El encubridor - Julio Cortázar
Ese que sale de su país porque tiene miedo,
no sabe de qué, miedo del queso con ratón,
de la cuerda entre los locos, de la espuma en la sopa.
Entonces quiere cambiarse como una figurita,
el pelo que antes se alambraba con gomina y espejo
lo suelta en jopo, se abre la camisa, muda
de costumbres, de vinos y de idioma.
Se da cuenta, infeliz, que va tirando mejor, y duerme
a pata ancha. Hasta de estilo cambia, y tiene amigos
que no saben su historia provinciana, ridícula y casera.
A ratos se pregunta cómo pudo escapar todo ese tiempo
para salirse del río sin orillas, de los cuellos garrote,
de los domingos, lunes, martes, miércoles y jueves.
A fojas uno, sí, pero cuidado:
un mismo espejo es todos los espejos,
y el pasaporte dice que naciste y que eres
y cutis color blanco, nariz de dorso recto,
Buenos Aires, septiembre.
Aparte que no olvida, porque es arte de pocos,
lo que quiso, esa sopa de estrellas y de letras
que infatigable comerá
en numerosas mesas de variados hoteles,
la misma sopa, pobre tipo,
hasta que el pescadito intercostal se plante y diga basta.
EL DESPERTAR - Porfirio Barba-Jacob
Manto que las criaturas envolvía,
La luz viene a llamar a los cristales…
Tú que retornas de tu sueño, advierte
Si un hada esquiva deja en los umbrales
Salvias y serpoletas, o si vierte
Al pie e la ventana,
Con sus dedos rosáceos y pueriles,
Los jugos de la agreste mejorana
Y el tomillo de todos los abriles,
Porque huele muy bien…
Y el aire puro,
Al penetrar por el balcón abierto,
Derrama en el ambiente semioscuro
Los himnos de los pájaros del huerto.
Bajo el árbol antiguo el agua suena…
Es de día! ¡Es de día!
Haz tu oración, disponte a la faena,
Y alégrate en las cosas humildes, alma mía
EL INFIERNO ES UNA PUERTA CERRADA - Charles Bukowski
hasta cuando me moría de hambre las notas de rechazo difícilmente me molestaban:
sólo creía que los editores eran
verdaderamente estúpidos
y sólo fui y escribí más y
más.
hasta consideraba los rechazos como
acción; lo peor era el buzón vacío.
si una debilidad o un sueño tuve
fue
sólo querer ver a uno de aquellos
editores
que me rechazaron,
ver la cara de él o de ella, la forma
en que vestían, la forma en que cruzaban
una habitación, el sonido de su voz, la mirada
de sus ojos...
sólo una mirada a uno de ellos-
ves, cuando miras esto
un pedazo de papel impreso
diciéndote que
no eres muy bueno
entonces hay una tendencia
a pensar que los editores
son más parecidos a dioses que
lo que son.
el infierno es una puerta cerrada
cuando te estás muriendo de hambre por tu
maldito arte
pero algunas veces sientes al menos que
echas una mirada a través del ojo de la cerradura.
joven o viejo, bueno o malo,
no creo que nada muera tan lenta y
duramente como un
escritor.
Claroscuro del Delta. RODOLFO WALSH
El hombre es el bote. Hay nombres de botes o de barcos que terminan por
ser nombres de personas, como el viejo Noi, al que llaman así porque así
se llama su canoa.
En las riberas de Tigre y San Fernando se alzan grandes astilleros en cuyas gradas crecen buques de ultramar. Pero esos no son los barcos que interesan al isleño.
Lo que se dice un barco es ese perfil chato y tenaz que arrastra casi a flor del agua los trozos de álamo y sauce. Los más pequeños cargan diez o veinte toneladas; los más grandes, arriba de cien.
José Maeta –que era un chico cuando su padre lo trajo a Las Animas, en 1906– pasó cuarenta y dos años a bordo del Feliz Buenos Aires. En ese tiempo, los arroyos se navegaban con botadores o con botes de proa tirando del casco, hasta salir al Río de la Plata, donde se izaba la vela y se agarraban todos los chubascones y los fríos, porque "no teníamos gabina, íbamos sobre la troja, con la soguita". En 1911 le pusieron motor de nafta y, en el '24, máquina grande.
–En el '40 nos salvó a todos de la creciente, incluso a una vaca que teníamos y que subimos a bordo. "Mochila" se llamaba la vaca, y era un manantial.
A la muerte del padre, José Maeta vendió el barco, pero aún no ¡ se ha desligado de él, de su casco hundido en el Mosquito.
–Cada vez que paso, lo miro y me digo: "¡La pucha...!", porque yo envejecí a bordo... Pobrecito... –agrega como si hablara de alguien.
Otros cascos muertos despiertan la piedad o la fantasía del isleño. En un arroyo ciego sobre el Lujan, un taller en ruinas exhibe, entre la escoria de la marea, el destino final de todo lo que navega: la hierba horadando el hierro del Presidente, el marco de un cuadro sin cuadro enganchado en el cepo del ancla del Tubicha. Por encima de tales pesares, el sol blanquea las tablas de un drama mayor. Nadie sabe qué hace metido en el barro de esa zanja el casco con doble forro de teca de un cúter. Su línea afilada sigue intacta, pero del tambucho de popa surge un ligustro y en la cruceta del aparejo Marconi tiene su nido un hornero. Entre firuletes de verdín se extingue el nombre del Marylú, y la justicia de los hombres del río ensaya la única explicación posible:
–Era de un maharajá.
De estas cosas puede hablarse indefinidamente: del primer vapor que llegó a San Fernando nada menos que en 1826, o del primer barco de hierro que trajo Sagemuller a Paranacito; su nombre era Margot.
(El violento oficio de escribir. Obra periodística. 1953-1977)
Claroscuro del Delta - Rodolfo Walsh - fragmento.
En las riberas de Tigre y San Fernando se alzan grandes astilleros en cuyas gradas crecen buques de ultramar. Pero esos no son los barcos que interesan al isleño.
Lo que se dice un barco es ese perfil chato y tenaz que arrastra casi a flor del agua los trozos de álamo y sauce. Los más pequeños cargan diez o veinte toneladas; los más grandes, arriba de cien.
José Maeta –que era un chico cuando su padre lo trajo a Las Animas, en 1906– pasó cuarenta y dos años a bordo del Feliz Buenos Aires. En ese tiempo, los arroyos se navegaban con botadores o con botes de proa tirando del casco, hasta salir al Río de la Plata, donde se izaba la vela y se agarraban todos los chubascones y los fríos, porque "no teníamos gabina, íbamos sobre la troja, con la soguita". En 1911 le pusieron motor de nafta y, en el '24, máquina grande.
–En el '40 nos salvó a todos de la creciente, incluso a una vaca que teníamos y que subimos a bordo. "Mochila" se llamaba la vaca, y era un manantial.
A la muerte del padre, José Maeta vendió el barco, pero aún no ¡ se ha desligado de él, de su casco hundido en el Mosquito.
–Cada vez que paso, lo miro y me digo: "¡La pucha...!", porque yo envejecí a bordo... Pobrecito... –agrega como si hablara de alguien.
Otros cascos muertos despiertan la piedad o la fantasía del isleño. En un arroyo ciego sobre el Lujan, un taller en ruinas exhibe, entre la escoria de la marea, el destino final de todo lo que navega: la hierba horadando el hierro del Presidente, el marco de un cuadro sin cuadro enganchado en el cepo del ancla del Tubicha. Por encima de tales pesares, el sol blanquea las tablas de un drama mayor. Nadie sabe qué hace metido en el barro de esa zanja el casco con doble forro de teca de un cúter. Su línea afilada sigue intacta, pero del tambucho de popa surge un ligustro y en la cruceta del aparejo Marconi tiene su nido un hornero. Entre firuletes de verdín se extingue el nombre del Marylú, y la justicia de los hombres del río ensaya la única explicación posible:
–Era de un maharajá.
De estas cosas puede hablarse indefinidamente: del primer vapor que llegó a San Fernando nada menos que en 1826, o del primer barco de hierro que trajo Sagemuller a Paranacito; su nombre era Margot.
(El violento oficio de escribir. Obra periodística. 1953-1977)
Claroscuro del Delta - Rodolfo Walsh - fragmento.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)