Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un telón caído
para que no te quedes allí, del otro lado,
donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a descifrarme en medio de un muro de fantasmas hechos de arcilla ciega.
Madre, tampoco yo te veo,
porque ahora te cubren las sombras congeladas del menor tiempo y la mayor distancia,
y yo no sé buscarte,
acaso porque no supe aprender a perderte.
Pero aquí estoy, sobre mi pedestal partido por el rayo,
vuelta estatua de arena,
puñado de cenizas para que tú me inscribas la señal,
los signos con que habremos de volver a entendernos.
Aquí estoy, con los pies enredados por las raíces de mi sangre en duelo,
sin poder avanzar.
Búscame entonces tú, en medio de este bosque alucinado
donde cada crujido es tu lamento,
donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo,
donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad,
y cada resplandor, la lámpara que enciendes para que no me pierda entre las galerías de este mundo.
Y todo se confunde.
Y tu vida y tu muerte se mezclan con las mías como las máscaras de las pesadillas.
Y no sé dónde estás.
En vano te invoco en nombre del amor, de la piedad o del perdón,
como quien acaricia un talismán,
una piedra que encierra esa gota de sangre coagulada capaz de revivir en el más imposible de los sueños.
Nada. Solamente una garra de atroces pesadumbres que descorre la tela de otros años
descubriendo una mesa donde partes el pan de cada día,
un cuarto donde alisas con manos de paciencia esos pliegues que graban en mi alma la fiebre y el terror,
un salón que de pronto se embellece para la ceremonia de mirarte pasar
rodeada por un halo de orgullosa ternura,
un lecho donde vuelves de la muerte sólo para no dolernos demasiado.
quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un telón caído
para que no te quedes allí, del otro lado,
donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a descifrarme en medio de un muro de fantasmas hechos de arcilla ciega.
Madre, tampoco yo te veo,
porque ahora te cubren las sombras congeladas del menor tiempo y la mayor distancia,
y yo no sé buscarte,
acaso porque no supe aprender a perderte.
Pero aquí estoy, sobre mi pedestal partido por el rayo,
vuelta estatua de arena,
puñado de cenizas para que tú me inscribas la señal,
los signos con que habremos de volver a entendernos.
Aquí estoy, con los pies enredados por las raíces de mi sangre en duelo,
sin poder avanzar.
Búscame entonces tú, en medio de este bosque alucinado
donde cada crujido es tu lamento,
donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo,
donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad,
y cada resplandor, la lámpara que enciendes para que no me pierda entre las galerías de este mundo.
Y todo se confunde.
Y tu vida y tu muerte se mezclan con las mías como las máscaras de las pesadillas.
Y no sé dónde estás.
En vano te invoco en nombre del amor, de la piedad o del perdón,
como quien acaricia un talismán,
una piedra que encierra esa gota de sangre coagulada capaz de revivir en el más imposible de los sueños.
Nada. Solamente una garra de atroces pesadumbres que descorre la tela de otros años
descubriendo una mesa donde partes el pan de cada día,
un cuarto donde alisas con manos de paciencia esos pliegues que graban en mi alma la fiebre y el terror,
un salón que de pronto se embellece para la ceremonia de mirarte pasar
rodeada por un halo de orgullosa ternura,
un lecho donde vuelves de la muerte sólo para no dolernos demasiado.