La mujer sin miedo



“Hay criminales que proclaman tan campantes ‘la maté porque era mía’, así no más, como si fuera cosa de sentido común y justo de toda justicia y derecho de propiedad privada, que hace al hombre dueño de la mujer. Pero ninguno, ninguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar ‘la maté por miedo’, porque al fin y al cabo el miedo de la mujer a la violencia del hombre es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo”


Eduardo Galeano

La primera elegía - Rainer María Rilke


¿Quién, si yo gritara, me escucharía desde los órdenes angélicos?
Y suponiendo que un ángel de pronto me tomase contra su corazón:
me extinguiría ante su existencia más fuerte.
Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, que todavía podemos soportar
y admirarnos tanto, pues impasible desdeña destruirnos. Todo ángel es terrible.
Y así me contengo y trago el reclamo de un oscuro sollozo. ¡Ay! ¿A quién podremos pues recurrir?
Ni a los ángeles ni a los hombres; y las bestias, más sagaces, advierten ya
que nos hallamos muy inseguros en el mundo interpretado. Nos queda, quizás,
un árbol cualquiera en la cuesta, que pudiéramos
verlo diariamente; nos queda la senda de ayer, y la fidelidad demorada de la costumbre,
que complacida con nosotros se quedó para no irse,
¡Oh!, y la noche, la noche cuando el viento lleno de espacio cósmico nos consume el rostro,
¿con quién quedaría ella, la anhelada, la que dulcemente nos desengaña, la que arduamente
se anuncia al corazón aislado? ¿Es ella más ligera para los amantes?
¡Ay! ellos no hacen más que ocultarse el uno al otro su destino.
¿No lo sabes todavía? Arroja desde los brazos el vacío hacia los espacios que respiramos;
quizá las aves sientan con su vuelo más ferviente el aire dilatado.

Sí, las primaveras te requerían. Algunas estrellas exigían que las percibieras.
Se levantó hacia ti una oleada desde el pasado, o, cuando pasabas junto a la ventana abierta,
un violín se te entregaba. Todo esto era misión. Pero, ¿es que la cumpliste?
¿No estabas siempre distraído por la espera, como si todo te anunciara un amante por llegar?
¿Dónde quieres esconderla, si los grandes y extraños pensamientos entran y salen
en ti, y permanecen más a menudo en la noche?
Pero si sientes la nostalgia, entonces canta a los amantes;
aún no es bastante su renombrado sentimiento.
Canta -casi los envidias- a los abandonados, que hallaste mucho más amantes que los satisfechos.
Inicia siempre de nuevo, inicia la inalcanzable alabanza; piensa: el héroe se mantiene aún
en su misma caída,
fue un pretexto solamente para ser: su nacimiento último.
Pero la naturaleza exhausta recoge a los amantes en su seno, como si no hubiera fuerzas
para cumplir esto dos veces. ¿Has pensado, pues, bastante en Gaspara Stampa?*
Que alguna muchacha, a quien el amante abandonara,
sintiese ante el ejemplo exaltado de esta amante: ¡ojalá llegara a ser yo como ella!
Estos dolores muy antiguos, ¿no deberán finalmente sernos más fecundos? No es tiempo ya
de que amorosamente nos libremos del amado, y de que estremecidos resistamos:
tal como a la cuerda resiste la flecha, para que en la tensión del salto sea más que ella misma.
Pues un detenerse no existe.
¡Voces, voces! Escucha, corazón mío, como antes sólo escuchaban los santos,
hasta que el inmenso llamado los levantaba del suelo; pero ellos, inconmovibles, permanecían arrodillados,
sin atender a nada: así pudieron oír.
No es que tú soportaras la voz de Dios, ni remotamente. Pero escucha el soplo de la brisa,
escucha el mensaje incesante que se forma de silencio.
Ahora susurra hacia ti desde aquellos jóvenes muertos.
En donde entrabas, en las iglesias de Roma y Nápoles ¿no te hablaba serenamente su destino?
O bien una inscripción se te imponía, sublimemente, como hace poco el epitafio en Santa María Formosa.**
¿Qué quieren de mí aquellos muertos?
Quedamente debo quitarles la apariencia de injusticia, que en ocasiones
estorba un poco el movimiento puro de sus espíritus.

Ciertamente que es extraño no habitar ya más la tierra,
no ejercitar ya costumbres apenas aprendidas, no dar más a las rosas y a otras cosas
en sí prometedoras la significación del porvenir humano; no ser ya lo que se era
en manos infinitamente temerosas, y abandonar hasta el propio nombre, como un juguete roto.
Extraño es no seguir deseando los deseos.
Extraño ver aletear tan sueltamente en el espacio todo lo que tenía relación.
Y el estar muerto es penoso y está lleno de recuperación,
para que gradualmente se sienta un poco de eternidad.
Pero los vivos cometen todos el error de distinguir demasiado intensamente.
Los ángeles (se dice) no saben a menudo si andan entre los vivos o los muertos.
La corriente eterna arrastra siempre consigo todas las edades por los dos reinos
y hace acallar a ambos.

Finalmente, los muertos prematuramente ya no nos necesitan.
Uno se deshabitúa suavemente a lo terreno,
igual que cuando con dulzura se emancipa del pecho de la madre.
Pero nosotros, que necesitamos de tan grandes misterios, para quienes
desde la misma tristeza brota un progreso dichoso, ¿podríamos existir sin ellos?
¿Fue inútil la leyenda, cuando en el luto por Lino,*** su balbuciente música atravesó
la seca rigidez de la materia?
¿Fue en vano que sólo en el espacio aterrado, del que una vez para siempre
salió un doncel casi divino,
lo vacío haya entrado en aquella vibración, que ahora nos arrebata, nos consuela y nos ayuda?


* Dama italiana abandonada por el conde Collatino de Collato, vertió su pasión en sonetos
que tradujo el propio Rilke.

** Iglesia en Venecia.

*** Semidiós y poeta mítico, como Orfeo. Homero menciona en la Ilíada su lamento de extinción. 

El suéter azul de papá - ANNE CARSON


El suéter azul de papá
Hoy cuelga del respaldo de la silla de la cocina
donde siempre me siento, cuelga
del mismo respaldo y de la misma silla donde solía sentarse.
Me lo pongo al entrar,
como él solía, sacudiendo
la nieve de sus botas.
Me lo pongo y me siento en la oscuridad.
Él no haría esto.
Lajas de frío caen desde el hueso de la luna.
Sus leyes eran un secreto.
Pero recuerdo el momento en que supe
que perdía el juicio dentro de sus leyes.
Estaba de pie en la curva de la entrada cuando lo vi.
Llevaba puesto el suéter azul con los botones abrochados hasta
el cuello.
No sólo porque era una calurosa tarde de julio
pero la mirada en su rostro...
como un niño a quien la tía vistió temprano en la mañana
antes de un largo viaje
en trenes fríos y venteados andenes
sentado muy tieso en la orilla de su asiento
mientras las sombras, como largos dedos,
sobre almiares dejados atrás,
aún lo estremecen
porque él viaja mirando hacia atrás.


Anne Carson