Esta noche, en el Círculo, sólo hay una mesa de jugadores de
bridge. Se han acostado pronto, porque mañana es la recepción. El
director del Círculo y el vicecónsul están sentados uno al lado del
otro, en la terraza, mirando al Ganges. Estos hombres no juegan a
las cartas, hablan. Los jugadores de la sala no pueden oír su
conversación.
—Hace veinte años que llegué aquí —dice el director—, y
lamento mucho no saber escribir. ¡Qué novela haría con todo lo que
he visto... con todo lo que he oído!
El vicecónsul mira el Ganges y, como de costumbre, no
responde.
—...Estos países —continúa el director— tienen su encanto... no
se olvidan nunca. En Europa nos aburrimos enseguida. Aquí, el
verano es duro, por supuesto... pero esta costumbre del calor... el
recuerdo allí del calor... de este enorme verano... fantástica
estación.
—Fantástica estación —repite el vicecónsul. Cada noche, el
director del Círculo habla de la India y de su vida. Y después, el
vicecónsul de Francia en Lahore relata lo que quiere de la suya. El
director sabe manejar al vicecónsul: cuenta unas cosas anodinas que
el vicecónsul no escucha, pero que, algunas veces, al final, acaban
soltando su voz sibilante. A veces, el vicecónsul habla mucho tiempo
de una manera inteligible. Otras veces, su discurso es más claro. El
vicecónsul parece ignorar lo que sus palabras llegan a ser en
Calcuta. Lo ignora. Nadie, aparte del director del Círculo, le dirige la
palabra. El director del Círculo es interrogado a menudo sobre lo que
cuenta el vicecónsul. En Calcuta se quiere saber algo.
Los jugadores de cartas se han marchado. El Círculo está
desierto. La luz, que corre a lo largo de la terraza en una guirnalda
de pequeñas bombillas color de rosa, acaba de apagarse. El
vicecónsul ha estado preguntando largo rato al director del Círculo
sobre Anne-Marie Stretter, sobre sus amantes, su matrimonio, su
empleo del tiempo, sus estancias en las Islas. Al parecer ya sabe lo
que quería saber, pero no se va todavía. Ahora callan ambos. Han
bebido, beben mucho cada noche, en la terraza del Círculo. El
director desea morir en Calcuta, no regresar nunca a Europa. Le ha
dicho algo de sus deseos al vicecónsul. Este ha dicho al director que,
en ese punto, tenía su asentimiento.
Esta noche, aunque el vicecónsul ha hecho muchas preguntas
sobre Anne-Marie Stretter al director, él no ha hablado mucho. El
director espera cada noche que lo haga. Ahora lo hace.
El vicecónsul pregunta:
—¿Cree usted que es necesario dar un empujón a las
circunstancias para poder vivir el amor?
El director no comprende lo que quiere decir el vicecónsul.
—¿Cree usted que hay que ir en ayuda del amor para que éste
se declare, para que uno se encuentre, una buena mañana, con la
sensación de amar?
El director no comprende todavía.
—Tomamos una cosa —prosigue el vicecónsul—, la ponemos
en principio delante de nosotros y le entregamos nuestro amor. Una
mujer sería la cosa más sencilla.
El director pregunta al vicecónsul si siente amor por alguna
mujer de Calcuta. El vicecónsul no responde a esta pregunta.
—Una mujer sería la cosa más sencilla —continúa el vicecónsul
—. Es algo que acabo de descubrir. Yo nunca he sentido amor, ¿se lo
he contado?
Todavía no. El director bosteza, pero al vicecónsul le importa
muy poco.
—Soy virgen —prosigue el vicecónsul.
El director sale del adormecimiento alcohólico y mira al
vicecónsul.
—Me he esforzado en amar en varias ocasiones a personas
distintas, pero nunca he llegado al final de mi esfuerzo. Nunca he ido
más allá del esfuerzo de amar, ¿comprende, director?
El director cree no comprender lo que quiere decir el
vicecónsul. Dice: Le escucho. Y se dispone a hacerlo.
—Ahora he salido de ese esfuerzo —continúa el vicecónsul—.
Desde hace unas semanas.
El vicecónsul se vuelve hacia el director del Círculo. Se señala
con el dedo.
—Mire mi rostro —dice.
El director aparta la mirada. El vicecónsul vuelve a poner su
rostro en dirección al Ganges.
—A falta de amor he tratado de amarme, pero no lo he logrado.
Sin embargo, hasta estos últimos tiempos me he preferido siempre.
—¿Tal vez no sabe usted lo que está diciendo?
—Es posible —dice el vicecónsul—. He estado mucho tiempo
desfigurado por el esfuerzo de amarme.
—Le creo cuando dice que es usted virgen —dice el director.
Parece satisfecho de esta confesión.
—Aquí se sentirían aliviados si lo supiesen —prosigue el
director.
—¿Cómo es mi rostro, dígame, director? —pregunta el
vicecónsul.
—Todavía imposible —dice el director.
El vicecónsul, impasible, continúa su discurso:
—El día de mi llegada —dice—, vi a una mujer cruzando el
parque de la embajada y dirigiéndose hacia las pistas de tenis. Era
pronto, yo paseaba por el parque y la encontré.
—Es ella, la señora Stretter —dice el director.
—Es posible —dice el vicecónsul.
—Ya no muy joven. ¿Bella todavía?
—Es posible.
Se calla.
—¿Le vio ella a usted? —pregunta el director.
—Sí.
—¿Puede decir algo más?
—¿En qué sentido?
—Ese encuentro...
—¿Ese encuentro? —pregunta el vicecónsul.
—El efecto que le hizo ese encuentro, ¿puede usted decir algo?
El vicecónsul reflexiona largo rato.
—¿Cree usted que puedo hacerlo, director?
El director le ha mirado.
—Podría decir sobre ello algo que quedaría entre nosotros, se
lo prometo.
—Lo intento —dice el vicecónsul.
Calla otra vez. El director bosteza. El vicecónsul no parece
advertirlo.
—¿Entonces? —pregunta el director.
—Sólo puedo empezar a decirle de nuevo: el día de mi llegada,
vi a una mujer cruzar el parque de la embajada. Se dirigía hacia las
pistas de tenis desiertas. Era pronto. Yo paseaba por el parque y la
encontré. ¿Quiere usted que continúe?
—Esta vez —dice el director— ha dicho usted que las pistas de
tenis estaban desiertas.
—Eso significa algo —dice el vicecónsul—. En efecto, las pistas
de tenis estaban desiertas.
—¿Supone eso una gran diferencia?
El director ríe.
—Una gran diferencia, en efecto —responde el vicecónsul.
—¿Cuál?
—¿La de un sentimiento acaso? ¿Por qué no?
El vicecónsul no espera ninguna respuesta del director del
Círculo. El director no rechista. A su juicio, el vicecónsul delira a
veces. Lo mejor es esperar que el delirio le abandone y que el
director vuelva a una conversación menos confusa.
—No me ha respondido usted, director —dice el vicecónsul.
—Usted no espera ninguna respuesta de nadie, caballero.
Nadie puede responderle. Esas pistas de tenis... Adelante, le
escucho.
—Advertí que estaban desiertas después de que ella se fue. Se
había producido un desgarramiento en el aire, su falda contra los
árboles. Y sus ojos me habían mirado.
El vicecónsul se inclina sobre sí mismo mientras el director le
mira. Su cabeza cae sobre su pecho y se queda así, inmóvil.
—Había allí una bicicleta, apoyada en la tela metálica de las
pistas. Ella la tomó y se alejó por un sendero —prosigue el
vicecónsul.
A pesar de sus esfuerzos, el director no distingue nada del
rostro del vicecónsul. Tampoco exige ninguna respuesta lo que esta
vez dice el vicecónsul.
—¿Por qué camino se enamora una mujer? —pregunta el
vicecónsul.
El director ríe.
—¡Qué cosas dice usted! —dice el director—. Está usted
borracho.
—Dicen que ella está a veces muy triste, director, ¿es cierto
eso?
—Sí.
—¿Lo dicen sus amantes?
—Sí.
—Yo la tomaría por la tristeza —dice el vicecónsul—, si me
fuese permitido hacerlo.
—¿Y si no?
—Un objeto podría hacer las veces. El árbol que ha tocado,
también la bicicleta. ¿Duerme usted, director?
El vicecónsul reflexiona, olvida al director. Después prosigue.
—Director, no se duerma.
—No me duermo —balbucea el director.
Traducción de Enrique Sordo (de "El Vicecónsul", 1965)