Dios estaba en la puerta. Cuidaba de no envejecer. Pudriéndose de belleza, ausente en su presencia, a la cabeza de los ruidos,
podía quedarse la duración infinita de la ciudad al crepúsculo. Oscuro peatón, irradiaba al asumir la sola luz de la noche. La sombra amada de sus piernas se bañaba en la marejada y sus pies pisaban el corazón inocente del prodigio. Su presencia borrosa, cegadora de evidencia, no servía sino a alumbrar mejor la llama de vincapervinca en los ojos de los que pasaban sin verle pero que, desde siempre, hubieran deseado verle en su puesto, ante la puerta, tal una proa hendiendo los rompientes del crepúsculo. Dios esclavo dominando con su desnudez esencial el remolino de la muchedumbre ausente bañada por los esplendores reales de la domesticidad divina. Dios Padre, joven en su vejez de vigilante saurio emergiendo de la sombra a la sombra. Su cabeza parda alumbrada de negro resplandecía de un rubio sordo e infernal. Su belleza no podía ser sino de este mundo: con su calor suave su bondad era la frialdad misma, ¿acecharía, indiferente, a una víctima? ¿Quién era su víctima? ¿Había, existía una víctima? ¿Existió nunca la víctima? Todas estas preguntas sin resolver delante de Dios a su puerta y que ahora hacen juegos malabares en sus manos con una simplicidad desprovista de toda respuesta porque no había habido nunca preguntas, nada más que el suplicio, la extorsión, la confesión por la tortura, la ausencia en el instante mismo de la pregunta y la respuesta porque, apenas planteada, esa se perdía en el humo espeso de contestaciones ya inexistentes, ya caducas, inactuales ante la vejez, la inactualidad feroz de las preguntas.
Y supe entonces cuán cálida y minúscula es la eternidad, manejada como un reloj de bolsillo apto para todos los usos desde jabón matinal hasta pelambre de gato. Humana en su más sórdida acepción, cómoda, intercambiable, que paga en moneda de burla, en especies tangibles, buena para pagar cualquier cosa y también para engañarse con preguntas metafísicas, preguntas como éstas: ¿qué hora será dentro de ciento cincuenta años? O ¿cuál es la palabra para hacer jabonar la barba a las moscas?
Pero Dios probablemente ha permanecido a la puerta, a su puerta, ignorándose a sí mismo e ignorando todo de esa puerta porque la suprema inteligencia no es sino el vacío absoluto, la ausencia cálida de inteligencia, la nada volcándose sobre sí misma, proyectando de todas partes sus lentejuelas de amianto invisibles a todos.
Y sólo yo he podido ver por toda la eternidad a Dios ante su puerta, que no era tal detrás de él, que tampoco lo era.
César Moro
Perú, 1903-1956
De "Amour à mort" 1957
podía quedarse la duración infinita de la ciudad al crepúsculo. Oscuro peatón, irradiaba al asumir la sola luz de la noche. La sombra amada de sus piernas se bañaba en la marejada y sus pies pisaban el corazón inocente del prodigio. Su presencia borrosa, cegadora de evidencia, no servía sino a alumbrar mejor la llama de vincapervinca en los ojos de los que pasaban sin verle pero que, desde siempre, hubieran deseado verle en su puesto, ante la puerta, tal una proa hendiendo los rompientes del crepúsculo. Dios esclavo dominando con su desnudez esencial el remolino de la muchedumbre ausente bañada por los esplendores reales de la domesticidad divina. Dios Padre, joven en su vejez de vigilante saurio emergiendo de la sombra a la sombra. Su cabeza parda alumbrada de negro resplandecía de un rubio sordo e infernal. Su belleza no podía ser sino de este mundo: con su calor suave su bondad era la frialdad misma, ¿acecharía, indiferente, a una víctima? ¿Quién era su víctima? ¿Había, existía una víctima? ¿Existió nunca la víctima? Todas estas preguntas sin resolver delante de Dios a su puerta y que ahora hacen juegos malabares en sus manos con una simplicidad desprovista de toda respuesta porque no había habido nunca preguntas, nada más que el suplicio, la extorsión, la confesión por la tortura, la ausencia en el instante mismo de la pregunta y la respuesta porque, apenas planteada, esa se perdía en el humo espeso de contestaciones ya inexistentes, ya caducas, inactuales ante la vejez, la inactualidad feroz de las preguntas.
Y supe entonces cuán cálida y minúscula es la eternidad, manejada como un reloj de bolsillo apto para todos los usos desde jabón matinal hasta pelambre de gato. Humana en su más sórdida acepción, cómoda, intercambiable, que paga en moneda de burla, en especies tangibles, buena para pagar cualquier cosa y también para engañarse con preguntas metafísicas, preguntas como éstas: ¿qué hora será dentro de ciento cincuenta años? O ¿cuál es la palabra para hacer jabonar la barba a las moscas?
Pero Dios probablemente ha permanecido a la puerta, a su puerta, ignorándose a sí mismo e ignorando todo de esa puerta porque la suprema inteligencia no es sino el vacío absoluto, la ausencia cálida de inteligencia, la nada volcándose sobre sí misma, proyectando de todas partes sus lentejuelas de amianto invisibles a todos.
Y sólo yo he podido ver por toda la eternidad a Dios ante su puerta, que no era tal detrás de él, que tampoco lo era.
César Moro
Perú, 1903-1956
De "Amour à mort" 1957