Tessenei es un pequeño rincón olvidado del mundo, una ciudad que apenas figura en los mapas. Está en Eritrea, la provincia más septentrional de Etiopía, asolada por la guerra de secesión que desde hace quince años enfrenta a los guerrilleros nacionalistas con las tropas de Addis Abeba. En el curso de una ofensiva desencadenada en las últimas semanas; los eritreos capturaron Tessenei a los etíopes, tras treinta y cinco horas de feroces combates. "Interviú" estaba allí.
La batalla por Tessenei comienza a las 4,30 de la madrugada del día 4 de abril, Lunes Santo en España, cuando un millar de guerrilleros eritreos salen de los bosques y avanzan hacia la ciudad, guarnecida por mil quinientos soldados etíopes. Con las últimas sombras antes de amanecer, pequeños grupos de comandos se infiltran en las calles desiertas, degollando a los centinelas etíopes. Cuando suenan las primeras ráfagas y el grueso de los asaltantes cruza el lecho seco del río, irrumpiendo en el cinturón de posiciones defensivas enemigas, un centenar de sus camaradas lucha ya dentro de la ciudad por el control de la central eléctrica y el edificio de Telecomunicaciones, la Banca etíope y el aeropuerto.
"Quiero que te mantengas pegado a mí y agaches la cabeza". Kibreab sonríe como los niños, tras su hermosa barba abisinia. Su grupo está compuesto por treinta guerrilleros, ninguno de los cuales cuenta más de veinte años, cuyos pantalones cortos y rostro imberbe les dan un aspecto de "boy-scouts". Han permanecido seis horas inmóviles, tendidos de bruces en la arena, esperando este momento. Prohibido fumar, prohibido hablar. Atentos a las órdenes de su jefe, al que veneran como a un dios. Porque Kibreab tiene treinta y seis años y sabe hacer la guerra.
"Nos vamos. El primero que pise el puente tendrá derecho a la mejor arma capturada".
El puente que comunica Tessenei con la carretera de Asmara está protegido por un blocao de sacos terreros. Los guerrilleros corren entre los arbustos que cortan como navajas, la arena ahoga sus pasos. Pero los etíopes ya están alerta. Una ametralladora crepita delante y las balas trazadoras arrancan chispas anaranjadas a los arbustos. En la oscuridad, gritando "Eritrea" a pleno pulmón, los chiquillos de Kibreab saltan como sombras sobre un decorado irreal de humo y llamaradas. El estallido de una granada ilumina durante un segundo cuerpos acurrucados en el suelo. Un crío, herido o asustado, está llorando ahí delante. Su gemido, miedo o dolor queda rápidamente ahogado por otra llamarada sobre la que se recorta la silueta de alguien que corre enloquecido.
El primer eritreo que cruza el puente no recibe su trofeo. Está muerto. Del grupo de Kibreab, sólo diecinueve guerrilleros se mantienen en pie. Hay cadáveres por todas partes, etíopes y eritreos se han vuelto idénticos ante la muerte. Su aspecto no es agradable, y tú te sientas un momento con los ojos cerrados, la boca seca y una extraña sensación aferrada en el estómago. Un sudor frío te pega la camisa a la espalda. En algún lugar a miles de años luz de aquí la gente va al cine, al trabajo, fabrica niños. Aquí acaban de morir veinte hombres por un puente que ni siquiera figura en los mapas. Pero la guerra es esto, compañero. Y te pagan por hacer un trabajo. Los lectores esperan que les muestres cómo es la guerra, y tú no puedes defraudarles. Van a quedar hartos. Por eso tomas aliento, compruebas la abertura del diafragma, el enfoque y comienzas a tomar fotografías. Que Dios te perdone, pero estos muertos no van a quedar bien si utilizas película de 64 ASA. Hay todavía muy poca luz. Clic. Foto. ¡Qué limpia es la guerra en el cine! Allí no se ven críos de dieciocho años con las tripas al aire. Clic. Foto. Menudo oficio el tuyo, compañero.
A media mañana, la batalla por Tessenei continúa en todo su ardor. Los guerrilleros han capturado todos los puntos claves de la ciudad a excepción de un campo atrincherado y la Banca de Etiopía. Donde los etíopes continúan resistiendo. Media ciudad está en llamas y la población civil, enloquecida, huye a refugiarse en los bosques. Largas columnas de refugiados avanzan por la carretera. La sección de Kibreab recibe orden de entrar en la ciudad para reforzar a sus camaradas que asedian la Banca. El maltrecho grupo se pone en marcha siguiendo el cauce seco de un "uad" (río seco) que discurre junto al campo atrincherado etíope. Los etíopes esperan, pero los proyectiles pasan demasiado alto. Zumban como abejas.
"Si escuchas el zumbido de las balas no debes preocuparte. La que se oye es que ya ha pasado. El peligro está en aquellas que no oyes. Pero no te preocupes, porque da igual. Cuando toca, toca. Cuestión de suerte y de no levantar demasiado la cabeza".
Ese mortero ha caído muy cerca. Demasiado. Cuando te levantas tienes los tímpanos convertidos en un tambor y compruebas que sigues entero. Te entra una alegría feroz. Cuando toca, toca. Pero a ti no te ha tocado, que es lo importante. El guerrillero que te agarraba del hombro no ha tenido tanta suerte. La metralla, o las piedras que saltaron con la explosión. le han rajado a tiras la mejilla derecha. Eres el único que lleva un pequeño botiquín de campaña, pero su contenido es ridículo, Así que cuanto puedes hacer por el muchacho es darle un par de aspirinas y pintarle la cara con mercromina. Tienes la lengua pegada al paladar y una sed de mil diablos, cuando haces un alto en el camino para fotografiar ese cadáver que tiene el rostro hundido en la arena.
La sección de Kibreab entra en Tessenei a las tres de la tarde, pegándose a las paredes como lapas. Hay francotiradores etíopes por todas partes, y al guerrillero que marcha en cabeza le meten una bala en la pierna. En el cine, alguien habría ido a recogerlo desafiando el fuego enemigo, pero aquí los tiros son de verdad. Hasta que los eritreos liquidan al tirador emboscado, el herido se queda en medio de la calle, haciéndose el muerto para evitar que el próximo disparo le dé en la cabeza.
A las dos de la madrugada me matan a Nagash, el muchacho que durante dos semanas a sido mi intérprete y mi cocinero. Los etíopes lanzan un contraataque, se apoderan de una manzana de casas, y los guerrilleros deben desalojarlos con granadas y cuchillo. A esa distancia, luchando casa por casa, las armas de fuego tienen la misma utilidad que una escoba. Los hombres se buscan a tientas en la oscuridad acuclillándose en silencio. Nagash sale de una casa apretándose la brecha del abdomen y, sin un gemido, apoya la espalda en la pared y se desliza hasta el suelo. Tiene dieciséis años, y muere iluminado por el resplandor de los incendios, con los ojos cerrados, sin pronunciar palabra. En memoria de Nagash, sus camaradas no hacen prisioneros esta noche.
El asalto a la Banca se da a las cinco y media de la tarde del martes "santo". El blindado etíope salta tras el impacto de un proyectil anticarro, los guerrilleros cruzan la plaza y penetran en el Banco a la bayoneta. Dos etíopes se rinden y nueve están muertos. Tessenei se encuentra en manos eritreas. De pie en el centro de la plaza, con los ojos enrojecidos por el humo de los incendios, rebobino la película mientras contemplo el cadáver de Kibreab. Las moscas, eternas compañeras de los muertos, aún no han invadido su cráneo destrozado por un balazo. Murió en el último minuto, cruzando la plaza a la cabeza de sus guerrilleros, gritando "Eritrea" a pleno pulmón. Kibreab era mi amigo ¿saben? Quizá por eso siento una extraña vergüenza cuando coloco nueva película en la máquina fotográfica, enfoco su imagen y oigo el "clic" del disparador. Ha muerto mirando al cielo.