Cabría decir que su biografía resulta tan descomunal como su propia obra, Tenemos delante a uno de los escritores más fecundos; y en cuanto a su vida, fue en verdad también plena, ajetreada, llena de trabajos diversos, viajes, sobresaltos… Así, sabemos que mantuvo una curiosa amistad con un grupo de bohemios, alcohólicos y consumidores de drogas; que se codeó con el mundo del arte parisién (mantuvo cierta relación con Josephine Baker) y se dejó seducir también por el misterio del cine que comenzaba: de hecho presidió el Festival Internacional de Cannes en 1960 cuyo premio recayó, por cierto, en "La dolce vita" de Fellini. En 1923 se casó con "Tigy", una pintora-viajera que le impulsó en su creación literaria, naciendo entonces su famoso inspector Maigret, un detective lleno de sagacidad psicológica cuyas historias están escritas en un lenguaje directo, fluido y tan preciso que a veces nos hace olvidar el nudo de tensión propio de las novelas policíacas -el crimen que se ha de resolver- crimen que en él no es más que un pretexto para desenmarañar otras cuestiones. Y su prosa tan directa y veraz -a veces cristalina- nos sumerge en la atmósfera de descripciones que llegan hasta las últimas consecuencias, sin concesiones a la ambigüedad, ni siquiera al hálito en que nos sumerge la propia poesía.
Y tras salir al extranjero huyendo de acusaciones que le involucraban con el nacismo, se casó con Denyse, pero al regresar a Europa en 1957 comienza unas nuevas relaciones con Teresa Sburelin con quien estaría hasta su muerte, que sucedió en 1989 tras haber sufrido el terrible suicidio de su amada hija Mary-Jo.
Pero lo que realmente me trae aquí, no es su enorme producción novelística con Maigret como protagonista, ni sus magníficos relatos cortos, toda una obra que ha sido objeto incluso de la atención de los cineastas; mi mirada se dirige a un libro corto, tal vez poco conocido, Carta a mi madre, pero que para mí encierra toda la esencia, el alma del escritor que se muestra terriblemente sincero al encararse con su madre que agoniza en la habitación de un hospital. Y a él le pesa como una negra losa el hecho de que fuera ella la única persona que nunca le reconociera como escritor famoso. "Hoy hace tres años y medio, aproximadamente -comienza el monólogo con su madre- que moriste a la edad de noventa y un años, y tal vez hasta ahora no haya empezado yo a conocerte". A partir de ahí comienza una confesión, a modo de psicoterapia freudiana, encaminada a desenmarañar el misterio de las conflictivas relaciones que ambos sostuvieron durante sus vidas. Ocho días recordando desencuentros, afrontando frases que él recuerda como llagas que nunca se cierran. Con ocasión de la muerte de su hermano Christian, susurra Georges al oído de la madre agonizante: "Me miraste largo rato, con una atención sostenida, y pronunciaste esta frase que no he podido olvidar:
- Qué pena, Georges, que fuera Christian el que muriese"
A través de los reproches que el escritor dirige a la agonizante madre, de recuerdos, acontecimientos cruciales, desencuentros…, vamos descubriendo a una madre, más bien a una mujer, determinada, deseosa de cumplir objetivos que eran importantes en su vida, como conseguir una seguridad económica de la que careció durante toda su existencia, y además conseguirla por sus propios medios. Objetivos humanos que se desligan del deber y abnegación maternos, sentimientos que desconciertan al hijo y, en cierto modo, no acepta por considerar a la madre una posesión personal. De ahí su rechazo a la nueva boda de Henriette, su madre, con un viejo conocido, a largos años de la muerte de su padre. En algunos momentos entrevemos el drama bíblico de aquel Caín rechazado por el padre, situación que tan bien narró Steinbeck en su Al este del Edén. Es un intento desesperado de entender a la madre cuando aún, él cree, puede oírle, unas ansias de comunicarse con ella, conocerla y poder amarla. Una voz humana que consigue emocionar, como pocos lo han conseguido.
Yo diría que es una historia completa, redonda, y por ello cada lector tendrá la posibilidad de sacar sus propias conclusiones. Una podría ser la de esa voz que oye el lector aun después de haber cerrado el libro, y que sigue resonando entre Georges y su madre ya muerta: "Georges, hijo, estás juzgando siempre a la madre que esperas de mí, sólo a la madre, y no a Henriette, la persona que soy, que también soy… Es necesario que pienses en ello, si realmente quieres llegar a conocerme." Sí… tal vez George lo entendió al final.
Carta a mi madre de Georges Simenon-primera edición: 1974-Lola Peiró