Muy pocos autores han alcanzado la gloria literaria con menos páginas que Juan Rulfo. Tan sólo un libro de cuentos (El llano en llamas, 1953) y la breve novela que lo ha convertido en un autor mítico, Pedro Páramo. Su influencia sobre los que más tarde se iban a convertir en los más caracterizados miembros del renacer de la literatura hispanoamericana -la generación ya cómodamente llamada del boom- se puede calibrar con la afirmación del joven Gabriel García Márquez de que había aprendido la novela de Rulfo de memoria, algo que seguramente será cierto; no hay más que leer una frase de Pedro Páramo como la siguiente: "El padre Rentería se acordaría muchos años después de la noche en que la dureza de su cama lo tuvo despierto y después lo obligó a salir", y compararla con el citadísimo arranque de Cien años de soledad.
Tal vez bastaría con afirmar que la novela de Rulfo suponía la más madura y temprana asimilación de la obra de William Faulkner en lengua española, y que Pedro Páramo fue el más claro exponente de que la mirada narrativa del escritor estadounidense podía fértilmente aplicarse también al mundo -a los mundos- de Latinoamérica. Tras sus huellas marcharon escritores como Juan Carlos Onetti, Vargas Llosa o el mismo García Márquez, por el camino abierto por el escritor mexicano.
Los escogidos de los dioses mueren jóvenes. Juan Rulfo tuvo una vida larga, pero no hay en eso ninguna contradicción con el aserto clásico. Fue su literatura la que murió joven y eso contribuyó a convertirla en una leyenda literaria. Los autores que conciben y ejecutan una obra maestra y se refugian después en el silencio mantienen siempre un seductor aire de misterio que resulta irresistible como todo lo enigmático. Fernando de Rojas se despidió de la literatura después de ampliar La Celestina, Rimbaud se dedicó a la aventura africana y olvidó la poesía- al menos, la poesía escrita -Juan Rulfo pertenece por pleno derecho a este club tan selecto.
Pedro Páramo es una novela de fantasmas. Los personajes de la novela de Rulfo están todos muertos, pero no dejan de parecer vivos, no dejan de hablar- la novela no es más que una polifonía de voces muertas- y de invadir la realidad. Los muertos de Rulfo tienen memoria y saben que su ciudad y su cementerio son la misma cosa. Por eso, la crítica ha considerado a Pedro Páramo como el fin de la novela de la Revolución, corriente que dio cohesión a la narrativa de una nación que acaba de emerger del proceso histórico conocido como Revolución Mexicana. Así, la obra de Rulfo pone fin a los fantasmas revolucionarios que darán lugar a una novela más cosmopolita en escritores como Carlos Fuentes.
Pedro Páramo puede resultar desconcertante en sus primeras páginas. La ocultación de datos, la dispersión cronológica o el estilo conciso y hermético de la prosa de Rulfo son peajes que se deben pagar para disfrutar de su literatura. Una de las conquistas de la novela del siglo XX fue la incorporación activa del lector en sus páginas. La lectura de Pedro Páramo exige del lector su participación activa. Debe incorporarse a la lectura recomponiendo las fracciones de la historia que se le va ofreciendo, prestando a sus páginas la misma atención que se le presta a un poema, que es tipo de lectura más intensa que se puede realizar. Debe aprender a reconocer las voces y recordar que está leyendo un libro de fantasmas.
Juan Preciado llega a Comala en busca de su padre, Pedro Páramo, a quien no conoce. Su madre, en su lecho de muerte, le ha encargado que vuelva al pueblo done nació y reclame a su padre todo lo que les ha arrebatado. Éste es el comienzo de la peripecia de Juan Preciado, su viaje de conocimiento.
Juan vislumbra Comala desde lo alto. Se ha encontrado en el camino con Abundio, un arriero que va a acompañarlo, en el camino que desciende lo pueblo. Si se lee con atención el fragmento, se verá que Juan insiste sobre todo en la voz del hombre, de un modo ciertamente extraño para dos personas que comparten el sendero. En cualquier caso, la visión de Comala no parece coincidir con la imagen de hermosura y paraíso perdido que le había transmitido su madre. Juan se pregunta por qué el lugar parece tan triste; "Son los tiempos, señor", contesta Abundio. Juan aún no sabe que e trata de su descenso a los infiernos, a pesar de que su guía le dice que Comala "está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno" y que Pedro Páramo murió hace años y que "aquí no vive nadie". Así, se encuentra con un pueblo vacío, abandonado, por el que transitan las almas en pena de sus antiguos habitantes. Juan entra en diálogo con varios personajes; pierde por completo la noción del tiempo y del espacio; muere asfixiado por el miedo y pasa a formar parte de la vida de ultratumba. Pero la muerte de Juan no es el final de la novela, sino el comienzo.
Situados con él en ese plano, las voces de los difuntos irán construyendo la novela dándole los detalles de la vida de su padre, un cacique despótico y violento, lleno de vitalidad, que abusaba de los más débiles usurpándolo todo. La época en la que él vivía contrasta con el presente desolador de Comala. Entonces era una ciudad viva; ahora sólo quedan los ecos: el pueblo ha muerto con él.
Así, la novela opera en dos planos cronológicos (presente y pasado) y dos dimensiones existenciales (vida real y de ultratumba) en un pueblo maldito, espacio simbólico complejo que convierte la vida colectiva en un infierno de violencia y la vida individual en un abismo de pecado.
En 1980 Rulfo añade a sus dos publicaciones anteriores un conjunto de guiones cinematográficos precedidos de un cuento: "El gallo de oro".
Tal vez bastaría con afirmar que la novela de Rulfo suponía la más madura y temprana asimilación de la obra de William Faulkner en lengua española, y que Pedro Páramo fue el más claro exponente de que la mirada narrativa del escritor estadounidense podía fértilmente aplicarse también al mundo -a los mundos- de Latinoamérica. Tras sus huellas marcharon escritores como Juan Carlos Onetti, Vargas Llosa o el mismo García Márquez, por el camino abierto por el escritor mexicano.
Los escogidos de los dioses mueren jóvenes. Juan Rulfo tuvo una vida larga, pero no hay en eso ninguna contradicción con el aserto clásico. Fue su literatura la que murió joven y eso contribuyó a convertirla en una leyenda literaria. Los autores que conciben y ejecutan una obra maestra y se refugian después en el silencio mantienen siempre un seductor aire de misterio que resulta irresistible como todo lo enigmático. Fernando de Rojas se despidió de la literatura después de ampliar La Celestina, Rimbaud se dedicó a la aventura africana y olvidó la poesía- al menos, la poesía escrita -Juan Rulfo pertenece por pleno derecho a este club tan selecto.
Pedro Páramo es una novela de fantasmas. Los personajes de la novela de Rulfo están todos muertos, pero no dejan de parecer vivos, no dejan de hablar- la novela no es más que una polifonía de voces muertas- y de invadir la realidad. Los muertos de Rulfo tienen memoria y saben que su ciudad y su cementerio son la misma cosa. Por eso, la crítica ha considerado a Pedro Páramo como el fin de la novela de la Revolución, corriente que dio cohesión a la narrativa de una nación que acaba de emerger del proceso histórico conocido como Revolución Mexicana. Así, la obra de Rulfo pone fin a los fantasmas revolucionarios que darán lugar a una novela más cosmopolita en escritores como Carlos Fuentes.
Pedro Páramo puede resultar desconcertante en sus primeras páginas. La ocultación de datos, la dispersión cronológica o el estilo conciso y hermético de la prosa de Rulfo son peajes que se deben pagar para disfrutar de su literatura. Una de las conquistas de la novela del siglo XX fue la incorporación activa del lector en sus páginas. La lectura de Pedro Páramo exige del lector su participación activa. Debe incorporarse a la lectura recomponiendo las fracciones de la historia que se le va ofreciendo, prestando a sus páginas la misma atención que se le presta a un poema, que es tipo de lectura más intensa que se puede realizar. Debe aprender a reconocer las voces y recordar que está leyendo un libro de fantasmas.
Juan Preciado llega a Comala en busca de su padre, Pedro Páramo, a quien no conoce. Su madre, en su lecho de muerte, le ha encargado que vuelva al pueblo done nació y reclame a su padre todo lo que les ha arrebatado. Éste es el comienzo de la peripecia de Juan Preciado, su viaje de conocimiento.
Juan vislumbra Comala desde lo alto. Se ha encontrado en el camino con Abundio, un arriero que va a acompañarlo, en el camino que desciende lo pueblo. Si se lee con atención el fragmento, se verá que Juan insiste sobre todo en la voz del hombre, de un modo ciertamente extraño para dos personas que comparten el sendero. En cualquier caso, la visión de Comala no parece coincidir con la imagen de hermosura y paraíso perdido que le había transmitido su madre. Juan se pregunta por qué el lugar parece tan triste; "Son los tiempos, señor", contesta Abundio. Juan aún no sabe que e trata de su descenso a los infiernos, a pesar de que su guía le dice que Comala "está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno" y que Pedro Páramo murió hace años y que "aquí no vive nadie". Así, se encuentra con un pueblo vacío, abandonado, por el que transitan las almas en pena de sus antiguos habitantes. Juan entra en diálogo con varios personajes; pierde por completo la noción del tiempo y del espacio; muere asfixiado por el miedo y pasa a formar parte de la vida de ultratumba. Pero la muerte de Juan no es el final de la novela, sino el comienzo.
Situados con él en ese plano, las voces de los difuntos irán construyendo la novela dándole los detalles de la vida de su padre, un cacique despótico y violento, lleno de vitalidad, que abusaba de los más débiles usurpándolo todo. La época en la que él vivía contrasta con el presente desolador de Comala. Entonces era una ciudad viva; ahora sólo quedan los ecos: el pueblo ha muerto con él.
Así, la novela opera en dos planos cronológicos (presente y pasado) y dos dimensiones existenciales (vida real y de ultratumba) en un pueblo maldito, espacio simbólico complejo que convierte la vida colectiva en un infierno de violencia y la vida individual en un abismo de pecado.
En 1980 Rulfo añade a sus dos publicaciones anteriores un conjunto de guiones cinematográficos precedidos de un cuento: "El gallo de oro".