duda, que a mí explicároslo; porque sois, creo yo, el mejor ejemplo de impermeabilidad
femenina que pueda encontrarse.
Juntos pasamos un largo día, que me pareció corto. Nos habíamos hecho la promesa
de que todos los pensamientos serían comunes para los dos, y nuestras almas ya no serían
en adelante más que una; ensueño que nada tiene de original, después de todo, a no ser
que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.
Al anochecer, un poco fatigada, quisisteis sentaros delante de un café nuevo que hacía
esquina a un bulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes y ostentando ya gloriosamente sus
esplendores, sin concluir. Centelleaba el café. El gas mismo desplegaba todo el ardor de
un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los muros cegadores de blancura, los
lienzos deslumbradores de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas, los
pajes de mejillas infladas arrastrados por los perros en traílla, las damas risueñas con el
halcón posado en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas,
pasteles y caza; las Hebes y las Ganimedes ofreciendo a brazo tendido el anforilla de
jarabe o el obelisco bicolor de los helados con copete: la historia entera de la mitología
puesta al servicio de la gula.
Enfrente mismo de nosotros, en el arroyo, estaba plantado un pobre hombre de unos
cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño, y con el otro
brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de niñera, y sacaba a sus
hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos. Las tres caras tenían extraordinaria
seriedad, y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con una admiración igual,
que los años matizaban de modo diverso.
Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro
del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!» Los ojos del niño: «¡Qué
hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que no es
como nosotros!» Los ojos del más chico estaban fascinados de sobra para expresar cosa
distinta de un gozo estúpido y profundo.
Los cancioneros suelen decir que el placer vuelve al alma buena y ablanda los
corazones. Por lo que a mí toca, la canción dijo bien aquella tarde. No sólo me había
enternecido aquella familia de ojos, sino que me avergonzaba un tanto de nuestros vasos
y de nuestras botellas, mayores que nuestra sed. Volvía yo los ojos hacia los vuestros,
querido amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me sumergía en vuestros ojos tan
bellos y tan extrañamente dulces, en vuestros ojos verdes, habitados por el capricho e
inspirados por la Luna, cuando me dijisteis: «¡Esa gente me está siendo insoportable con
sus ojos tan abiertos como puertas cocheras! ¿Por qué no pedís al dueño del café que los
haga alejarse?»
¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento, aun
entre seres que se aman!