masculino), y hasta llegar a la incorporación política de las clases obreras industriales en la segunda posguerra. Los mejicanos, por su parte, han reestructurado y reconstruido su historia en base a la etapa prehispánica, con la intención, nunca del todo alcanzada, de integrar en una nación a sus masas indígenas.
En nuestro tiempo el estudio de las identidades culturales toma en cuenta sobre todo los efectos de tres órdenes de conceptos: la globalización, el multiculturalismo y las migraciones. Algunas de las consecuencias en lo que respecta a nuestro ámbito son la mundialización del mercado cultural, los cruces y las fusiones de la nueva producción simbólica, la presencia de una sola potencia y cultura masiva dominantes (la norteamericana) que a su vez genera estrategias de absorción o resistencia, y la creación de bloques o espacios regionales capaces de preservar cierto nivel de desarrollo autónomo, pero que hasta hoy, en lo que toca a América Latina, no han mostrado ser demasiado operativos.
Respecto a la "identidad" del escritor argentino, tampoco la metáfora de la gestación sirve de mucho. No se advierte cómo son, o cómo deberían ser, esos escritores que, a partir de su nacimiento como tales, se conviertan en titulares de la identidad literaria nacional. Quizá sea más adecuado, y prudente, en el caso de este gremio o profesión, hablar de tradición, genealogía o perfil. Sin embargo, si nos apuran e insisten en pedirnos una aproximación a la identidad del escritor, entonces debemos dar una respuesta que bordea la obviedad: la única identidad del escritor está en su propia lengua, en su experiencia de lector (tal vez circulando también por otras lenguas), en la institución de la literatura, en los escritores que lo han antecedido y cuyos textos o intertextos han frecuentado. Hay tradiciones que otorgan cierto aire de familia a grupos de escritores, pero -salvo las facilidades del regionalismo- no dependen de una pertenencia generacional o territorial.
Cernuda y García Lorca formaban parte de una misma generación, los dos eran andaluces, y los dos eran homosexuales, pero no podría haber dos poetas más diferentes. Los grandes escritores de la modernidad, como Proust, Joyce y Kafka, ya empiezan diferenciándose por la lengua, y después por todo lo demás. Los hermanos Heinrich y Thomas Mann, salvo su lengua y parentesco, no se parecían en nada como escritores. De Jorge Luis Borges y Roberto Arlt, coetáneos y ambos porteños, lo más audaz que se ha llegado a decir es que son complementarios, después de debatir por largo tiempo acerca de sus diferencias. En realidad, los únicos que pueden aspirar a identidades genéricas son los epígonos, los imitadores, los que se instalan con resignación y comodidad en su condición filial.
¿Un eje ordenador podría ser, sobre todo para los narradores argentinos, la oposición borgismo/antiborgismo? También esa tabla de salvación se va perdiendo lentamente. Están los borgistas que transforman creadoramente el legado sin perder su autonomía, como Walsh, Saer y Piglia; y están los que resueltamente transitan caminos nuevos, como Puig y sus continuadores.
Hoy en día la primera marca de identidad es puramente curricular: la gran mayoría de los nuevos escritores -digamos, de los que tienen menos de 50 años- son egresados y a menudo docentes de nuestras facultades de Letras. El fenómeno no es nuevo, pero su frecuencia es casi apabullante. Sus consecuencias son que los escritores se han vuelto más profesionales y autoconscientes, los aparatos de consagración y las intermediaciones de lectura se han modificado -porque los críticos, comentaristas de libros, editores y asesores son asimismo egresados de Letras-, y hay una cierta despolitización y desdramatización del papel del escritor.
Hay algo de rigidez en el deslizamiento, en la división de roles entre el mercado y la Universidad: existen lecturas determinadas por el mercado, y que se sustentan principalmente en la identificación del género: biografías, ficción histórica, crónicas y reportajes políticos, libros de denuncia o autoayuda, novelas "fabricadas" según las reglas que Borges hubiese rechazado; las lecturas universitarias, en cambio, se constituyen en defensoras de la "buena" literatura, mezclan los géneros, intentan ser las impulsoras de una vanguardia que no existe. A veces parecería que esta división del trabajo, que por supuesto tiene sus pequeños conflictos y oposiciones internas, es asumida con demasiada satisfacción y pasividad, porque cada ámbito, el mercado y la Universidad, conserva su respectivo espacio de poder. Falta, eso sí, la capacidad de parodiarse a sí mismo.
En este contexto, no hay nada mejor que seguir reivindicando la individualidad del escritor y, ante todo, su capacidad para intervenir lúcidamente en su lengua y en el patrimonio que la forma. Y postular, también, ese objetivo arduo y enigmático que es la ampliación del público lector, el tendido de puentes de doble mano entre escritores y lectores, y la reflexión compartida que mitigue el imperio del mercado y la autocomplacencia.
Dos gestos necesarios
La crítica, en su sentido más abarcador, o la crítica literaria, en sus formas más restringidas. ¿Cuál es su sentido hoy? Si se trata de hablar de literatura, ¿cómo hacerlo acerca de una producción textual que se multiplica hasta la saturación, y que sin embargo podría no tener futuro en el mundo cibernético y digital que nos aguarda? ¿Quién escucha la palabra crítica (si es que tal cosa existe)?
Para quien viene de las demandas de la modernidad, de los desafíos y equívocos del siglo XX, no resulta fácil acomodarse al mundo globalizado del siglo XXI, que en realidad está armado con infinitos fragmentos que se relacionan escasamente entre sí. De plenitudes y totalidades, quizá engañosas, hemos derivado a la cultura de los compartimentos estancos, en que cada uno tiene su papel predeterminado y donde nadie se comunica con extraños. Difícil saber si hoy el sentido de la crítica se encontrará en la descripción, la interpretación o la evaluación.
Difícil, igualmente, elegir como canal más eficaz de expresión al libro, a la cátedra o a los medios masivos. O al pastel que amasan los circuitos de la red informática, desde las webs y los buscadores hasta los blogs y las revistas virtuales. Después de todo, podría uno decirse: ¿importa el objeto que es leído o el sujeto que lee? Y si damos la preeminencia al sujeto, ¿no será una actitud fetichista postular al libro como el supremo y casi excluyente objeto de lectura?
No hay ya lugar para soberbia ni para discursos críticos únicos, pero como lectores del siglo XX, algo incómodos en el siglo XXI, sentimos la tentación de proclamar que sí, que seguimos siendo fetichistas del libro, y que por ahora no se ha descubierto un vehículo más eficaz para la literatura y la crítica. A la espera de que algo mejor ocurra, seguiremos leyendo los libros de Edmund Wilson, de Jean-Paul Sartre, de Roland Barthes, de Octavio Paz o de George Steiner con que nos hemos formado. Y, para no salir de la Argentina, volveremos a obras tan significativas (y tan diferentes entre sí) como Otras inquisiciones de Borges, Literatura argentina y realidad política de David Viñas y Mundos de la imaginación de Jaime Rest. En cualquier caso, no frecuentaremos la crítica defensiva y autorreferente, replegada sobre sí misma e instalada en los extremos de la hiperespecialización o la divulgación más burda, sin caminos intermedios que permitan ampliar su público y convertirla en instrumento del debate cultural. No es que no se escriban y publiquen libros de crítica, sino que cada vez son menos inquietantes y más razonables, es decir, menos dignos de ser leídos.
Imaginemos, como puro ejercicio de nostalgia, dos sentidos o funciones para la crítica de la literatura.
Primero, una función de resistencia. La crítica siempre la ha tenido, vestida con los ropajes más diversos. Habitualmente la ejerció contra la injusticia, la opresión, los lugares comunes, las falsas academias, las buenas conciencias, las retaguardias estéticas y morales, y la estupidez. A estos enemigos universales se agrega hoy, con mayor énfasis que nunca, la astuta extorsión del mercado. En nuestros días la crítica tal vez deba resistir también contra sí misma, contra su tendencia a ensimismarse y a morderse la cola, contra su discreción y su miedo a los juicios de valor, contra su coquetería y ostentación teóricas, contra su temor a equivocarse y a caer en excesos. Los excesos son más saludables, culturalmente hablando, que las carencias.
Junto a la función de resistencia, habría que animarse también a reclamar, para la crítica, una función de iluminación. Nunca ha dejado de tenerla. En la crítica de la literatura, y en la crítica del arte en general, esta dimensión no puede ser ignorada ni sofocada por el mero didactismo o el análisis infinitesimal. Es probable que las herramientas para iluminar sean hoy más sofisticadas y complejas que en el pasado. Hay que utilizarlas a todas en su justa medida, tanto las que permitan explorar y poner en evidencia la sustancia concreta del arte y la literatura, como las que descubran las huellas y los síntomas de la vida social, de las pasiones humanas en las obras de arte. Y allí no habrá pasado, presente ni futuro. Un fresco de Simone Martini, un madrigal de Gesualdo, un poema de San Juan de la Cruz o de John Donne son nuestros contemporáneos tanto como Marcel Duchamp, Borges, los Beatles o Roberto Bolaño.
Resistir e iluminar. Dos gestos que el siglo XXI no puede negarnos.